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Javier Pernía posa con un retrato de Juan Manuel Piñuel en el exterior de las ruinas del cuartel de la Guardia Civil de Legutiano
"No voy a dejar que  lo vuelvan a matar"

"No voy a dejar que lo vuelvan a matar"

Un ingeniero cántabro acude cada domingo al cuartel alavés de Legutiano, volado por ETA hoy hace nueve años, para honrar al guardia asesinado

ÓSCAR B. DE OTÁLORA

Domingo, 14 de mayo 2017, 16:29

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El santuario de Javier Pernía, un ingeniero cántabro que reside en Vitoria, es una garita atravesada por la metralla y que se tiene en pie de forma milagrosa. Las rosas que acaba de depositar en el suelo tiemblan en la estela de los camiones que atraviesan a toda velocidad la carretera que conduce a Legutiano, en la provincia de Álava. En la cuneta, entre unas piedras, hay más flores salpicadas por el barro que levantan los coches. En la parte alta de la valla destaca una fotografía del rostro de un hombre. La imagen muestra a un joven de ojos soñadores en cuyos hombros se intuye el uniforme de la Guardia Civil. En su coche, aparcado a unos metros, Javier lleva un trapo limpio. Todos los domingos, limpia el retrato de Juan Manuel Piñuel, el guardia civil asesinado en el atentado contra el cuartel de Legutiano, del que hoy se cumplen nueve años. Desde el 14 de mayo de 2008 ha cumplido todos los domingos con su ritual de acudir a las ruinas para rendir un homenaje a Piñuel, cuyo cuerpo fue rescatado sin vida entre los escombros calcinados del cuartel. «No dejaré que le vuelvan a matar», susurra Javier. Él nunca conoció a Piñuel ni a nadie de su familia ni a un guardia civil. Hasta hoy era un ciudadano anónimo comprometido con una causa personal.

En la madrugada del 14 de mayo de 2008, un comando de ETA repartido en dos vehículos recorrió esa carretera con una carga letal. En medio de la noche, dos terroristas aparcaron una furgoneta Citroën Berlingo en la entrada del puesto y, a la carrera, se subieron al segundo automóvil que les esperaba unos metros más adelante. No hubo aviso ni advertencia. Eran las tres menos diez de la mañana. 150 kilos de explosivo estallaron de repente y pulverizaron la base policial. Las 27 personas que se encontraban en su interior, entre ellas cinco niños, se despertaron cuando una lluvia de escombros cayó sobre ellos. El guardia civil Juan Manuel Piñuel, estaba en una de las garitas e intentó avisar a sus compañeros, falleció prácticamente en el acto alcanzado por la deflagración. Su mujer, María Victoria Campos, y su hijo, Juan Manuel, se encontraban entre los heridos y fueron rescatados horas más tarde por los bomberos.

Tres días después del atentado, cuando se pudo reabrir la carretera que circula al lado del puesto de la Guardia Civil, Javier Pernía, un ingeniero técnico que entonces tenía 46 años, pasó por delante de las ruinas. En esa época trabajaba en Otxandiano, un pueblo situado a escasos kilómetros de Legutiano, y veía todos los días el cuartel. «Aquel sitio era una parte de mi paisaje personal. Lo veía siempre al ir al trabajo y al volver... y de repente no estaba», recuerda Javier. Detuvo su coche en la cuneta y comenzó a caminar entre los restos. «La desolación era absoluta. Tuve una especie de conmoción. Esos días había visto en televisión las imágenes de los funerales de Piñuel en la catedral de Vitoria y las de todos los homenajes que se realizaron. Pero allí, en el lugar de los hechos, no había nadie. Pero tampoco un mísero recuerdo. Todo era inhumano. Al día siguiente compré unas flores y las dejé en una de las paredes». Así empezó todo. Javier, que no conocía a ningún guardia civil ni militaba en ninguna organización, decidió llevar a cabo su particular ofrenda anónima. Casi clandestina.

"Es un honor que personas así mantengan viva la memoria"

  • carta de su viuda

  • Quiero decir que me parece excepcional que una persona anónima y que no tiene nada que ver con el caso mantenga viva la memoria de una forma tan generosa y altruista, año tras año, desde hace nueve años. Que mantenga vivo un pequeño jardín de violetas para que el olvido no borre el recuerdo de lo allí acontecido y de la insustituible pérdida de un ser que no había causado mal a nadie Manolo, mi marido.

  • La memoria de tanto dolor ajeno, personas rotas por dentro y por fuera, llenas de un dolor imborrable, que perdurará en el tiempo durante todas sus vidas. Un dolor presente todos los días, con mayor o menor intensidad, pero presente. Un infierno inmerecido por no haber hecho otra cosa que ayudar a otros, exponiendo sus vidas. Salvaguardándonos y dándonos tranquilidad. Trabajando de forma anónima. Arriesgando y dándolo todo. Es un honor y un orgullo que existan personas como Javier que, a pesar de los años y sin pedir nada a cambio, se exponen en un lugar hostil para mantener viva la memoria.

  • Agradezco enormemente a Javier su gesto impagable, y me enorgullece inmensamente que existan personas como él. Limpias de corazón, sencillas y sin ningún tipo de pretensión. Sin lugar a dudas, todo un ejemplo a seguir. Y transmito también las gracias en nombre de todos los compañeros que sufrieron el atentado la fatídica madrugada del 14 de mayo de 2008. Un millón de gracias, Javier. De todo corazón. Y que Dios te bendiga y te guarde siempre.

