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En primer término, de izquierda a derecha, Pilar Puebla, Teresa Herrería y Elena García, y en la segunda fila, Angelina Salcines,Marga Herrería y María Ángeles Samperio posan delante del actual bar Muruzábal, donde estaba ubicada la centralita en la que trabajaron. Daniel Pedriza
Las 'chicas del cable' de Santoña

Las 'chicas del cable' de Santoña

Hace 50 años, Telefónica abrió una centralita en la villa para poner en contacto a sus abonados manualmente | Seis telefonistas que trabajaron allí cuentan cómo era el oficio

Ana Cobo

Santoña

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Sábado, 26 de mayo 2018, 07:55

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Hubo un tiempo en que la comunicación de Santoña estuvo en sus manos. Ellas eran las encargadas de manejar con asombrosa rapidez los cables de la centralita de Telefónica en el municipio para poner en contacto manualmente a los abonados que querían establecer llamadas. A finales de los años 60 y principios de los 70, Marga, Pilar, Mª Ángeles, Teresa, Elena y Angelina trabajaron como telefonistas. Un oficio que, en la era de los 'móviles inteligentes', ha recaído en el olvido, pero que en el pasado siglo fue vital para el desarrollo de las comunicaciones nacionales e internacionales. Los más jóvenes han sabido de la existencia de estas operadoras gracias a la serie 'Las chicas del cable' que emite Neftlix con las vivencias de un grupo de telefonistas en los años 20. Las que protagonizan este reportaje son las auténticas, la que trabajaron delante de un panel repleto de clavijas, luces y cables. Las que hacían lo posible y lo imposible para que el cliente hablará con el contacto que pedía. «Una buena telefonista tenía que conseguir la llamada por el método que fuera. Si una línea estaba ocupada había que probar por una vía u otra hasta contactar». Y es que, si en la línea que deseaban estaban ya hablando – entonces solo había una o dos líneas – las demoras podían ser de horas. «A Noja en verano te salía más a cuenta ir en coche, que llamar», cuentan.

En Santoña, Telefónica abrió la centralita – por medio de una subcontrata a una familia – el 26 de abril de 1968. En sus orígenes, estuvo en un edificio de la plaza de San Antonio y después se ubicó en lo que es actualmente el bar Muruzábal. Para la seis fue su primera incursión en el mundo laboral y la única alternativa para no acabar en la fábrica descabezando y haciendo anchoas. «Entramos con 17 y 18 años y trabajábamos por turnos. Fuimos unas quince chicas».

Recuerdan que entraron gracias a amistades y que no tuvieron que pasar pruebas concretas. «A mí si que me hicieron una prueba de voz y de posición para llegar con las manos a las clavijas del cuadro», rememora Elena. Entre risas, dicen, que «el encargado en lo que se fijaba realmente era en que tuviéramos buena planta. Era un mirón y le gustaba vernos el escote y las piernas». En el trabajo, no llevaban uniforme pero tenían prohibido ir en pantalones. Siempre con faldas.

Todas señalan de forma unánime que fue una labor «muy bonita», en el que había «mucho compañerismo». La unión de entonces sigue intacta medio siglo después. Son amigas, mantienen el contacto y recuerdan con nostalgia las experiencias que compartieron. Tienen claro que la época más estresante era con la costera del bocarte. «Poníamos en contacto a los fabricantes para que pudieran comprar y vender. Éramos vitales para la actividad de las cofradías de pesca. Y si llamaban a un fabricante de Santoña y no estaba en casa, le llamábamos a todos los bares para que fuera a la venta».

Para traer este oficio al presente, hay que recordar que hasta que las llamadas entre los teléfonos se hicieron de manera automática, estos se comunicaban mediante una centralita. Un abonado que quisiera llamar a otro, debía ponerse en contacto con su central. A ella llegaban los cables de los teléfonos y allí una operadora le preguntaba con qué número quería hablar y ponía en contacto a los dos interesados de manera manual. Metiendo los cables en diferentes clavijas. «En Santoña había casi 1000 abonados. Nos sabíamos todos los números de memoria porque además la gente te decía 'ponme con mi marido, ponme con la Guardia Civil o con tal fabricante». Podían se llamadas locales y conferencias nacional e internacionales. Atendían a los abonados de Santoña y de varios pueblos de alrededor que tenían que pasar por la centralita de villa para establecer las conferencias.

