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Héroes en la sombra

Héroes en la sombra

Imprescindibles ·

Muchos ni siquiera sabían de la verdadera importancia de su trabajo hasta que llegó el coronavirus. Panaderos, quiosqueros, repartidores, taxistas o camioneros se exponen a diario para que en los hogares no falte de nada

Rafa Torre Poo

Santander

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Domingo, 29 de marzo 2020

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Ellos no lo saben, pero lo son. Lo desconocen, aunque esta pandemia les ha servido para darse cuenta. La heroicidad es una virtud que adquiere más importancia si cabe cuando el protagonista la ignora o no presume de ella. Son tiempos convulsos, de dudas, desesperanza y angustia. Aún no se vislumbra la luz al final del túnel y allí están, puntuales en sus trabajos para que el resto pueda quedarse a salvo en casa. No son médicos ni enfermeras ni auxiliares sanitarios –los grandes protagonistas de esta lucha–, pero en muchos casos están tan expuestos como ellos a un posible contagio.

Hay quien afirma que el coronavirus ha venido para cambiarlo todo. Quizás. Lo que sí ha servido es para dar visibilidad a aquellas profesiones que estaban ocultas, invisibilizadas, en segundo plano. La sociedad se ha dado cuenta del valor –que no es lo mismo que el precio– de un kilo de mandarinas, una barra de pan, una tableta de aspirinas, un periódico o un rollo de papel higiénico. Productos de primera necesidad más que nunca. Pero estos trabajadores también tienen miedo. En eso coinciden los protagonistas del reportaje. «Lo peor es llegar a casa y volverte medio loca pensando en que has podido coger el bicho y se lo puedes pegar a tu familia», reconoce Noemí Barredo, que se esfuerza más que nunca en su empresa de limpieza para desinfectar bloques de edificios y oficinas. A muchos les gustaría parar y quedarse en casa. Pero no pueden. Tienen negocios que sacar adelante y un servicio obligatorio que ofrecer. «Si todos hiciéramos lo mismo, no tendríamos qué comer», reconocen. Por eso se ponen a diario el kit de superhéroe –guantes, mascarilla y gel desinfectante– y tratan de combatir con una sonrisa la incertidumbre.

Ahora son testigos del grado de civismo que está mostrando la sociedad. Vigilantes desde sus puestos, como los torreros de los faros, observan disminuir el pulso de pueblos y ciudades. «Se ve menos gente, pero aún podría haber muchísima menos», sentencian. Es lo que más les enfada. «Es frustrante estar jugándote el tipo y ver pasar a alguien haciendo deporte simplemente porque no soporta no salir de casa», cuenta Estefanía Moreno, que tiene un quiosco en la calle Hernán Cortes de Santander.

La hora del aplauso

Esta alerta sanitaria mundial ha servido para poner de relevancia otros sectores productivos, como las grandes industrias. Esas que, cuando antes eran observadas, sólo se percibía el humo que desprendían sus enormes chimeneas. Lo cuenta Jesús Plaza, que trabaja en Solvay. «Si paramos nosotros, detendríamos el sector primario que es el que realmente nos da de comer», afirma. Algo que corrobora Patricia Gutiérrez, encargada en el supermercado de la empresa Lupa en Requejada (Polanco). «Se solía decir que el que no valía para otra cosa, a la caja de un súper. Y mira ahora, resulta que somos más necesarios que nunca», afirma. Estos profesionales tienen asumido que no les queda más remedio que seguir yendo a trabajar a pesar de las dudas. El suyo es un caso curioso porque el personal sanitario debe asumir el riesgo como algo propio de su oficio. Como el de un militar en tiempo de guerra o un bombero en mitad de un incendio. Por eso les cuesta tanto seguir adelante. Nadie les avisó y la avalancha se les vino encima.

Ahora que es tiempo de aplausos y reconocimientos desde ventanas y balcones y que las ocho de la tarde se ha convertido en la hora del buenismo, ellos, los que se siguen jugando su salud para preservar la del resto, bien podrían tener un hueco en las palmas de las manos de todos.

