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La utilidad de cuestionarse lo útil

La utilidad de cuestionarse lo útil

El saber humanístico, la creación y la cultura se enfrentan a la degradación por una sociedad que sólo admite como válido aquello que aporta una rentabilidad inmediata

Marta San Miguel

Jueves, 10 de marzo 2016, 21:38

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Lo bueno de la cultura está en que no sirve para nada, es decir, no sirve como puede hacerlo un martillo, un tornillo, o el chasis de los coches fabricados en serie. Eso sí que es útil pero, ¿un relato, una acuarela o escuchar una sinfonía? La mirada del presente tiende a fijarse únicamente en lo pragmático, lo útil y en lo susceptible de ser rentable de forma inmediata; así que desde esta miopía funcional los saberes humanísticos, la creación y la cultura carecen de un fin práctico y, por tanto, son inútiles. Incuestionable. Sin embargo, la deriva semántica que a lo largo de la historia ha experimentado la palabra utilidad invita a pensar que el ser humanono es muy hábil a la hora de buscar su bienestar más íntimo pero sí el material: si en estos siglos atrás ha alcanzado los más y mejores avances tecnológicos, también ha generado un consumismo voraz para satisfacer las necesidades (reales y ficticias) de las que depende.

Habrá muchos lectores de este artículo que en las próximas líneas se sacudan el categórico adjetivo de idiotez, pero otros muchos, si algo los empuja a seguir al punto final del texto, sabrán sin embargo a qué me refiero. El rasero por el que la sociedad toma sus decisiones de una forma consciente o inconsciente es simple y llanamente en función del ¿y para qué sirve eso? Malo si nuestros antepasados se hubieran hecho esta pregunta al encontrar la luz que los sacó de la cueva, o si el bueno de Galileo se hubiera preguntado para qué valía indagar, estudiar, interesarse e investigar y terminar diciendo esa osadía de que la Tierra era redonda que casi le cuesta la vida. ¿Se imaginan que en vez de preguntarse qué gira alrededor de qué se hubiera cuestionado la utilidad de dicho saber?

Desde Petrarca, Aristóteles o Platón, desde los escritores «utópicos» del Renacimiento o los intelectuales del XVIII; todos llevan siglos advirtiendo en sus escritos de la brutalidad que envuelve al hombre cuando éste se niega la libertad de conocer, de interesarse por las cosas por el mero hecho de satisfacer ese apetito de conocimiento, sin necesidad de buscar en ello un fin inmediato, una aplicación rentable o un bien material.

Recorrer estos avisos literarios es lo que hace el filósofo y profesor Nuccio Ordine en su ensayo La utilidad de lo inútil (Editorial Acantilado), que repasa la historia de la humanidad a través, claro, de esos inútiles (en cuanto a la definición pragmática que ahora se le da a quienes se pasan la vida pensando y escribiendo sobre ello) que durante milenios han alertado del riesgo de convertir al hombre «en un prisionero de la necesidad».

El peso de lo necesario

Su libro, un pequeño volumen de apenas 170 páginas, se ha convertido en un éxito de ventas y, para ser ensayo, ha alcanzado en apenas unos meses su quinta edición en España. El manifiesto esconde reflexiones de todos los tiempos; grandes clásicos que no se atienen a razones sino más bien a obviedades para lanzar un mensaje de deflagración en la mentalidad actual. «El hombre moderno, que ya no tiene tiempo para detenerse en las cosas inútiles, está condenado a convertirse en una máquina sin alma. Prisionero de la necesidad, ya no está en condiciones de entender que lo útil puede transformarse en un peso inútil, agobiante», dice Nuccio Ordine citando a Ionesco.

¿Es útil el arte en sí mismo? ¿Y la música? ¿Es útil escribir? Las preguntas hacen eco en una actualidad que relega el progreso personal a la categoría de «pérdida de tiempo». «Quizá nunca los hombres han sido a la vez tan instruidos y no obstante tan ignorantes, tan preocupados por los fines sin tener un objetivo claro, tan desilusionados y totalmente víctimas de la ilusión», dice el escritor Juan Goytisolo en su ensayo Apología del saber no rentable.

¿Por qué habría de ser útil la cultura? En su inutilidad radica precisamente su fuerza, la libertad de conciencia con que se asoma el pensamiento a cualquier horizonte. Sin embargo, el pragmatismoes el truco perverso al que se enfrenta el ser humano en su progreso, como se aprecia en los textos de autores como Aristóteles («Los hombres que filosofaron para huir de la ignorancia es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad») o el propio Boccacio y sus Fábulas de los poetas de lo que decía que «con independencia de la cantidad de pan que permiten procurarse, sus fábulas son necesarias para entender las cosas esenciales que nos hacen falta. Y sobre todo, nos enseñan a defendernos de la obsesión por las ganancias(...)».