Es inevitable preguntarlas si escuchaban las conversaciones. «Aunque no quisieras te enterabas de la vida de todo el pueblo, pero la discreción era absoluta». Como crías que eran, «escuchábamos las conversaciones de las parejitas de novios y si había poco trabajo nos podíamos meter todas en la línea y enterarnos de lo que hablarán». Pero lo cierto es que apenas tenían tiempo. «Abarcábamos mucho trabajo. Yo he llegado a conectar 500 conferencias en un día», apunta Marga. Y, además, daban servicio a un locutorio que tenían en la misma centralita al que acudían a llamar los vecinos que no tenían teléfono. El sueldo que tenían empezaba por 2600 pesetas y ascendía hasta 4000.

La tarea se podía complicar y mucho cuando un abonado pedía llamar a algún pueblo lejano. «Teníamos un libro, el nomenclator, para ver las vías a seguir. Había que conectar con Santander o Bilbao y después pueblo por pueblo hasta llegar al destino final. Una hilera de conexiones en la que si fallaba algo, se rompía todo y vuelta a empezar desde el principio. Era complicado». Entre llamada y llamada reconoce que eran un poco «trastos» si no estaba el encargado. «Estaba prohibido comer, beber y fumar y hacíamos todo. Nos tapábamos entre nosotras. Comíamos bocadillos, ligábamos en internacional con los italianos y nos escapábamos por la ventana mientras otra compañera se quedaba al tanto de nuestro cuadro».

Si se casaban debían abandonar sus puestos de trabajo, como así le ocurrió a algunas. La mayoría estuvo trabajando dos o tres años en la centralita. Ésta se cerró definitivamente en 1974. Junto a ellas, también fueron telefonistas en Santoña Esperanza Villafafila, Pili y Amparo Legaz, Elena Diego, Matilde 'la del Zatón', Marga y Cristina Gorostiaga, María Cruz Herrería, Eva Cobo, Puerto Goniben, Laurita y Pilar Gorostiaga y destacan la labor del celador, Sito Cabieces.

Angelina Salcines

«Estaba prohibido ir en pantalones»

Como Angelina no quería estudiar, su madre le mandó a trabajar a la Telefónica. «Entré en mayo y estuve hasta septiembre». Después de aquello ya no quiso abrir más libros. «Al año siguiente para la costera me volvieron a llamar y ya me dejaron fija». Asegura que desde el primer momento le gustó el puesto y que el sueldo lo entregaba todo en casa. La centralita de Santoña tenía casi 1000 abonados. «Según se encendía la luz ya sabíamos quién llamaba y con quién iba a querer contactar». Recuerda que también atendían a los presos del penal del Dueso y a los militares del Patronato que «pedían conferencias para todos los puntos de España». Hasta casi el final, era obligatorio acudir a trabajar en faldas, prohibido pantalones. «El encargado era un mirón. Le gustaba vernos las piernas y el escote». Además, dice, «cuando te casabas había una ley por la que no podías seguir trabajando».

Angelina Salcines.
Angelina Salcines.

Teresa Herrería

«Seguimos todas muy unidas»

«Mi hermana Marga ya trabajaba en la centralita y habló de mí al encargado para cubrir los tres meses de verano», cuenta Teresa. Cuando respondían a las llamadas tenían que decir 'dígame' o ' Santoña'. «El primer día me sentaron y me dijeron coge las clavijas y engancha en las luces rojas. Yo contesté 'Santoña' y el encargado me dijo 'más alto' y volví a contestar 'Santoña por alto' pensando que era una clave», recuerda entre risas la anécdota. Reconoce que si querían, se enteraban de todo «aunque no se debía». «Cuando no había mucho trabajo, nos metíamos todas para escuchar cosas de novietes, éramos una crías». Aunque han pasado cincuenta años, «todas las compañeras nos tenemos presentes, nos vemos y recordamos cosas de entonces». Como aquellas noches que se escapaban por las ventanas de la centralita para ir a prepararse a casa para asistir a las fiestas que se hacían en el Liceo.