David Sierra Vendedor de telefonía

«Ahora sólo ayudamos a los clientes, no estamos a vender»

Cada vez que baja la verja de la tienda en la que trabaja en la calle San Fernando de Santander, regresa a casa con la misma incertidumbre. David Sierra ha pasado su jornada atendiendo al público en un establecimiento de Movistar y teme haberse contagiado. «Convivo con una persona de riesgo, soy fumador y he sufrido un neumotórax», relata. Pero acude a diario a cumplir con su obligación. «Ahora estamos para atender a la gente y poco más. Intentamos ayudar, no nos centramos en las ventas», admite. El contacto con el público es lo que más nervioso le pone. «En la tienda hemos retirado todo, sólo pueden entrar dos personas, una por comercial, hay rayas en el suelo para que no crucen y así respetar la distancia de seguridad», cuenta. A este comercial le gustaría que todos comprendieran que las tiendas de telefonía ahora están en servicios mínimos. «Hay quien viene porque no le funciona internet y es lógico, pero otros lo hacen con cualquier excusa: porque no les va el WhatsApp o simplemente no saben descargarse la aplicación para operar con su banco. Y nosotros no estamos para eso», afirma rotundo.

También le gustaría que entendieran «que no podemos manipular sus teléfonos, no los podemos tocar. Tampoco las tarjetas SIM que llevan dentro. En caso de detectar un problema, sólo podemos indicarles a distancia cómo proceder para intentar subsanar la avería», explica.

La entrada en vigor del estado de alarma ha reducido notablemente la afluencia a los negocios de telecomunicaciones. «Hay menos gente que nunca, pero sí he notado que muchos vienen porque tienen a algún familiar en el hospital. También veo a mucha gente mayor dentro y fuera de la tienda», apunta.

Noemí Barredo Limpiadora

«Limpiamos más que nunca;hay que arrimar el hombro»

A hora mismo tengo mucho más trabajo, eso es verdad. La gente lo toca todo y hay que limpiar y desinfectar manecillas, puertas, barandillas, llaves de la luz...», explica Noemí Barredo, dueña de Limpiezas Noemí, mientras hace un receso en plena faena. Pero no se traduce en más ingresos. «Los clientes son los mismos, pero el tiempo que empleamos en cada comunicad se ha duplicado, a lo que hay que añadir la tensión y el estrés que esta situación nos genera», añade. Tiene una hija de 16 años. Tanto tiempo fuera y expuesta, teme llegar a casa y pegárselo. «Trabajo con mucha angustia. Antes de entrar me quito el calzado, lavo la ropa y me doy una ducha. A veces te vence la paranoia», relata.

Le gustaría quedarse en casa, pero sabe que no puede. «Es el tiempo de arrimar todos el hombro porque nosotras no sólo limpiamos», explica. «Estos días estamos muy pendientes, sobre todo, de la gente mayor. Como la rutina es la misma cada semana, ya nos conocemos y les tocamos en el timbre para saber cómo están o si necesitan algo. No nos cuesta nada acercarnos a una farmacia a recoger medicamentos o incluso algún producto en el supermercado», cuenta.

Lo que sí hacen es extremar las medidas de seguridad. «Hay gente que igual no lo entiende pero lo hacemos por ellos. Respetamos el metro y medio, llevamos mascarilla y los guantes nos los quitamos después de hacer cada portal», explica. En este tiempo también se ha encontrado alguna sorpresa. «Es la segunda semana que en el cristal de un ascensor ha aparecido un escupitajo. Ya hemos avisado porque no lo vamos a limpiar. Una cosa es nuestro trabajo y otra son actos incívicos que pueden ponernos en riesgo», finaliza.

Jesús Plaza Obrero de producción

«Si paramos las fábricas, se detendría el sector primario»

Prefiero venir a trabajar porque si para la industria, se detendría el sector primario y el problema sería mucho mayor», admite Jesús Plaza. Y pone el ejemplo de Solvay, donde trabaja: «Nosotros hacemos carbonato para envases y bicarbonato alimenticio. Bondalti fabrica cloro, lejía y sosas que son con claves para la desinfección de hospitales». Así que la obligación de acudir a su puesto se la toma como un deber. Tiene compañeros que lo llevan peor, pero las medidas de seguridad contra el coronavirus han aumentado. «Nos han cambiado lo turnos de trabajo para evitar que dos grupos de trabajo entremos en contacto. Ya no coincidimos en el vestuario. El de mañana sale quince minutos antes y el de tarde entra otros quince después, así que hay media hora libre entre uno y otro que se aprovecha para desinfectar todo. También ha aumentado la presión de limpieza en las zonas comunitarias», explica.

