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PD. Comer solo en la gambara del Etxebarri, sin prisas ni distracciones, te eleva muy por encima del tejado. Las nubes filtran la luz que cae sobre la mesa desde la ventana cenital y el único sonido es el de las escaleras que anuncian un nuevo plato. El producto tiene tal presencia que la vajilla pasa inadvertida, pero no así los cubiertos. En esta casa las herramientas son los brazos. El cuchillo de una pieza de Laguiole incrustado en una gran piedra de sal recuerda a Excalibur. No es difícil sentirse Arturo al final del almuerzo.
El perfume de las brasas

El perfume de las brasas

UN COMINO ·

Benjamín Lana

Santander

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Lunes, 7 de mayo 2018, 15:05

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Hablar de Bittor Arginzoniz a estas alturas de la vida es una tarea tan delicada como asar angulas a las brasas. Hay unanimidad en el mundo entero sobre su trabajo y su talento –en su caso quizás vayan por ese orden– lo cual simplifica mucho la labor periodística si uno quiere simplemente repetir lo ya sabido, pero si la aspiración es trascender a las historias ya contadas sobre utensilios y producto cocinado sobre la leña la cosa se complica.

Caer en el exceso con Bittor sería traicionarle porque en su persona y en su casa nunca nada será excesivo. El perfume de las brasas será siempre sutil y delicado y relato escaso porque la experiencia que se vive en una de sus mesas no necesita narrador puesto que siempre es diegética y autoexplicada por el producto y por su oficio. Ni sus platos necesitan voz en off ni caldos añadidos para incrementar su sabor.

Bittor Arginzoniz se parece al fuego. Ambos son fuertes y magnéticos pero insondables, grandes desconocidos para la mayoría de la gente que titubea a la hora de acercarse a ellos. Este cocinero de Axpe no es un tipo como cualquier otro de los muchos que nacieron en el caserío, ni siquiera de los que montaron un asador en su pueblo. Es un personaje en el límite de lo común, determinado y tozudo y con un grado de sensibilidad que se afina como la de los grandes intérpretes a fuerza de tocar una y mil veces la misma nota hasta conseguir el sonido más puro.

Los vascos pueden ser universales de muchas maneras y a menudo lo son cuando aparentemente miran más hacia adentro, cuando no salen de sus casas y buscan lo absoluto en su ecosistema interior, aunque los demás vean tan solo un caserío, un pequeño pueblo, los prados y una montaña mágica llamada Anboto.

Él solo trata de ser coherente con sus emociones y ha encontrado la parrilla como medio de expresión: «yo me comunico con mi cocina. A mí no me gusta hablar mucho», dice a menudo como protección. Cocina lo que le gusta comer y ese planteamiento individual y libérrimo le lleva a romper los límites de las filosofías imperantes.

Búsqueda en solitario

Cultiva hortalizas y verduras en su huerta y cría búfalas para poder ofrecer a diario mozzarella fresquísima o limpia solo las anchoas en salazón que se consumirán en la jornada para evitar la más mínima oxidación, pero no pone problemas a ofrecer chuletas de vacas gallegas, pulpitos y gambas rojas de Palamós o guisantes lágrima de la costa guipuzcoana.

Su kilómetro cero es la excelencia. No hay más límites. Ha encontrado en el fuego un hilo conductor como otros artistas vascos lo hallaron en el hierro, la piedra o la madera. No cito nombres concretos para que la comparación no les resulte hiperbólica, pero a los ojos del mundo, en su campo, no tiene nada que envidiar a algunos de los grandes escultores en los que todos ustedes piensan.

Su aprendizaje y su búsqueda en solitario, tan solo alentada al principio por el crítico gastronómico santanderino Rafael García Santos como una brasa a la que le llega el oxígeno de un fuelle, le ha convertido en alguien absolutamente singular a los ojos del mundo.

Él no interpreta, él descubre sin otra herramienta que el tesón y su paladar. Arginzoniz solo ha cocinado en su cocina y ha visitado muy pocos restaurantes del mundo. Empezó de cero a la edad a la que los futbolistas se retiran, tiene ya 57 años y es totalmente autodidacta. Ha ido aprendiendo a fuerza de quemar encina y cepa riojana. Quizás por ello no se parezca a ningún otro.

Relación sagrada

Es fácil entender como algunos de los personajes mundiales más importantes del mundo de la cocina, como el sociólogo y escritor Michael Pollan o el ex cocinero y estrella de la televisión Anthony Bourdain, que han recorrido el mundo y probado casi todo lo comestible, han caído rendidos ante su comida. Hay algo espiritual en el modo en que se cultivan o crían los productos que él utiliza y también en el modo en el que los oficia.

El 80% de sus clientes son extranjeros, pero él se comporta como si fueran sus vecinos y fueran a volver mañana. La relación sagrada con la comida no se quiebra. Es mucho más que una experiencia o que un espectáculo. Comer nos conecta con la familia y con las cosas más trascendentes de la vida. Vayan cuando puedan al Etxebarri.

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