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"La gente pensaba que era el fin del mundo"

"La gente pensaba que era el fin del mundo"

La comunidad ecuatoriana residente en Cantabria vive la tragedia a 9.000 kilómetros de distancia entre el dolor y la frustración

José María Gutiérrez

Martes, 19 de abril 2016, 07:14

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Horror, desesperación, dolor, frustración, impotencia, desconsuelo... A la comunidad ecuatoriana que reside en Cantabria en torno a 2.500 habitantes según los últimos datos del INE, se le acumulan los sentimientos tras el terremoto de 7,8 grados en la escala Richter que arrasó medio Ecuador el sábado por la tarde, ya madrugada en España. La cifra de muertos aumenta considerablemente cada hora que pasa: anoche se elevaba hasta 350 víctimas, aunque se prevé que el número siga creciendo mientras prosigue la búsqueda de supervivientes y cadáveres entre los escombros.

Desde aquí, a casi 9.000 kilómetros de distancia de su país natal, las últimas 48 horas han sido una «agonía» para, en medio del caos, intentar comunicarse con familiares y amigos residentes en el país sudamericano y buscar vías de ayuda. «Lo poco que tenían mis compatriotas lo han perdido todo», señala dolido Jesús Pinos. Todo ello mientras observaban incrédulos a través de los medios de comunicación y las redes sociales la tremenda magnitud de un seísmo que se sintió en todo el territorio ecuatoriano y que va a necesitar de una gran cooperación internacional para paliar las heridas, tal y como reclaman. «No hay países ni mejores ni peores ni ciudadanos de distinta categoría», reivindican.

«La gente pensaba que era el fin del mundo; psicológicamente están destrozados, trastornados», señala horrorizada Daisy García Marquínez tras conocer vía telefónica el testimonio de su hermana Siria, que vive en la provincia costera de Esmeraldas, una de las zonas más afectadas por el terremoto. «Tuvo muchísima suerte, porque hay otros vecinos que han fallecido o están sepultados bajo los escombros», explica esta ecuatoriana residente en Cantabria desde 2002. Por fortuna, sus tres hermanos «están bien». También lo están sus tres sobrinas, residentes en Santander, que acaban de regresar del país sudamericano tras visitar durante unos días a su madre. Pero no puede decir lo mismo de muchos vecinos y amigos de su provincia natal, fronteriza con Colombia.

«Todo Ecuador está de luto, llorando la pérdida de muchos compatriotas; cualquiera de nosotros podíamos haber sido uno de ellos», manifiesta García Marquínez sobre «una tragedia que nunca vamos a olvidar». No solo por los fallecidos, sino también por «las familias que se han quedado sin casa, sin comida, sin ropa; los niños que se han quedado huérfanos...». Por ello, esta mujer, viuda y madre de tres hijos, ruega a «las personas que más tienen», incluidos los gobiernos de otros países, «que ayuden a todos esos ecuatorianos a levantarse, porque nosotros desde aquí podemos hacer poco, porque económicamente sufrimos lo nuestro para vivir».

Carol Lara lleva dos días sin separarse de la televisión y del teléfono para mantenerse informada de todo lo que sucede en su país. Allí, en Quito, vive toda su familia; aquí, en Santander, lo hace ella junto a su marido y su hija. «Es muy duro estar tan lejos de los tuyos en momentos como estos», señala esta ecuatoriana que lleva 16 años viviendo en España. «Por fortuna ellos están bien, nos vamos tranquilizando a través de las redes sociales y el whassap», vías de comunicación utilizadas ante el colapso de los teléfonos. «En Quito las réplicas han sido menos fuertes que en la costa, pero mis familiares están bastante asustados. Desde aquí intentamos tranquilizarles y ayudarles enviando dinero a través de la Cruz Roja; es todo lo que podemos hacer por ahora», relata Carol Lara, «impresionada» por la magnitud del terremoto, el mayor que ha sacudido a Ecuador desde 1979 y uno de los peores que ha sufrido América Latina en la última década. «Da mucha pena ver a nuestro país así; es tremendo», lamenta.

Katherine Rivas se muestra «desesperada»: dos días después de que la tierra temblará en todo el noroeste de Ecuador y de que se hayan producido más de dos centenares de réplicas, aún no ha podido hablar con su padre. Él reside en la región de Manabi, al sur de Esmeralda, otra de las zonas que sacudió el terremoto con especial vehemencia. «Me dicen que está bien, pero hasta que contacte directamente con él, no me quedaré tranquila. Todaslas líneas están saturadas, con el Consulado es imposible hablar, es muy frustrante», relata esta joven estudiante de Turismo en la Escuela Universitaria Altamira.

Nacida en la localidad ecuatoriana de Santo Domingo hace casi 24 años, Katherine Rivas reside desde los 14 en Santander junto a su madre y sus cuatro hermanos. «Mi tío se salvó de milagro, su casa se derrumbó nada más salir de ella», cuenta con un nudo en la garganta. Desde que se levantaron el domingo, ella y su familia se quedaron «impresionados» con la dimensión de la tragedia, que se multiplicó cada minuto que pasaba al conocer que la zona en la que habían vivido era de las más arrasadas. «Mi madre no para de llorar y a mí no me salen las palabras», expresa compungida.

En Pedernales, pueblo costero de Manabi que ha quedado completamente destrozado por el seísmo, tenía intención de abrir el próximo año un establecimiento hotelero, un pequeño negocio de turismo rural, una vez terminase sus estudios. Una esperanza que también se ha llevado por delante el terremoto. «Allí los hoteles, escuelas y viviendas se han venido abajo; las carreteras están abiertas, partidas por la mitad... Es un horror», cuenta Rivas, que está segura de que «va a haber muchos más muertos» que las cifras que transmiten ahora las autoridades.

Jesús Pinos tiene el corazón en un puño. Lleva desde el domingo intentando comunicarse con su padre, sus hermanos y sus amigos de la escuela, todos ellos de Guayaquil, con la esperanza de saber que se encuentran bien. Por fortuna, el paso de las horas ha ido dejando mensajes tranquilizadores en cuanto a sus allegados, pero no en cuanto a la dimensión de una desgracia «enorme, muy grande, incalculable». Este estudiante de Derecho en la Universidad de Cantabria, que lleva once de sus 24 años en nuestra región, junto a su madre y la otra parte de su familia, lamenta que la desgracia se haya cebado en un país en vías de desarrollo como el suyo. «Lo poco que tenían mis compatriotas lo han perdido todo: se han quedado sin ropa, sin comida, sin casa...», advierte. Por ello, tiene previsto iniciar una campaña de recogida de ropa a través de la universidad que intentará luego enviar a su país por medio de la embajada. Es su manera de aportar su granito de arena.

Pinos lamenta también la escasa repercusión internacional de la tragedia de Ecuador en comparación con otros sucesos recientes. «¿Por qué todos fuimos de París o de Bruselas tras los atentados y ahora no somos de Ecuador? Echo en falta un sentimiento de dolor colectivo de la sociedad y una mayor difusión de los medios de comunicación. Es frustrante ver el escaso apoyo que tenemos cuando estamos hablando de 350 muertos, que serán muchos más...».

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