En cuanto al volumen de trabajo asegura que están «a un nivel normal tirando a bajo». El cierre de algunas fronteras, como la de Marruecos, les ha perjudicado y tienen miedo de que la industria cervecera también baje su nivel de producción. En Solvay parte del carbonato se utiliza para los envases de vidrio de las botellas.

Los operarios de producción están obligados a ir. No les queda otra. «El teletrabajo no es posible, aunque el personal de las oficinas ya lo está haciendo», responde. También destaca que el lunes «fue la primera vez en 114 años que hemos tenido que hacer una reunión del comité de empresa vía telemática». «Es curioso porque lo que no consiguieron parar dos guerras mundiales y una civil lo ha logrado el maldito coronavirus en apenas dos semanas», afirma.

Pablo Pérez Camionero

«Tienes que llevar la comida de casa o hacértela en el camión»

No es plato de gusto salir de casa a trabajar así. Tengo asma y el miedo es libre», reconoce Pablo Pérez poco antes de subirse de nuevo al camión. Desde que comenzó el estado de alarma no ha parado. «El trabajo ha bajado muchísimo, incluso el del transporte de alimentación que sufrió un rebote al alza al principio», reconoce. Aun así, no le queda más remedio lanzarse cada día a la carretera. «Lo único bueno de todo esto para nosotros es que, por lo menos, conducimos casi sin tráfico. Cruzar ahora Bilbao, entre las siete y las nueve de la mañana, es una gozada», admite.

Pablo trabaja en Transportes Buelna, una empresa de Los Corrales que suele llevar al País Vasco y Navarra piezas de la cercana factoría de Nissan. «No me siento un héroe ni nada parecido. Al fin y al cabo, lo que transporto son piezas para la automoción», explica. El Gobierno central teme que un posible desabastecimiento podría romper la cadena global. Por eso a su gremio se le permite seguir funcionando. «Ahora tienes que llevarte la comida de casa o hacértela en el camión. Los compañeros que hacen rutas largas no tienen duchas para asearse porque en la mayoría de sitios no les dejan entrar», relata.

La rutina también le ha cambiado. «Ahora no podemos bajarnos del camión en las fábricas, al menos en la mayoría. Si lo hago, siempre respeto la distancia de metro y medio con cualquier persona. Eso no es problema porque, al estar rodeados de carretillas, te sale solo. En algunas te toman la temperatura en el acceso y, en mi caso, llevo siempre guantes puestos y mascarilla. Desinfecto la cabina por dentro varias veces y no permito que nadie se suba en ella. El camión sólo lo conduzco yo», concluye.

Natividad Ortiz Farmacéutica

«Estamos en la primera línea del frente contra el coronavirus»

Con los centros de salud cerrados, las farmacias se han convertido en un lugar donde la duda y la prevención se dan la mano. Los farmaceúticos están ahora tan expuestos como los médicos. Por eso han extremado las medidas de prevención. En la farmacia de Natividad Ortiz, ubicada en Miengo, trabajan, además de la titular, Itziar, Marina y Mariluz. Atienden a los clientes con su mejor sonrisa, pero con todas las precauciones posibles. «No podemos disponer de mascarillas porque Sanidad considera que son riesgos propios de nuestra profesión», se queja Natividad junto con sus empleadas. Así que no les queda más remedio que seguir hacia adelante. «Es curioso, sobre todo, porque los centros de salud no abren y atienden por teléfono y las farmacias funcionamos como siempre». Eso les añade tensión. «La situación nos afecta bastante. La gente viene nerviosa y es muy difícil no contagiarse, sobre todo a medida que pasan los días, de ese estado de ánimo», admite.

El volumen de trabajo también ha aumentado. «Muchas personas acuden por miedo a un desabastecimiento. Sobre todo preguntan por geles, mascarillas y guantes», explica. También los hay que acuden como excusa para salir de casa.

