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Toda una vida

Fernando Sánchez Dragó

Jueves, 14 de septiembre 2017, 17:20

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Mi infancia, mi adolescencia, mi juventud y mi madurez son recuerdos de este periódico. Desde lo alto de su cabecera más de un siglo nos contempla, y en mi caso, casi igual, porque el ABC entró en mi vida y ya nunca se fue de ella cuando yo tenía siete años. Ahora voy camino de los ochenta y uno. Echen cuentas. Sucedió al hilo de las segundas nupcias de mi madre. Su nuevo cónyuge estaba suscrito a él. Yo, que ya entonces devoraba quintales de letra impresa, lo leía a diario. Recuerdo muy bien el ruido que hacía al deslizarse a eso de las ocho por debajo de la puerta. Saltaba de la cama, lo recogía y volvía a meterme en ella para leerlo antes de que mi padrastro lo hiciese. El ABC era amigo y maestro. Lo fue tanto que me condujo a ser periodista a la edad en la que los niños hacían palotes. A los ocho años fundé un periódico: La Nueva España. Era ológrafo, de ejemplar único, lo escribía yo de arriba abajo, excepción hecha del dibujo de la última página, dedicado al Anís La Castellana con tapón irrellenable, que corría a cargo de mi tío Juan, y lo alquilaba a los vecinos por la módica cantidad de cinco céntimos de peseta. Así, de pantalón corto y con zapatos de Segarra, cobré los primeros royalties de mi vida. Honraba, de paso, la memoria de mi padre, periodista asesinado al comienzo de la guerra civil, de mi tío abuelo Modesto Sánchez Ortiz, que dirigió La Vanguardia, y de mi abuelo Gerardo, que fue uno de los fundadores de la Asociación de la Prensa. Sangre de linotipia corría por mis venas y el ABC era el gotero que me la trasfundía. La Nueva España era un plagio descarado del periódico que hoy me acoge. Lo copiaba todo: el editorial, la información política, los sucesos, los ecos de sociedad, el Madrid al día, los deportes, la crítica de cine a la manera de Donald y la de teatro a la de Alfredo Marqueríe, la crónica taurina de Díaz Cañabate y hasta los anuncios por palabras. No exagero. Guardo un ejemplar de aquel periódico. En mi novela Las fuentes del Nilo, que es autobiográfica, cuento que en la primavera del 45, sentadito yo en la Rosaleda del Retiro al lado de mi madre, me enfrasqué en la lectura de la tercera del ABC, firmada aquel día por don Luis Martínez Kléiser, escritor, folclorista y paremiólogo. En la otra punta del banco tomaba el sol un caballero de edad provecta que al verme de tal guisa se dirigió a mi madre y le dijo: «No irá a hacerme creer que este mocoso entiende lo que lee». A lo que mi madre salió en defensa de su polluelo y me instó a que glosara lo que Martínez Kléiser decía. Lo hice, marisabidillo yo a más no poder, y nuestro escéptico interlocutor tuvo quebatirse en retirada. No cuento esto para ponerme moños de niño prodigio, sino para demostrar que en lo concerniente a la lectura del ABC pocos me ganan a antigüedad. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y el ABC, como el dinosaurio de Monterroso, seguía ante mí. Cuando empecé a ir a la Universidad lo compraba en la boca del metro de Goya y lo leía en clase con el disimulo que cabe imaginar. En 1964 me fui al exilio, en el que permanecí siete años, y durante todos ellos me lo envió mi padrastro, día tras día,por correo postal. Tardaba un par de meses en llegar, pero yo lo leía con idéntica fruición a como lo hubiese leído con su tinta fresca. ¡Qué diantre! Daba igual. Era el ABC: suspiros de España para quien, como yo, desfallecía de saudade. En 1972 un antiguo deseo se cumplió: Luis María Ansónme dio una modesta corresponsalía freelance en Dakar, en cuya universidad era yo lector. Cuando muy a finales de 1978 publiqué Gárgoris y Habidis, el primer espaldarazo vino del ABC. Manolo Cerezales me dedicó una página entera poniendo el libro por las nubes y no mucho tiempo después José María de Areilza lo puso definitivamente en órbita con una tercera en la que, exagerando mucho, llegó a comparar mi tocho con el Quijote y la Recherche de Proust. Tampoco lo cuento por presumir, sino, simplemente, porque así fue. En el otoño del 79Arrabal, Bernard Henri Levy y este servidor de nadie protagonizamos la sesión de clausura de la Semana Cultural de la CNT en el Teatro Martín. Sucedió de todo. Los ultras nos cercaron. Estuvimos siete horas sin poder salir y un jovencísimo Pedro J. Ramírez, que cubría la información, se descolgó al día siguiente con otra página casi enterita del ABC, que era su periódico, en la que sostenía que aquello había sido el acto más importante del aún incipiente posfranquismo. Tal cual. Ya me vale. Cuando el 21 de marzo de este año leí en el periódico que ha marcado el paso de mi vida, y de la vida del país, y de la vida del mundo, un artículo en el que Pedro Jota celebraba el décimo quinto aniversario del grupo Vocento, me dije: «¡Aquí falto yo!». O, mejor, faltaba, pues inmediatamente pedí venia de colaboración al amigo Bieito y aquí, en efecto, me tienen. Alto honor. Un ciclo que se abrocha, un sueño infantil que se cumple. Esta mañana, cuando me desperté, el periódico con más solera de España seguía donde siempre ha estado. Confío en que su lectura me acompañe, si mis ojos dan para leerlo, y su papel me sirva de mortaja el día en el que yo me muera, y así moriré informado, pero no uniformado, porque el ABC nació libre y me enseñó a serlo.

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