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El doctor Jordi Montero, neurólogo impulsor del grupo de estudio de Dolor Neuropático de la Sociedad Española de Neurología, durante la entrevista en Madrid.
«Hay dolores que se transmiten a través de la observación»

«Hay dolores que se transmiten a través de la observación»

No todos los dolores que padecemos tienen una evidencia de daño. Los hay que beben de nuestro aprendizaje, nuestra memoria. El problema es que afectan a millones de personas y no tienen un tratamiento. ¿Qué hace la ciencia por ellos?

pilar manzanares

Miércoles, 22 de febrero 2017, 09:00

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Hay dolores que nos advierten de un peligro, y entonces se muestran como una llave que abre la puerta hacia la curación. Otros son dolores crónicos, y los sufren más de 6 millones de españoles. Los más comunes son el dolor de espalda, el articular, los de cabeza y los de hombro. Estos dolores provocan en los afectados dificultades en el sueño, ansiedad, insomnio y depresión. «El dolor crónico afecta entre el 10 y el 30% de la población adulta, siendo las mujeres entre 40-60 años las más afectadas. Este dolor está habitualmente relacionado con problemas emocionales y es el motivo del 80% de las consultas de una unidad de dolor», explica el doctor Jordi Montero, neurólogo impulsor del grupo de estudio de Dolor Neuropático de la Sociedad Española de Neurología. De todos ellos, de los que son solo una alarma o de los aprendidos en la infancia, de los que se alivian con un fármaco y de los que aún no tienen tratamiento y siguen angustiando a quienes los padecen, se encarga el experto en su libro, Permiso para quejarse, editado por Ariel.

Dice en su libro: El dolor es un invento maravilloso. ¿Qué tiene de maravilloso?

En este caso, me refiero al dolor como experiencia sensorial que sirve como mecanismo de defensa. Si careciésemos de este dolor agudo no podríamos sobrevivir. De hecho existe una enfermedad muy rara, la insensibilidad congénita, una neuropatía hereditaria, en la que por falta de fibras nerviosas específicas quienes la padecen no sienten el daño y sufren golpes, fracturas, infecciones... sin notar dolor alguno. Los afectados suelen morir por sus propias mordeduras o las complicaciones de sus heridas. Solo algunos con manifestaciones poco intensas sacan partido de la enfermedad y se ganan la vida como faquires, por ejemplo. Por ello, el dolor agudo es un invento maravilloso, una alarma que nos avisa de dónde hay fuego, como sucede cuando padecemos una apendicitis, por ejemplo. Además, hoy, gracias a las propiedades de sustancias con acción opiácea que ya usaban los romanos, la ciencia moderna ha desarrollado medicamentos analgésicos para el dolor agudo verdaderamente poderosos, capaces de potenciar las redes que consiguen inhibir la entrada de la sensación de daño. Somos unos afortunados, porque no es necesario que tengamos dolor, ni siquiera para morir.

Aún así hay dolores que van a permanecer ahí y no tienen ningún remedio, o eso parece.

Hablamos entonces de dolor crónico. Este dolor tan frecuente y que padecen millones de personas es un dolor de larga duración más de seis meses en el que no hay evidencia de daño. No tiene tratamiento farmacológico y hasta hace poco tiempo había sido despreciado: «Usted no tiene nada, «cuento», «histérico»..., se les decía a quienes lo padecían. Ignorancia pura por parte de la medicina. Porque esas personas tienen dolor de verdad y por eso piden permiso para quejarse, porque su dolor es cierto. Esto lo hemos descubierto con las nuevas técnicas de neurociencia cognitiva, a principios del siglo XXI, que nos han permitido observar cómo funciona el cerebro. La mayor parte de las ideas del mundo de la filosofía y la psicología tienen una base física, científica. Hemos podido observar qué pasa con el miedo, dónde radican las redes neuronales que significan miedo, asco, apego... Y también hemos podido observar qué le pasa al cerebro cuando hay dolor, de ahí que sepamos que los pacientes con dolor crónico tienen toda la razón del mundo.

Pero si no hay daño, ¿cuál es la causa de este dolor?

Este dolor se está generando por una memoria, una sensibilización. Se trata en muchos casos de personas que han padecido un dolor muy intenso que se ha grabado. Después el simple tacto, un olor, cualquier evocación de aquello es capaz de generar la misma sensación. No es que el dolor exista (no la causa), pero su representación en el cerebro es experimentada como real. Solo cesa cuando duermen, ya que al no haber consciencia no puede aparecer esta memoria. También en algunos casos de Alzheimer o en pacientes con daños neuronales que causan amnesia, el dolor puede llegar a desaparecer si no se tiene un recuerdo muy vivo de él.

¿Siempre les pregunta a sus pacientes: «¿Ese dolor le despierta al dormir?»

Sí, y lo hago porque si el dolor se debe a un daño, una neuralgia del trigémino, por ejemplo, les despertaría. Pero si el dolor está construido por nuestra convicción, por nuestra consciencia, aunque sea de forma inconsciente, no podrá aparecer mientras dormimos. Y este es un dato importante. De la misma forma, vamos a ver que en los dolores crónicos el dolor es peor cuando el paciente está ansioso, cuando le da más vueltas a su dolor, cuando se apunta a una asociación de pacientes que tienen lo mismo... porque está hurgando en la llaga.

Veo que en este caso no es recomendable quedar con otros pacientes que tengan lo mismo, como sí sucede con algunas enfermedades.

En los casos de dolor crónico sin duda. Sería como una asociación de jugadores de póquer que intentarán dejar ese juego pero se reunieran y echaran una partida, ¿En ese caso no sería mejor quedar con gente que juegue al parchís?