Siglos y avances postmodernos después, el progreso sigue dejando caer lo más íntimo del ser humano en lo hondo y profundo de un pozo; en él, la trampa del pragmatismo que envuelve la rutinanos permite ver el cielo pero sin escapatoria posible. La utilidad práctica lo ha contagiado todo: el motor con que se estudia hace tiempo que dejó de ser el de aprender sino que es, más bien, el de aprobar un examen y obtener un título de licenciado que dé acceso al mercado laboral. Lo mismo ocurre en dicho mercado, donde uno se afana por producir no por el placer que hay en la realización sino en la necesidad de fabricar tenedores, ruedas o camisas para que el usuario los compre, la empresa genere beneficios con su venta y el trabajador, por tanto, un salario con total dignidad. «Para el ser humano actual es cada vez más complicado sentir interés por cualquier cosa que no implique un uso práctico e inmediato para fines técnicos», decía el filósofo Heidegger, quien defendía que «uno debe ver lo útil en el sentido de lo curativo, esto es lo que lleva al ser humano a sí mismo».

El argumento de Heidegger sólo sirve para los convencidos, como los votantes en un símil político. Por eso en su ensayo, Nuccio Ordine parece abrirse a ese grupo de indecisos que, hartos de una suerte de telúrica dictadura de la practicidad, se cuestionan si esto es todo, si sólo se trata de producir y trabajar. ¿Qué hay detrás? La respuesta puede partir de una pregunta, la que con frecuencia se les hace a los escritores: ¿Por qué escribe?, sin embargo, ese misterio que rodea la creación no invita a hacerle la misma interpelación a un mecánico, un ingeniero oun médico. Más allá de la vocación, en este caso la pregunta estaría encabeza más bien con un ¿para qué...?; sencillamente para que funcionen los coches, las máquinas y los cuerpos humanos. Todo incuestionablemente necesario, claro; sin embargo, en el cambio de esas preposiciones está el misterio de la utilidad de lo inútil, la libertad demoverse fuera del surco de la rutina.

La otra rentabilidad

En tiempos de escasez, la cultura se eleva por encima de cualquier otra asignatura del curso político y social como la más prescindible de todas. Todo tiene un precio, y ahora que el dinero es limitado, y se mira con lupa de diamantista el uso que de él se hace: ahora invertir en cultura se percibe como algo reprobable, y en vez de inversión se habla de gasto. Antes coches, pan y hospitales, antes vida, pero el error de partida está en si por rentable se entiende sólo cualquier retorno económico.

El gran matiz está en confundir valor con precio, una trampa que sólo nos hace seguir cavando más adentro del pozo. Ya advirtió de ello el propio Victor Hugo en su defensa de la educación en la Asamblea Constituyente francesa en 1848: «Las reducciones propuestas en el presupuesto de las ciencias, las letras y las artes son doblemente perversas. Son insignificantes desde el punto de vista financiero y nocivas desde todos los demás puntos de vista».

Y añade el autor de Los Miserables: «¿Qué momento se elige para poner en cuestión todas estas instituciones a la vez? El momento es que son más necesarias que nunca, el momento en que en vez de reducirlas habría que extenderlas y ampliarlas». Su intervención, que fustigó entonces a una «clase política obtusa y miope que creían ahorrar dinero», culminaba con una advertencia contra el mandamientomaterial: «No basta con proveer a la iluminación de las ciudades pues también puede hacerse de noche en el mundo moral. Si sólo se piensa en la vida material ¿quién proveerá a encender antorchas para las mentes?». Casi dos siglos después resulta cruel leerlo. Todo sigue igual, y la radical actualidad de sus advertencias choca, por ejemplo, con la manifestación convocada esta semana por la Plataforma en Defensa de la Cultura en Madrid donde, frente al Palacio de la Música, protestaron por el cierre de cines y su reconversión en centros comerciales.

Raro hubiera sido que esos espacios se convirtieran en un ágora, ¿qué rentabilidad tiene para la sociedad la conversación o el conocimiento, la libertad para moverse sin ese peso de conferirle el beneficio del provecho a todo lo que la rodea? Aquí sale a plomo la curiosidad como un arma infalible para destronar a la practicidad de su autarquía. La cualidad humana más valiosa y, sin embargo, más menospreciada es el deseo de saber por el placer del conocimiento, el deseo de buscar la belleza y también de crearla. Y hacerlo, además, por que sí. Para aquellos lectores que hayan llegado a este punto final que al principio de este artículo citaba, sólo cabe la estéril pregunta: ¿Y esto para qué ha servido? Júzguelo usted mismo.

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