El inflexible menú navideño
La mesa de la cena de Navidad reluce entre las bolas del verde abeto, sintético por supuesto, y el colorido de las viandas emplatadas sobre el mantel con renos y papa noeles, rojo y verdes, adquirido el siglo pasado en una viaje a Portugal. No faltan, a la vista de los comensales, y antes de tomar asiento –siempre con alguna silla desigual por eso de que nunca hay las suficientes para todos los invitados– los embutidos, las anchoas, el puding de cabracho, los langostinos y el foie. Eso, como preludio de la carne o el pescado que esperan en el horno mientras se acaba con los aperitivos que, por supuesto, serán ya más que suficientes para llenarse, en condiciones normales, cualquier noche del año.
Observando el menú navideño, hay detalles curiosos que, creo, no pasan por alto. Uno de ellos es que en Nochebuena siempre comemos los mismo, año tras año, y con el mismo entusiasmo de la primera vez. Es curioso comprobar como ese menú tan poco flexible le gusta a todo el mundo. Grandes y pequeños disfrutan peleándose con los langostinos, manchando el mantel de renos y papa noeles con el aceite refinado de las anchoas o llenando de mayonesa la porción de puding que descansa sobre el panecillo con uvas pasas. Gozamos metiendo hasta las entrañas del bicho ese 'palillo' con el que sacamos la carne del caracol y con los barquitos de pan anclados en esa salsa a la que, año tras año, le «falta algo», según el autor de tan suculenta creación. Y también, tragando con poca gana y ya con el botón del pantalón o la falda desatado, el lechazo o la lubina asados en el horno a 180 grados durante no sé cuánto tiempo. Pero como siempre hay tiempo para más, la fuente de turrón no sobrevive ni los 5 minutos de la última canción de Raphael en televisión. Y, lo mejor viene los días siguientes, porque toca terminar con los restos, además de con el kilo y medio de ensaladilla que aportaron, sin avisar, los cuñados la mágica noche del 24 de diciembre. Comer, comer...