Para evitar el riesgo, han colocado mamparas de metacrilato y puesto líneas pintadas en el suelo. Tampoco permiten la entrada a más de dos personas a la vez. «La gente lo entiende, pero el tiempo pasa y a veces se relajan y sin darse cuenta se acercan al mostrador». Respecto al miedo a contagiarse, es rotunda. «Cumpliendo las normas, minimizamos los riesgos, pero son muchos los contactos que tenemos con los clientes. Estamos en la primera línea del frente contra el coronavirus», recalca.

Sandra Sainz Taxista

«Trabajamos porque somos un servicio más básico que nunca»

Son el mejor termómetro para medir la temperatura de una ciudad. Nadie como ellos para desvelar cuáles son las preocupaciones de la gente. «Ahora mismo no se habla de otra cosa que del coronavirus. Todas las conversaciones dentro del taxi giran en torno a la pandemia. Es inevitable». Lo cuenta Sandra Sainz. Es taxista y ha aparcado un segundo el vehículo para atender la llamada de El Diario. Ya no conduce todos los días. Ahora las licencias que terminan en par lo pueden hacer unos días y las impares otros. «Pero muchos compañeros han decidido dejar el taxi en el garaje. Incluso alguno me ha llamado loca porque yo sí estoy trabajando», cuenta. «Tengo 31 años y sí, me da respeto. Muchísimo, pero no miedo», añade. «Me pongo al volante porque ahora más que nunca somos un servicio básico e imprescindible», afirma.

Al gremio le está costando salir adelante. «Calculo que las carreras habrán bajado, de media, por lo menos un 80%. Ahora nos podemos tirar más de una hora esperando en una parada», relata. «La alcaldesa (por Gema Igual, primera edil de Santander) no quiere que la ciudad se quede sin taxis», cuenta. Hay mucha gente que los necesita a diario. «Básicamente montan personas que llevan la comida a sus padres ahora que no pueden salir o que van a supermercados para hacer una compra grande», enumera. Otro de los servicios que prestan de forma altruista (Radio Taxi, la organización de la que es vicepresidenta, los asume) es a los sanitarios. «Son bastantes salidas, sobre todo a primera hora de la mañana. También les llevamos a domicilios para que atiendan. Sólo tienen que llamar, comunicarlo y al montar mostrarnos su acreditación».

Las normas son estrictas. Sólo una persona por vehículo, a no ser que sea un menor acompañado o una persona con alguna discapacidad, y siempre sentados en las plazas traseras. «Aún vemos a mucha gente por la calle que no debería estar», advierte.

Estefanía Moreno Quiosquera

«Viene gente que antes no compraba ningún periódico»

Parapetada tras una cortina de plástico transparente, Estefanía Moreno trata de llevar lo mejor que puede el confinamiento dentro de su quiosco. A ella le toca por partida doble. En casa y luego en el trabajo. Los puestos de venta de prensa fueron declarados de primera necesidad, por eso no falta a su cita diaria con los clientes. «Ahora viene gente que antes no compraba ningún periódico. La gente quiere estar informada», cuenta desde su negocio en la calle Hernán Cortés de Santander. Es de tradición familiar: lo heredó de sus padres, como su hermana Belén, que tiene otro en San Fernando, 78. «Reconozco que lo de la cortinilla protectora al primero que se lo vi fue a un chino. Y me dio la risa. Pero anda que no era listo. Decidí ponerla cuando al principio del confinamiento me vino un chico que estaba haciendo deporte y me resopló en la cara», cuenta.

Desde su búnker, percibe como el ritmo vital de la ciudad se ha rebajado ostensiblemente. «Antes tenía mucho más trabajo, por ejemplo con las recargas del autobús. Ahora si haces una o dos te puedes dar por contenta», recalca. «Prensa es lo que más vendo, aunque no más que antes. Recibo a diario 160 periódicos y hay días que, con los 50 que llevo a domicilio, despacharé 140 o 150. Se nota mucho que los bares, al estar cerrados, no vienen a por ellos», cuenta.

También ha notado otro repunte. «Es los miércoles, cuando salen las revistas del corazón. Del resto de temáticas no se están vendiendo tanto y pensé que con esto del confinamiento la gente se aburriría más y tiraría de ellas», añade. Admite tener «buena memoria para las caras» y muchas le resultan nuevas. «Hacen la ruta diaria para poder salir: primero al supermercado, luego al quiosco...», explica.