Ramos pisoteados

Siguió poniendo sus ramos y un día, al pasar con el coche, comprobó que los habían quitado y los habían pisoteado. Volvió a colocarlos. Pero entendió que se enfrentaba a un problema mayor. «Había alguien que había matado a una persona y ahora no quería que se le recordase. Todo el odio del que yo ya era consciente de que existía estaba ante mí», recuerda Javier. Se hizo una promesa. «La foto de Juan Manuel Piñuel estará siempre en este lugar y alguien le recordará. Su muerte no caerá en el olvido», se dijo. Desde esa fecha, este ciudadano cántabro, educado en Vitoria desde los 12 años, casado y con un hijo, solo ha perdonado las semanas de vacaciones. El resto del año ha acudido puntualmente a la antigua garita, una de las pocas construcciones que sobrevivió a la explosión, y se ha cerciorado de que allí permanecían la fotografía del guardia asesinado, una carta que escribió su viuda y que se publicó en la Prensa en los días posteriores al atentado y un pequeño texto que él mismo escribió. Ha ido con nieve, con lluvia. Y ha soportado algunos agravios. «A veces me han insultado los ciclistas que pasaban por la carretera o algunas personas que caminaban por el arcén. Pero también he coincidido con algunos guardias que me han agradecido el gesto. Una vez había un control de la Ertzaintza y les pedí permiso para pararme en la cuneta y poner las flores. No me pusieron ninguna pega», rememora.

Javier Pernía es consciente de que es complicado explicar de dónde nace la fuerza para mantener esa promesa durante nueve años. Para intentar describir esa extraña energía recurre a la infancia. «Uno de los momentos que recuerdo es una vez que tuve que acompañar a mi padre al Banco de España, en Vitoria. Él hizo unas gestiones y al salir les dijo a los dos guardias civiles que custodiaban la puerta: «Buenos días y buen servicio». Ellos le respondiron con un saludo y eso me supuso un shock. La Guardia Civil, según se comentaba en la calle, en las pintadas, era el enemigo, eran unos malvados, pero a mi padre le saludaron con amabilidad», afirma cuatro décadas después. Unos días más tarde Javier regresaba a casa a la salida del colegio. Estudiaba en los Corazonistas y se dirigía al centro de Vitoria por la actual zona de las Universidades, donde en aquellos años se encontraban los cuarteles de la Policía Armada. La imagen habitual era la de tanquetas aparcadas en la puerta y uniformados con ametralladoras. «Hice lo que había visto hacer a mi padre. Les saludé y ellos me respondieron con toda normalidad. ¿Esos eran los monstruos que se decía en la calle? Eran personas, como yo».

«¿De dónde venía ese odio?»

Pero el gran terremoto moral le alcanzó a Javier el 5 de octubre de 1980. Ese día, un comando de ETA asesinó a tres guardias civiles en la localidad alavesa de Salvatierra. Los agentes habían acudido al pueblo a ayudar en la regulación de una carrera ciclista infantil organizada con motivo de las fiestas locales. «Los tirotearon y luego les remataron en el suelo. Delante de todo el mundo. ¡Y los festejos no se paralizaron! La gente seguía de juerga en el pueblo, como si no hubiera pasado nada. ¿De dónde venía ese odio, ese desprecio a unos seres humanos?».

En la película 'Apocalypse Now', el protagonista, antes de iniciar su viaje al horror, afirma: «Quería una misión y por mis pecados me la dieron». A Javier le sucedió algo parecido. La inocencia de su infancia reapareció entre las ruinas del cuartel para otorgarle una misión. «Cuando comprobé que había personas que quitaban la foto de Piñuel o rompían las flores, me dije: 'Le habéis matado y ahora queréis que desaparezca su memoria'. Es como si quisieran asesinarle dos veces y yo no permitiré que vuelvan a matarlo. Su imagen y su recuerdo permanecerán».

Mensaje al hijo

Un miembro de ETA fue condenado en 2010 como autor del atetando. La sentencia está repleta de términos como 'trastorno de estrés postraumático', 'insomnio', 'miedos', 'cuadros de ansiedad', 'depresión'... Son los síntomas de muchos de los guardias que sobrevivieron a la brutal explosión. Las expresiones se repiten en el caso de María Victoria Campos, la viuda de Juan Manuel Piñuel, y también en el de su hijo.

Ella y Javier Pernía no se conocen. Únicamente, la viuda, en las escasas veces que ha pasado por el cuartel, ha dejado entre las flores algunas notas de agradecimiento dirigidas a quien mantiene vivo el recuerdo de su marido. Javier las guarda en su casa. Ese es todo el contacto que han tenido en estos nueve años. «La verdad es que no sabría qué decirle si algún día la veo. Me daría un corte de la pera·, se plantea a veces Javier. «Con el que sí me gustaría hablar es con el hijo. Calculo que ahora tendrá catorce años y sé que esa es una edad difícil. Y quisiera decirle que su padre era una gran persona. Que no ha muerto en vano. Que a mí me ha hecho una mejor persona. Que no se le olvidará jamás».

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