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Eduardo Noriega se dirige al público durante el acto de descubrimiento de su 'estrella de la fama' en el barrio de Tetuán.
Ansia de perfección

Ansia de perfección

Hace tiempo que Eduardo Noriega construye desde la humildad, la coherencia y la discreción, un factor humano muy edificante en estos tiempos de exhibicionismo obsceno, una de esas trayectorias que transmite autenticidad.

Guillermo Balbona

Lunes, 9 de mayo 2016, 11:14

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Decía Laurence Olivier que «el actor debe ser capaz de crear un universo en la palma de su mano». Hace tiempo que Eduardo Noriega construye desde la humildad, la coherencia y la discreción, un factor humano muy edificante en estos tiempos de exhibicionismo obsceno, una de esas trayectorias que transmite autenticidad.

El actor santanderino que se asomó entre las Historias del Kronen e hizo una Tesis que resultó ser todo un ensayo, es quien nos abrió los ojos a una Gran Vía desnuda e insólita; nos recordó que Nadie conoce a nadie; nos reveló El espinazo del diablo; se presentó con Las manos vacías; se hizo visionario, guerrero y lobo; se marcó un Cha-cha-chá y bebió de La fuente amarilla; se reflejó en la Plata quemada y vivió El invierno de las anjanas; o se situó en El punto de mira de Hollywood. Ese es el mismo que hoy deja su huella en este barrio que lucha por su orgullo y por subrayar sus señas de identidad. La grandeza de Eduardo no radica en ese deseo de superar siempre esa perfecta imperfección de las interpretaciones, sino en su ansia de aprendizaje, en su sentido de la profesionalidad. Decía el actor recientemente que sigue viendo su carrera como algo incipiente. «Todavía creo que tengo un margen de mejora y lo veré así toda mi vida. Si tú crees que ya lo has dado todo, tendrás poco que aportar». Pues bien, esa filosofía emocional, vital y profesional es la que guía sus pasos desde que la Música y el Derecho dieran paso a la interpretación, desde que el teatro quedara inoculado en sus venas. A través de la prudencia y el criterio, mediante una sabia elección de los pasos a dar, Noriega ha mantenido ese necesario equilibrio para permanecer en el escaparate mediático, pisar fuerte sobre las alfombras rojas sin perder el sentido, y apostar por historias diferentes y cineastas jóvenes, por ese cine a veces mal llamado independiente pero sí renovador, y ser la cara de otra forma de contar el mundo. Quizás no somos conscientes de que este actor que agitó el cine español desde la ópera prima de Alejandro Amenábar, que fue incluido en todas las listas y nóminas de las revistas especializadas, también de la industria norteamericana, como uno de los rostros más prometedores, o que fuera elegido actor revelación del cine europeo desde las tribunas de los popes de Berlín o Cannes, ha trabajado ya en cerca de sesenta producciones. Polifacético, pero sin estridencias ni extravagancias, siempre practicando cierto funambulismo entre la comedia y el drama, se equivocan quienes piensan que Noriega es tan solo una mirada.

Su capacidad de trabajo y su querencia por el riesgo, por evitar los encasillamientos y lugares comunes nos garantizan que hay actor para rato. La empatía es algo connatural a este actor que siempre logra tender un puente con el espectador a través de la complicidad y el amor por su profesión.

Temí que en El último desafío Arnold Schwarzenegger le partiera la cara pero Noriega salió indemne .Y en Blackthorn nos demostró que en otro tiempo Eduardo podría haber sido el vaquero salvador de muchos westerns. En apenas un mes volveremos a verle en Nuestros Amantes, la comedia romántica de Miguel Ángel Lamata. Seguro que a Eduardo Noriega le esperan muchas otras estrellas pero ninguna tan cercana a su memoria y a su vida como esta de la calle de Tetuán.

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