Aunque en un primer momento no le pareció mal seguir trabajando –por el bien del negocio– hay veces que cambia de impresión. «Sólo cuando me da el bajón, tengo miedo a contagiar a mi familia. Además, mi hijo pequeño tiene asma», se sincera.

Pablo Calvo Bombero del 112

«Hacemos menos servicios porque la gente casi no sale»

Ellos siempre están alerta, pero ahora más que nunca. Acostumbrados a la reclusión en los parques de emergencias que el Gobierno regional tiene distribuidos por la región, aguardan por si en algún momento hacen falta. Pablo Calvo es el jefe del número cinco, que se encuentra en Villacarriedo. «Ahora mismo tenemos muchos menos servicios», admite. La explicación es lógica. «La mayoría de la gente está en casa, no sale, así que hay menos tráfico y, por ende, menos accidentes. También las emergencias se han reducido. Al principio de que se decretara el estado de alarma tuvimos un par de salidas para apagar unas chimeneas y poco más», cuenta.

El caso de los bomberos del 112 es especial. No han sido reclutados para luchar directamente contra el coronavirus. El Ejecutivo los ha dejado en sus puestos para atender las urgencias ordinarias. Eso no quiere decir que no se estén entrenado. «Nos hemos preparado por si tenemos que entrar en domicilios con personas que estén infectadas o si en algún momento, por algún motivo, tenemos que apoyar al 061», cuenta. Lo que sí han puesto en marcha son medidas de prevención entre ellos para evitar contagiarse y que el servicio pueda verse afectado. «Estamos confinados en el parque y no salimos para nada que no sea realmente imprescindible. No hacemos reconocimientos y hemos prohibido las visitas», relata. «Mantenemos las distancias entre nosotros. Ya no comemos todos juntos como antes», relata. «Incluso se ha alterado la rutina para dormir. Unos lo hacen en los dormitorios, otros en el gimnasio, otros en las aulas... Lo que pretendemos es mantener la distancia de seguridad. Trabajamos en guardias de 48 horas para no coincidir un equipo con otro», recalca.

Como su trabajo es estar preparados «por si acaso» repiten dos veces al día la misma rutina. «Nos ponemos y quitamos la equipación del traje número dos, que es el blanco como de papel para las infecciones, con guantes y máscara» explica.

Patricia Gutiérrez Encargada de supermercado

«Nadie pensaba que éramos tan necesarios»

Fueron los primeros en notar los efectos del coronavirus. Tras ver la que se avecinaba, la gente corrió a los supermercados. Las autoridades advertían de que el suministro estaba garantizado, pero el llamamiento no surtía efecto. Ingentes colas de personas vaciaron las estanterías. Patricia Gutiérrez, encargada del supermercado Lupa de Requejada, en Polanco, da fe. «Es cierto que al principio hubo avalancha pero ya ha cambiado», cuenta. «Ahora hemos detectado dos tipos diferentes de compras. El cliente de las mañanas es el que sale con el carro lleno para una semana. El de las tardes, en un 70%, viene como excusa para salir de casa. Compra unas cervezas, una tableta de chocolate...», explica. «También hemos observado un tercer perfil: al que le da igual lo que le digan y acude a diario al centro. Suele ser gente mayor», apostilla.

Ella, como el resto de sus compañeros, no ha podido elegir. «Anímicamente la gente está bastante mal. Venimos a trabajar, pero la mayoría querríamos quedarnos en casa. Tenemos miedo porque hemos tenido incidentes como una persona que entró al supermercado y estaba en cuarentena. Tuvo que personarse la Guardia Civil. Hay gente que no respeta las distancias o que no quiere ponerse guantes. Hay más cumplidores que incumplidores, pero los que más daño te hacen son los segundos», admite. Por ello han redoblado las medidas de seguridad. «Abrimos una caja sí y otra no para evitar aglomeraciones, controlamos el aforo, utilizamos guantes y mascarillas, tenemos mamparas de protección...», enumera.

Respecto a la labor que están haciendo, no duda. «La gente solía decir que el que no valía, a trabajar al súper. Y mira ahora, estamos haciendo una gran labor. Nadie pensaba que nuestro trabajo era tan importante, como el de camioneros, taxistas, repartidores o farmacéuticos», subraya Gutiérrez.