Teresa Herrería.
Teresa Herrería.

Mª Ángeles Samperio

«Enseñé a las que llegaban nuevas»

Lines es la más veterana de las telefonistas de este reportaje. Ella llegó a trabajar en la primera centralita ubicada en la plaza de San Antonio. Entre risas cuenta que en su juventud fue muy ligona y consiguió el empleo porque «me hice amiga del hijo del encargado». El primer día, «ni me enteré de nada», aunque enseguida lo aprendió y se convirtió en la 'maestra' de todas las chicas que fueron entrando después. «Todas me preguntaban, '¿Qué número tiene fulano o mengano?' porque yo ya me los sabía». Echando la vista atrás rememora que su madre con el primer sueldo le compró una sortija y reconoce que decía mentiras piadosas para conseguir que las telefonistas de la capital le dejarán la línea libre para que pudieran hablar sus abonados. «Fue una etapa preciosa. Mi familia era toda del mundo del mar y mis hermanos eran pescadores y yo parecía la distinguida, era la señorita de bien».

Mª Ángeles Samperio.
Mª Ángeles Samperio.

Marga Herrería

«Nuestra labor no se ha reconocido»

Marga tiene la 'espinita' de que la labor de las telefonistas en Santoña no ha sido reconocida. Fue ella la que, coincidiendo con el 50 aniversario de la inauguración de la centralita, el 26 abril de 1968, promovió contar sus historias en la radio. «Lo he hecho porque quiero que la gente recuerde que hace cincuenta años el móvil no existía y había unas chicas, nosotras, que para que hablarán teníamos que hacer virguerías». Echa de menos un reconocimiento por parte de los fabricantes porque «nuestro trabajo era vital para que pudieran vender y comprar pescado en las cofradías». «Dependían de que conectáramos la clavija. Cuando llamaban desde la Cofradía de Guetaria para hablar con Santoña preguntábamos cuántos había para hablar y les decíamos que no colgarán para no perder la línea y hablarán uno tras otro. Luego se enfadaban las de la centralita de Guetaria porque teníamos la línea ocupada un buen rato».

Marga Herrería.
Marga Herrería.

Pilar Puebla

«Era un trabajo muy bonito»

«Era un trabajo muy bonito, había compañerismo y nos llevábamos todas muy bien. Si pedías algún favor para cambiar un turno te lo hacían y luego tú se lo devolvías. Todas estábamos muy unidas», cuenta Pili Puebla. Ella entró a la centralita con 17 años, gracias a una amistad. «Era una labor sencilla». Cada una, explica, teníamos una posición en el cuadro de conexiones con todos los números. «Se encendía una luz que era el que llamaba y entonces metías la clavija, le contestabas y te indicaba el número con el que quería hablar. La pareja de esa clavija la metías en otro interruptor del cuadro para ponerles en contacto y hacer la conferencia». Cuando era directo, el proceso era sencillo pero si había que conectar con algún destino muy lejano tenían que ir contactando pueblo por pueblo hasta llegar al que querían. Y si algo fallaba, se rompía toda la conexión al completo y a empezar otra vez desde el principio.

Pilar Puebla.
Pilar Puebla.

Elena García

«Entré para verano y me quedé»

Elena tiene grabada la fecha en la memoria. Un 19 de junio de 1972 cuando iba con su capazo a la playa, Pili le comentó que en la centralita estaban buscando una chica para los tres meses de verano. «Me di media vuelta y marché directa a la centralita a hablar con el encargado». No se lo pensó dos veces porque sabía que «mi madre me quería mandar a descabezar a la fábrica». Le valió la pena no ir ese día a la playa, porque tras el verano se quedó cubriendo bajas hasta que le hicieron fija. Cuando cerró la centralita, trabajó dos años en la Telefónica de Madrid, «allí era distinto y nos dieron un curso para manejar los ordenadores», tras lo cual la trasladaron a Santander hasta que se ha jubilado. Recuerda que en Santoña le pusieron al lado de Teresa que le enseñó el manejo de las clavijas y reconoce que en la costera de bocarte «no podíamos ni respirar pero en los ratos de relax fuimos algo trastos».

Elena García.
Elena García.

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