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Un soplo de vida

Guillermo Balbona

Lunes, 16 de enero 2017, 11:14

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Del mismo modo que las palabras tienen su música, su coreografía, su latido particular, en las entrañas de las imágenes de este soplo de vida caben una partitura de empatía y un arrebato melancólico que impregna de encanto la pantalla. Las suyas son las notas al margen de un musical revolucionario por clásico, asombrosamente tradicional por moderno.

La La Land es un valiente bocado de realidad envuelto en ensoñación pasajera y, a su vez, un rapto de fantasía que nunca oculta ni la desgarradura ni las sombras.

Más allá del encasillamiento de género, este no musical, que lo es, entrelaza la cara A y la cara B de la vida hasta que ambas caminan paralelas, solapadas, entrelazadas, fundidas como vías de un trayecto que tiene como estación uno de los diez mejores finales de la historia del cine. En el fondo no hay secreto. El joven Damien Chazelle destina su oficio y su talento inmenso al noble arte de contar una historia, y hacerlo bien. Y eso es tan clásico como moderno. Lo demás son experimentos de wikipedia digital que están convirtiendo el lenguaje del cine en un vertedero de artificios sin alma.

La reivindicación de libertad, pasión y deseo que destila La La Land está hecha de espíritu libertario y genio pero también de academicismo y de una serena evocación de esos hechizos que alimentan las vidas y que asoman tan repentinamente como se desvanecen con celeridad. En el corazón de estas criaturas que habitan en la ficción hay un continuo paso a dos entre la renuncia y la libertad, entre el fracaso y el éxito, entre la posibilidad de amar y el espejismo de soñar.

Chazelle ya había dejado un rastro prometedor con su ópera prima, Whiplash, ese duelo de bateristas, de percusión física, de pulso sonoro con un contundente intercambio de golpes de vida, pero su combate un tanto efectista restaba verdad dramática al filme. Aquí, por contra, el juego de representación y realidad, voluntad y deseo, ensoñación y albedrío, gesto y convención es una continua vuelta de tuerca a una narración encendida, canto y baile, y sostenida en una precisa banda sonora. El cineasta, con la complicidad de dos actores que sacrifican cualquier espontáneo desfile de ego al encantamiento colectivo Ryan Gosling, seductor en cada gesto y una inmensa Emma Stone, en modo Audrey Hepburn cruza con delicada sutileza las fronteras entre la realidad y la representación en un arriesgado escorzo sobre la ilusión y su precio.

El homenaje a la ciudad de Los Ángeles, la nostalgia por un Hollywood desaparecido confluyen en la historia de una pareja, él pianista, ella actriz, que buscan su momento emergente mientras comparten sueños y certezas.

Desde su súbito y desbordante arranque, la conversión de un atasco en una coreografía luminosa y contagiosa que alumbra el otro lado de la vida, hasta el maravilloso y delicioso homenaje a Rebelde sin causa, pasando por esa locura rodada en travelling desde el interior de una piscina, La La Land traza un pentagrama de celebración y olvido, de evocación y desamor.

Chazelle, cuyo verdadero número musical radica en darle forma a los sentimientos, rompe a su antojo los muros de lo real, las duras fachadas de la desilusión, e invita a bailar sobre esa cuerda floja y tensa que tendemos entre nosotros y el mundo.

Emoción y belleza para contar una hermosa historia de amor y veneno. Una obra lúcida, deslumbrante en ocasiones, elegante, melancólica, vitalista y profundamente amarga. Déjense llevar. Sus pies se lo agradecerán, su capacidad para el asombro se habrá despertado y su mirada donde se citan cine y vida quedará renovada. Apenas dos pasitos y tendrán la sensación de haber dado la espalda fugazmente a la muerte. Antes de que se enciendan las luces y suene un móvil.

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