Gorka Moreno | Repartidor

«Dejo el paquete en el suelo y casi que me voy corriendo»

Los repartidores a domicilio conforman un gremio al que el coronavirus también ha golpeado. Siguen trabajando pero a menor ritmo. Aun así, no están libres del contagio. Cada día distribuyen miles de paquetes por toda Cantabria. Gorka Moreno trabaja en MRW en Santander. «En mi caso, entrego el envío que poso en el suelo, le digo adiós a quien me abre la puerta y casi que me voy corriendo», define gráficamente. Nada de charlas como antes y mucho menos de acercarse más de lo recomendable. «Es que estamos muy expuestos», añade. Y así hasta otro domicilio. «Por eso evito subir en los ascensores, tampoco toco con la mano ninguna manecilla, para eso uso guantes, y me lavo con gel después de cada entrega. Al llegar a la nave, me las enjabono otra vez para quedarme más tranquilo», apostilla.

Gorka asegura que la gente lo entiende. «También hay quién te abre y se mete dos metros hacia dentro. Es lógico, todos estamos algo alarmados», cuenta. Lo peor para la marcha del negocio es que se ha reducido el número de operaciones. «Más o menos el 50% en entregas», señala. «También el número de pedidos a recoger, porque antes también suponía un pico importante», añade. Una bajada de ingresos que ha obligado a muchas compañías a aplicar Expedientes Temporales de Regulación de Empleo (ERTE). «Es cierto que el precio de los combustibles ha bajado, pero apenas diez céntimos por litro. Con eso no cubrimos las pérdidas», se lamenta. La cara amable, por decirlo de alguna manera, es que hay mucho menos tráfico en las calles de ciudades y pueblos. «Es el único alivio. Circular por Santander ahora es una auténtica gozada y la Policía no está tan pendiente de nosotros. Nos da algo de manga ancha si aparcamos mal», explica.

Durante su labor también les da tiempo a tomar el pulso a la ciudad. «No soy quién para juzgar, pero se sigue viendo demasiada gente por la calle que quizás no debería estar. Más que nada, por el bien de todos», concluye.

Sandra Gerez Panadera

«Nunca imaginé que el pan fuera tan importante»

Es quizás el producto más básico desde tiempos remotos. Y eso que muchos artesanos se quejan de que en los últimos años se ha maltratado. Salir a comprar el pan es una de las excepciones del estado de alarma, que lo ha vuelto a situar en un lugar privilegiado dentro de la pirámide de la alimentación. «Hasta que no ha pasado esto ni me había dado cuenta», cuenta Sandra Gerez. Trabaja como dependienta en la panadería El Pilar, en Arce. «Donde más hemos notado el bajón es en la cafetería, donde servíamos desayunos, bollería, pinchos de tortilla... y también despachábamos pan», relata. Las nuevas circunstancias les han obligado a reducir el horario. «Ahora solo abrimos de nueve de la mañana a tres de la tarde, pero sigue viniendo mucha gente», explica.

La rutina es distinta porque ya nadie se entretiene. Todos esperan fuera y cuando les llega el turno, cogen la compra y se marchan», cuenta. Pero no todo son malas noticias. «Seguimos repartiendo a domicilio y hemos notado que mucha gente que antes venía en persona ha llamado para que se lo llevemos a casa, así se evitan tener que salir. Solemos vender entre 800 y 1.000 productos diarios entre pan, bollería y demás», explica. «El consumo ha aumentado. No sé, igual porque la gente al estar en casa come más o simplemente porque compran doble o para poder congelar y así estar apañados unos días», apunta.

Los trabajadores, mientras tanto, tratan de aislarse y sólo pensar en el trabajo. «En general lo hemos llevado bien, pero según han ido pasando los días se nos ha metido un poco más de angustia en el cuerpo», reconoce. «Los que estamos más en contacto con la gente usamos mascarilla, pero la gente está siendo bastante comprensiva y guarda con respeto las distancias, aunque al llegar al mostrador parece como si se relajasen», añade antes de colgar el teléfono porque tiene que seguir atendiendo. «Por cierto –apostilla–, lo que vendemos es muchos más periódicos que antes. La gente se aburre y quiere estar informada», subraya.

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