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Los santanderinos pasean por el centro de Santander, arrasado tras el fuego.
El abrigo prestado

El abrigo prestado

¿Por qué el incendio de Santander no se cobró más víctimas mortales? Este relato de ficción toma prestados los datos históricos para narrar lo que sucedió el 15 de febrero de 1941, cuando fuego transformó la ciudad y también convirtió a los santanderinos en héroes

Marta San Miguel

Sábado, 5 de marzo 2016, 08:51

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Desde aquel día, los zapatos de los santanderinos siempre están sucios. El polvo se posa en las punteras y les confiere un aire de luto en blanco. Es lo que tienen las ruinas, que convierten la ciudad en un nicho de escombros. Los vecinos y comerciantes de Santander caminan serios, con ropa oscura. Él también va así vestido. Con la cabeza gacha, deambula despacio por La Ribera, en realidad por el hueco que ocupaba porque la calle como tal ya no existe: ahora es una línea imaginaria rodeada de cascotes. Mientras avanza, se pregunta qué es lo que origina una calle, si los edificios que la colindan o los pies que la pisan hasta hacer de ella un surco, un sendero. Se lo pregunta porque ahora la ciudad se enfrenta a eso, a inventar de nuevo su trazado. Toda ella es un solar donde las huellas insisten en limitar el vacío que ha dejado el fuego; en los huecos donde antes había edificios, viviendas, comercios o portales, ahora solo hay piedras. Y polvo. El humo hace tiempo que desapareció, pero ni el viento ni la lluvia han conseguido limpiar el olor a quemado que desprende Santander.

Fue el pasado domingo y hoy, ocho días después de que la ciudad ardiera en pompa, cada vez más vecinos se atreven a salir y asomarse a la desolación que ha provocado el fuego. Él prefiere no mirar hacia arriba. Le inquieta el vacío que va a encontrarse. La luz ahora entra demasiado fuerte desde la Bahía, y el sonido de los barcos le recuerda el lugar donde se abría hacia el mar la ventana de su dormitorio. Era un tercer piso. Sus vecinos, una familia de toneleros, huyeron con lo puesto y según ha sabido su intención era llegar a Palencia con unos primos de la mujer. Él ha decidido quedarse. Buscar trabajo. Es bueno con las manos. Es fuerte. Quizá en el puerto pueda ser de ayuda para descargar, ¿pero qué barco vendrá a Santander si su futuro se ha quemado? Probará suerte en la Delegación para la reconstrucción, quizá necesiten un obrero más para limpiar las ruinas del incendio que tras la maldita noche del 15 de febrero ha reducido su ciudad a escombros. Aún hay llamas que amenazan con encenderse en algunos edificios y nadie se siente del todo a salvo cuando cae la noche. De hecho, él siente miedo al cerrar los ojos y, de alguna manera, el temor le acompañará siempre: no debió quedarse dormido con semejante vendaval.

Aquella tarde el viento soplaba extraño. Su repentino viraje al sur fue una señal, y cuando se desprendió la cornisa de un edificio de enfrente debió de ponerse alerta, vestirse al menos. Lamenta no haber sido previsor pero el cansancio le pudo. Había trabajado durante todo el día en la estación de trenes descargando sacos de trigo y metiéndolos después, uno a uno, en las furgonetas de reparto que salían hacia la provincia. Agotado, se dirigía de vuelta a casa cuando el aire se volvió insolente, y a pesar de los golpes como puños que el viento daba en los cristales, a pesar de las ramas que caían como cuchillas, subió las escaleras de su casa y se tumbó a descansar. Cerró los ojos fuerte. No quiso ver cómo el mar rebasaba con saña la calle, no quiso asomarse a mirar cómo las barcas fondeadas se estrellaban contra el muelle de Calderón. Oyó a sus vecinos bajar al entresuelo, oyó algún rezo, mujeres que llamaban a un dios para que les protegiera. «Es un huracán», dijo alguien que venía de la calle. Por el hueco de la escalera subía el rumor de quienes habían conseguido llegar a casa y ponerse a salvo. «El viento ha tumbado el tendido eléctrico y los cables están descolgados»; «sueltan chispazos y descargas, parecen serpientes», decían los que venían de fuera.

