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Ismael de la Iglesia imparte una clase y demuestra lo bien que pueden llegar a sonar las campanas.
Las campanas tocan a rebato

Las campanas tocan a rebato

Los campaneros reivindican el oficio en San Bartolomé de Meruelo

Irma Cuesta Cifuentes

Lunes, 22 de agosto 2016, 07:22

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Por las manos de Abel Portilla (Pedreña, 1958) han pasado 4.000 campanas; por las de su familia, una estirpe de artesanos que se remonta al Siglo XVII, tantas que por más que lo intenta le resulta imposible llevar la cuenta. Si por arte de magia alguno de ellos hubiera podido estar ayer en Vierna, el barrio de San Bartolomé de Meruelo en donde Abel ha recuperado la casa familiar y mantiene intacto el foso en el que hoy sigue fundiendo sus mejores piezas, se habría sentido orgulloso.

Levantado en lo alto del monte, el barrio acogió una nueva edición de un encuentro que, desde hace quince años, pretende homenajear a quienes durante siglos se ganaron la vida haciendo campanas y recordar que, hasta hace no demasiado tiempo, era su sonido el que organizaba nuestras vidas.

Quizá por eso, lo primero que hicieron ayer Abel y sus amigos, venidos de diferentes pueblos de España, fue contar que, durante siglos, en los toques de campana estaba la identidad de cada pueblo. Un sistema único de comunicación que inventaron los monjes Benedictinos en Italia en el Siglo VII y que ochocientos años después los trasmeranos convirtieron en oficio gracias a las enseñanzas de varios maestros de holandeses. Su sonido ordenaba la vida, nos salvaba o lo intentaba del fuego, nos llamaba a misa, nos anunciaba una muerte, avisaba de la llegada del barbero, de la pérdida de un vecino y, en ocasiones, trataba de ahuyentar a la tormenta.

Ayer, lo primero que hizo Ismael de la Iglesia, un chaval de Burgos encantado de aportar su granito de arena a la fiesta, fue tocar a fuego. Luego explicó las diferentes formas en las que se anunciaba la muerte de hombre, una mujer, un niño, un cura o un obispo. Habló incluso de cómo algunos pueblos incorporaban un número de tañidos determinado para que los vecinos supieran también de qué calle o barrio era el fallecido.

Una demostración que sirvió para que algunos de los vecinos y viajeros que se sumaron a la fiesta se animaran a intentarlo. Después ya fueron todos: las muchas campanas que Abel ha ido fundiendo y recopilando por el mundo estuvieron repicando durante buena parte de la mañana hasta que tres hermanas llegadas desde el País Vasco cantaron canciones de su tierra y hicieron sonar el carrillón que el visitante encuentra nada más entrar en la finca. Un instrumento que, como las 40 campanas (la mayor de 2.000 kilos y la más pequeña de 20) que forman el de la Orquesta Sinfónica de Valencia, también lleva la firma de la empresa de los Hermanos Portilla.

"Hay que estar orgulloso"

Para cuando comenzó el concierto, el fuego del taller ya estaba encendido y los campaneros explicaban la sucesión interminable de pasos, en los que se emplean materiales como barro, paja, boñiga, ceniza, sebo, claras de huevo y sangre de vaca además de cobre y estaño, que deben darse para hacer una buena campana.

Y es que, el encuentro tiene algo de toque a rebato. No se trata solo de pasar un buen día, sino de reivindicar el oficio. «Si nosotros no estamos orgullosos de lo que hacemos; de nuestro trabajo y el que ha sido el trabajo de los que nos precedieron, mal vamos. En otros países lo hacen y nosotros tenemos que estar satisfechos y contarlo para de ese modo lograr que no se pierda, ni la tradición, ni el trabajo», dice el anfitrión cuando le preguntan porqué ese empeño suyo en seguir organizando este tipo de encuentros.

Esta claro que ni él, ni sus amigos, están dispuestos a permitir que algo que ha logrado seguir vivo a través de los siglos, termine con ellos.

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