¿También es real ese dolor que sentimos cuando vemos a un ser querido enfermo, o el que creemos heredado y que según leo en su libro es aprendido?

Es un tema inquietante. Nosotros aprendemos y entendemos por imitación. Por ejemplo, cuando Messi dispara a portería, las neuronas motoras de los espectadores ordenan el movimiento de los cuádriceps y su imaginación imita el chute, y es que para conocer el significado de algo, como este movimiento, debemos realizarlo en nuestra imaginación. El aprendizaje lo hacemos por imitación. Tú tienes la misma sonrisa que tendría hoy día tu madre, y la aprendiste a los cuatros meses y medio, y la copiaste. Y tenemos el mismo acento en el lenguaje que tuviera nuestra familia, y tenemos sus gestos... porque aprendemos copiando.

¿O sea que el dolor que no es agudo se aprende?

Como cualquier cosa. Un hijo copia sus modelos. De padres muy obesos hay niños obesos. Es cierto que también entra en juego un factor que se llama la impronta, no todo el mundo copia en el mismo momento, depende del cerebro también, y eso lo vemos en gemelos que tienen comportamientos distintos. Pero en general van a tener comportamientos muy parecidos. Así que los hijos de una madre que sufra muchos dolores ante ellos juegan muchos números de lotería para padecer un dolor crónico después. Hay dolencias que no se transmiten a través de los genes, sino de la simple observación. Y es que en general lo que copiamos son emociones, porque no es la razón quien gobierna, sino ellas. Ellas son el motivo por el que solemos elegir la comida en un restaurante, o la ropa que nos ponemos, o por las que amamos a una persona en lugar de a otra. Y el dolor conmueve las emociones, para que aparezca un dolor las emociones se disparan. Nuestra consciencia tiene un dominio limitado de nuestros sentimientos y estos pueden generar dolores que están en nuestro cerebro sin que lo sepamos.

¿Difícil cura tiene esto?

A los médicos de familia no se les da tiempo, ni se les paga, para que hagan de humanistas, y se tropiezan con todo eso. Y mandan pruebas y extienden recetas. Si un médico de familia visita seis dolores de cabeza en media hora, pide seis resonancias y receta treinta medicamentos es un buen médico, y no cura ninguno. Pero si un médico visita solo a uno, no pide prueba alguna y no receta pero le cura, es un mal médico para el economista de la sanidad. Y es que a los médicos en estos momentos se les impide hacer de humanistas, y este tipo de problemas si no se abordan desde una visión empática, de ponerte en el lugar del paciente, de entenderlo, de hablar con él, de estar horas a veces con él, son inalcanzables. El paciente necesita ese gesto cercano, la caricia, sin que haya una mesa en la consulta de por medio. Pero la cultura, nuestra cultura, juega un papel muy fuerte. En el caso del dolor crónico hay que ir por aquí, hay que cambiar la actitud de todos y es muy importante que los pacientes con este dolor que lo pasan fatal sepan qué les sucede, que no sean despreciados y entiendan su dolor. Debemos explicarles a los pacientes por qué tienen dolor.

No tenemos cultura del dolor...

No, y todos queremos ser muy felices, aunque no sepamos bien qué es esto. Nadie quiere sufrir, y como tenemos el concepto del dolor agudo que es tratable, pensamos que el dolor crónico es lo mismo: que me lo traten con medicamentos. Y es un negocio, y se les trata, pero es tan poco eficaz. Cada vez resulta más obvio el beneficio de tratamientos que combinen de manera personalizada la movilización, la fisioterapia y las caricias, generalmente en forma de masajes, aunque incluyen muchas otras clases de contacto físico, el cuidado emocional, el cambio de chip... Vivimos un momento en el que se están abriendo unas luces enormes en la medicina del siglo XXI, porque ya sabemos quién es el enemigo. Desde el punto de vista farmacológico vamos a poder ser más efectivos. Es muy probable que la modificación de determinados receptores neuronales pueda interferir en las alteraciones de las redes que significan dolor en nuestro cerebro. Por otra parte, existen grandes esperanzas y proyectos en torno a la estimulación eléctrica del sistema nervioso, en lo que ha venido a denominarse neuromodulación por estimulación, que ya se aplica en pacientes con parkinson.

Cuenta en su libro el caso de una paciente con dolor crónico que no siente dolor al interpretar a un personaje en el teatro. ¿Se investiga en torno a la alteración de la consciencia?

Esto fue una experiencia vivida por mí con la que aprendí mucho y debo enviarlo a revistas científicas porque creo que da mucho que pensar. Recuerdo una frase que me dijo la paciente: «No es lo mismo actuar que hacer ver que actúas». Y es que solo en el primer caso dejaba de sentir el dolor, cuando nosotros somos otro. Claro, si tú eres otro no puedes tener tu memoria y por consiguiente no aparece el dolor que está grabado en ella. Y es algo que me inquietó mucho porque como preguntas quizás es un camino para hacer tratamientos, pero es algo que se aleja mucho de mi capacidad. Quizás los psicólogos de este siglo que deben estudiar mucha neurociencia encuentren aquí material para trabajar.

¿Nos ayuda quejarnos a superar un dolor?

La queja a veces tiene un sentido de agravio, y el agravio es un fenómeno neurológico, y de reclamación. Nos ayuda porque como el dolor no se puede medir debemos escuchar al paciente, y él tiene derecho a expresar su queja. A través de su queja podemos entender lo que le sucede y su mundo emocional, yo tengo que saber cosas del pasado de los pacientes porque pueden ser ahora la causa de su dolor crónico. Hay que ahondar en todo esto, y necesitamos especialistas en ello, profesionales de las emociones.

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