Sus testimonios se mezclaban como salmos entre los golpes de un martillo. Alguien clavaba tablones en los vanos de las ventanas a la luz de las velas porque el edificio estaba en tinieblas, como la calle, como la ciudad. «El tranvía no funciona desde las seis, está parado en Atarazanas», comentaba alguien. «Yo no pude ver acabar la película, nos han echado del Teatro Pereda», decía otro, mientras el martillo aumentaba sus golpes. A pesar de lo que escuchaba, él seguía empeñado en conciliar el sueño. «Y qué me va a pasar», se decía. «Estoy en un tercero, aquí el agua no llega», recuerda que pensó. Y de ese modo conciliador se dejó ir, cayendo poco a poco en un profundo sueño mientras se mezclaban en su inconsciente las alarmas, las voces cada vez más asustadas de los vecinos, el martillo, el incesante martillo que protegía por dentro el edificio ante un eventual golpe de viento pero, ¿qué lo iba a proteger de la amenaza por fuera?

Cada día que pasa lamenta haber cerrado los ojos aquella noche. Si hubiera estado despierto podría haber tenido tiempo de coger en su huida la caja de latón donde guardaba los ahorros, pero sobrevivir fue una decisión que tomó demasiado rápido. «Eso no se piensa», se decía a sí mismo cuando la culpa y la frustración le aquejaban el ánimo, porque justo en el momento en que atravesaba el portal humeante, el techo de su cuarto caía carbonizado donde él dormía hacía apenas unos minutos.

La huida

Ahora vive. Pero no tiene nada. Y tiene que volver a empezar. Como Santander, como sus vecinos, como todos los que han sobrevivido a un incendio que comenzó muy cerca de su casa. «Ha sido en el número 20 de la calle Cádiz, ¡una brasa!», gritaba alguien. Pero él no lo creía; semejante incendio no podía proceder de un mísero brasero, se decía mientras huía rodeado cada vez de más gente.

Avanzaban apiñados hacia Rúa Menor. Los pasadizos les protegían del viento mientras una lluvia de esquirlas rojas les pellizcaba la cara. «Aquí estaremos a salvo», le dijo a una joven en camisón, sola y asustada, que se unió a la siniestra comitiva de exiliados nocturnos. Sin embargo poco les duró ese refugio improvisado. En cuestión de segundos, arrodillados frente a un paredón en la zona más alta de la Rúa, vieron arder el Palacio Episcopal. La torre de la Catedral temblaba, abrazada por las llamas. Algunos a su lado se santiguaban. Muchos tosían y todos tenían los ojos empapados. Cómo adivinar si aquella humedad eran lágrimas o la defensa natural contra el humo que les rodeaba. Se miraban sin verse. Eran sombras, hasta que un repentino estruendo les hizo gritar. Ya nadie se esforzaba en disimular el terror mientras las campanas de la catedral se fundían tras haberse estrellado contra el suelo. Esa noche no dieron las doce. Para ese momento, el fuego se había convertido en un sádico gigante que agitaba los brazos y aplastaba los edificios mientras el viento lo azuzaba sin piedad.

«Esto es el infierno», dijo una mujer. «No, es peor», contestó él, que no dejaba de temblar envuelto en una nube de ceniza.

Alguien le dio entonces un abrigo. Apenas tenía ropa encima. Solo tuvo tiempo de calzarse las botas y salir corriendo con el pantalón de lana que usaba para dormir. Mientras huía, en la cercanía con los extraños hallaba cierto consuelo. Todos habían perdido algo, pero aún no sabían cuánto. Ni el qué. La envergadura de su pérdida no se medía en pesetas sino en recuerdos. Su hogar era un cuartucho, pero al menos era caliente. Piensa en el carbón debajo de la cocina, y justo al lado, en la balda de madera, los huevos que le habían traído del campo. No recordaba la última vez que había comido un huevo.

La penuria de aquel tiempo se enfrentaba ahora a otra prueba, la crueldad de destruir lo que empezaba a levantarse. Y así, apaleados por el vendaval, avanzaban hacia la calle Alta como una manada jadeante y exhausta. En su marcha veían pasar bomberos y soldados que les gritaban que avanzaran, mientras de los portales salían niños y mujeres con algún bebé en brazos. «¡Corred! ¡Corred contra el viento!», les gritaban. Pero ellos no escuchaban: si el humo les estaba dejando ciegos, el rugido del viento los dejaba sordos. Sobrecogidos y aterrados, apenas eran capaces de escucharse unos a otros entre el enorme estruendo que crecía y se elevaba por encima de los gritos: los primeros edificios empezaban a caer mientras el vendaval gritaba desquiciado.

No se tenía por un hombre cobarde, pero en calzones, con las manos arrugadas y los ojos abrasados, sólo podía caminar, tirar de la gente que se iba encontrando a su paso y obedecer las órdenes de los soldados del Régimen. Recogía del suelo a hombres y mujeres que, ahogados por el humo, no podían respirar. Tiraba de ellos, apoyaba contra los muros caras grises de hollín, mientras cada vez más manos que temblaban de miedo se agarraban a la solapa de su abrigo prestado.

Poco duró esa sensación de estar avanzando para ponerse a salvo porque desde el Alta descubrieron el devastador espectáculo que el vendaval estaba provocando en la Alameda de Oviedo. Sus árboles centenarios estaban tirados como escobas. Las aceras no existían, los escaparates habían reventado y las sillas de los bares salían despedidas contra la gente que trataba de huir arrastrándose por el suelo.

La lucha

Ahora sabía que aquel viento no había sido una surada más. Las rachas llegaron a alcanzar los 200 kilómetros por hora, según le contaron más tarde los bomberos. Así que ahora, ocho días después de la catástrofe, admira a los que se cruzan con él por la calle mientras se acerca a la altura de donde antes del fuego estaba la Plaza del Príncipe. Todos ellos han sido víctimas pero ahora les ve como algo más, como supervivientes; héroes que caminan erguidos entre las llagas de piedra y metal en que se han convertido las quemaduras de Santander.

En el valor de la gente que ahora le rodea reconoce también su propio valor, un recuerdo antiguo de la decisión que tomó esa madrugada del 15 de febrero. Porque a pesar de que su cuerpo lo único que le pedía entonces era huir del fuego y encontrar consuelo en algún a salvo, sus piernas le hicieron parar. Algo le estaba frenando. A él, y otros hombres y mujeres que después de acomodar a los suyos se daban la vuelta y desaparecían dirigiéndose de nuevo hacia el incendio. Era el momento de luchar. Y mientras del cielo seguían cayendo tejas, cornisas y tejados, volvió sobre sus pasos hacia el fuego que se alzaba imponente ante él.

Para entonces el viento era un soplete en manos de un sádico que dirigía el fuego y lo hacía avanzar imparable de edificio en edificio: en cuestión de segundos devoraba las vigas de madera, primero por el tejado, luego hacia dentro, como un gusano voraz. «¡Ayúdame, mi madre sigue arriba!», le dijo un joven que encontró con dos criaturas en brazos. Pero arriba era un lugar que carecía de espacio, arriba era una fachada sin azotea. Soldados, bomberos y cada vez más gente como él, ciudadanos anónimos que entraban y salían de edificios ahogados por el humo, fueron formando una red de salvamento. Alguien le prestó unas gafas de motorista para protegerse los ojos, pero apenas unos minutos después un bombero se las arrancó de un manotazo: «¡No podrás ver nada, no sirven!», y acto seguido le cubrió la cara con un pañuelo húmedo. Aún hoy notaba las mejillas doloridas, las cejas chamuscadas y sin pestañas, como muchos de los ojos que esas horas le imploraron ayuda, gentes que tiraban de su abrigo, ese abrigo prestado que pronto sirvió para vestir a otro desarrapado, medio ciego, que encontró cuando se acercaba hacia la calle San Francisco y que rescató de una muerte segura.

El hombre sangraba por una pierna, así que cargó con él durante más de media hora hasta que encontró una cuadrilla que se dirigía hacia los Jesuitas. En cuanto pudo le dejó en manos de un soldado, acurrucado en el abrigo, a salvo. Habría más como él. Tenía que seguir, así que regresó al flanco del incendio que enfilaba por la Calle de las Escuelas. Llegó a tiempo para ver cómo a lo lejos se desplomaban en cadena edificios y comercios de la Plaza Vieja. En ese momento, en Santa Clara, una fuerte explosión se impuso sobre el ruido del incendio. El suelo de la calle, por la que huían despavoridos desde San José, había temblado. «Dinamita, están volando Tantín y la calle Sevilla», decían algunos que venían de esa zona. La madrugada se arrugaba bajo las llamas, y mientras el viento actuaba como un pirómano histérico, los artificieros empezaron a demoler edificios. Estallaron puntos estratégicos para frenar el contagio de las llamas. Ahora, cadavez que enciende una luz, recuerda las bombas, su estallido en cadena, el temblor del suelo que le acompañaba. Era el relámpago y tras él, el trueno. La dinamita consiguió salvar la Electra de Viesgo al evitar que el fuego la alcanzara al volar los edificios que frenaron el contagio de las llamas.

«Necesitamos ayuda. Necesitamos más manos», decían los bomberos exhaustos cuando comenzó a amanecer. El agua de las mangueras apenas llegaba a rozar el fuego y se evaporaba desquiciado entre el vendaval, que propagaba las llamas por las Escuelas y la calle Carvajal, tras haber fulminado La Blanca. Rúa Mayor y Rúa Menor habían caído. De Somorrostro no quedaba nada. Y Atarazanas, ese paseo por el que ahora caminaba, será una cicatriz abierta. Las huellas medievales de la ciudad habían desaparecido bajo el fuego, que funcionaba sobre ellas como una marea en la orilla del mar.

¿Qué queda después en una ciudad que ha perdido sus orígenes?, se pregunta mientras arrastra los pies sobre la zona devastada, ¿qué se levantará sobre estos solares? Pero no encuentra ninguna respuesta, así que sigue caminando junto a sus vecinos, entre el olor a metal fundido, el ruido del escombrado, el reflejo de lo que hubo y que ahora solo es polvo. Caminar de esa manera por la ciudad le parece una forma de resistencia y se acuerda entonces de aquel soldado: «¡Proteged los edificios con agua! ¡Resistid, aguantad!», gritaba una y otra vez a degüello contra las llamas. No supo nunca su nombre, pero se quedó muy cerca de él, de su empeño y de la cuadrilla improvisada que surgió a su alrededor. Con él llegó a la zona de Calderón de la Barca, donde las primeras luces del domingo 16 de febrero revelaron la magnitud del incendio. No se paró ni un momento a mirar hacia su calle, su edificio que ya no estaba, su caja de latón. Dónde estarían sus vecinos, la poca familia que le quedaba, la anciana del entresuelo que apenas podía caminar, ¿cuántos santanderinos habían muerto?

El estómago se le llenaba de algo viscoso cuando se hacía esa pregunta porque veía el cielo rojo. Veía sangre. ¿Qué podía hacer él si no era más que un hombre que no sabía leer, que se ganaba la vida cargando fardos, sacos o limpiando vaquerías? Su trabajo tras la guerra había sido siempre sobrevivir. Pero ahora su tarea era otra. Debía seguir ayudando, sosteniendo las bombas con las que extraían agua, participando en las cadenas de calderos.

No recuerda si comió, si paró en algún momento de arrastrar muebles, colchones, de empujar las vigas a punto de desmoronarse. Esta labor sería vital para evitar accidentes como el del bombero que acabó herido de muerte al caerle encima una fachada. Era Julián Sánchez, del Cuerpo de Madrid, y según se enteró más tarde, llevaba ingresado toda la semana en Valdecilla de donde nunca saldría. Aquel bombero fue uno de los 211 que acudieron al rescate de Santander. Llegaron desde Valladolid, Bilbao, San Sebastián, Palencia, Burgos, Gijón, Avilés y Torrelavega. Los últimos en hacerlo fueron los mejor equipados, los de la capital de España. Llegaron el lunes por la mañana y aún recuerda la reacción de la gente al ver aparecer los camiones.

La ciudad para entonces ya contabilizaba cien heridos y más de mil casos de conjuntivitis provocados por el humo y las cenizas. Al verlos, a punto estuvo de romper a llorar. ¿Rabia o alivio? No lo sabía. ¿Por qué esas mangueras comenzaron a expulsar agua tan tarde?, se preguntaban todos, sin saber que aquel día todas las combinaciones del azar habían resultado fatales: el viento sur, que funcionó como un soplete sobre los edificios, previamente había tirado los postes de telégrafos y teléfono y había dejado la ciudad incomunicada durante demasiado tiempo. Para cuando la decisión del gobernador civil de enviar emisarios en moto a las provincias limítrofes llegó a su destino, y el mensaje de la radio del Turia fue recibido por otro barco, Santander había volado, sitiada por las llamas. Convertida en humo, sus cenizas se esparcían por el mar como en un siniestro sepelio. Después de 43 horas de lucha contra el fuego, el incendio se dio por controlado.

La salvación

Una semana después del incendio la ciudad es un paisaje mordido por la naturaleza, masticado y escupido. La batalla ha dejado esqueletos de piedra, tuberías fundidas, fachadas sin pisos dentro. Nadie se siente del todo a salvo, y aunque aún hay rescoldos que vuelven encender alguna llama, cada vez más santanderinos se atreven a salir de sus refugios y asomarse a la desolación. Sobre todo los vecinos, que cuando les dan permiso tratan de desenterrar un pedazo de si mismos bajo las piedras. Ver la realidad es el primer paso para asumirla. Él también lo hace y recorre esa parte herida de la ciudad. Está vacía, pero a medida que avanza su memoria levanta recuerdos. No hay edificios, solo piedras, pero esta ciudad le pertenece ahora de otra manera, es más suya que antes. Así que a punto de llegar al edificio de Aduanas, cuya piedra le ha protegido, se asoma a la calle intacta de Hernán Cortés y piensa: «Qué poco faltó para que también desaparecieras entre las llamas».

En el Paseo Pereda algunos árboles vuelven a estar pinados, y aunque hace frío en la Pensión Angelita donde le han realojado y que las autoridades han prohibido encender fuego en las cocinas, la ciudad quiere volver a lucir bajo el sol que se cuela entre las nubes. Dicen que vendrá el Caudillo. Dicen también que las familias vivirán en casas nuevas que van a construir y que el comercio abrirá pronto en unos barracones. Son planes, proyectos que empujan a caminar y a no dejarse vencer por la fuerza de la devastación. Y así lo hace él. Avanza y camina hacia la oficina de la consignataria donde alguien le ha dicho que buscan operarios.

Cuando llega se cruza en la puerta con un hombre que le resulta vagamente familiar. Ve sus ojos, sus pestañas cortas, las cejas medio quemadas, y cuando le va a ceder el paso no tarda en descubrir la espalda donde ahora descansa su abrigo prestado. El hombre ambién le reconoce y no puede evitar una mueca de asombro. Y con un gesto solemne, se lleva al pecho el periódico que lleva en las manos y dice golpeando el papel contra las solapas: «Ojalá algún día la prensa cuente tu historia, la historia de los héroes que salvasteis Santander».

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