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Luis Calabor

Recuerdo de un trágico error

Cuatro ferroviarios cántabros perdieron la vida hace hoy 19 años en un brutal choque de trenes ocurrido en Vizcaya

ainhoa de las heras | daniel Martínez

Sábado, 7 de septiembre 2019, 16:11

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«De repente se escuchó un estruendo y salió una bocanada enorme de humo. Todo ocurrió en tres segundos. Impresionante». Así resumía Carlos Fernández lo que vio aquella mañana del 7 de septiembre de 2000. El hombre se encontraba hospedado en el balneario de los padres Poletinos, en la localidad vizcaína de Carranza, a sólo unos metros del lugar donde ocurrió uno de los accidentes ferroviarios que han golpeado más duro a Cantabria. Fueron cuatro las víctimas de aquel suceso, todos trabajadores de la empresa FEVE y todos vecinos de la región: Esteban José Manteca (natural de Arredondo, de 52 años), Gerardo Guerra(torrelaveguense de 34 años), Ricardo Fresno (vecino de Santander y 41 años), y Vicente Quintana (con domicilio en Cabezón de la Sal y 42 años). Los dos primeros eran maquinistas y los siguientes sus ayudantes. Ninguno de ellos volvió a subirse a un tren nunca más. Murieron en el acto.

Desde el principio, la compañía pública defendió que lo ocurrido se había debido a un «fallo humano», como también quedó negro sobre blanco en la sentencia. Por algún motivo, la unidad 9860, que se dirigía a Santander, partió de Bilbao antes de tiempo y colisionó con otra que llegaba de Gibaja (Ramales de la Victoria). La versión oficial es que aquel brutal choque entre dos mercancías, cargados ambos con bobinas de hierro y plataformas de aluminio, tuvo que deberse a un malentendido, ya que la salida de la estación de Carranza estaba regulada por semáforos y el sistema informático funcionó correctamente.

Circulaban a 30 kilómetros por hora por la misma vía, acercándose uno por cada sentido. En cualquier otro tramo los maquinistas se hubieran visto y habrían podido frenar, pero en el paraje boscoso de Carranza, a la altura del puente de El Molinar, en una curva donde los raíles bordeaban un terraplén de diez metros de altura, chocaron de frente irremediablemente.

Tras el impacto la locomotora del convoy que se dirigía hacia Cantabria descarriló y se despeñó por el barranco. Arrastró a la segunda máquina que quedó colgando en el talud. Los trenes se incendiaron debido al gasóleo de los tanques, lo que provocó una escena dantesca. El cadáver de una de las víctimas fue rescatado en el lecho del río Carranza, que desemboca en el Asón. Otro quedó carbonizado tras intentar escapar de la máquina.

El juicio

Durante aquel proceso judicial, que no concluyó hasta cinco años después, volvió a insistirse en el «error humano», pero las culpas fueron y vinieron de un lado al otro. Se señaló a los fallecidos, a los vigilantes de estación... Y el sindicato CGT, que se personó como acusación contra FEVE, tenía claro que todo se habría evitado con unas medidas de seguridad adecuadas de las que carecía una vía que pedía a gritos –como ahora– una modernización. En el banquillo de los acusados se sentaron varios trabajadores de FEVE denunciados: un inspector, un jefe de estación, tres personas del puesto de mando de Santander, y el factor de la estación de Carranza. Las familias de las víctimas les acusaron de cuatro faltas de imprudencia leve, una por cada muerto.

«Queríamos llegar a este juicio para conocer la verdad, porque hasta ahora sólo se ha conocido la verdad de FEVE. ¡Es tan fácil echar la culpa a los muertos! Está muy claro que el accidente se produjo por una serie de fallos humanos. Muchos se podían haber evitado con medidas de seguridad, que no había. Mi marido me contó muchas veces que faltaban estas medidas; me dijo que un día se iban a quedar tirados en la vía y les iban a comer los lobos porque no había seguridad de ninguna clase», decía entonces Rosario Rebanal, viuda de Quintana. Las tres mujeres de los fallecidos y la madre de Guerra, el único soltero, lamentaban que hasta ahora la empresa había optado por el camino fácil, el de «culpar a los muertos».

En noviembre de 2004 llegó el falló del juzgado de Balmaseda, que decía que el suceso podría haberse evitado si el factor de FEVE hubiera estado en su oficina y le condenó a una multa de 1.440 euros como autor de cuatro faltas de homicidio por imprudencia leve. Los otros implicados fueron absueltos. Pero el asunto no quedó ahí. La interpretación de la Audiencia Provincial de Vizcaya, unos meses después, fue distinta:eximió de toda culpa al jefe de estación y el tribunal entendió que el maquinista que partió de Bilbao y su ayudante provocaron la colisión. Que fueron víctimas «de su propia conducta peligrosa», ya que «no atendieron las prescripciones reglamentarias esenciales» del tráfico ferroviario. Hasta hoy esa es, al menos, la verdad judicial.

Además de la pérdida de vidas humanas, el accidente provocó un desastre ecológico al haberse vertido al río Carranza parte del combustible de los trenes y por las toneladas de desechos metálicos. Los técnicos medioambientales tuvieron que represar el cauce a cien metros del accidente, para que dos bombas pudiesen absorber el gasóleo. Se produjo en el año 2000 una catástrofe más propia de la anterior revolución, la industrial. Los sindicatos se quejaron de que en la línea Bilbao-Santander se circulaba «como hacía cien años».

«Me enteré de su muerte por la radio y sólo me dijeron que el culpable había sido mi marido»

Desde el principio, las familias de las cuatro víctimas cántabras del accidente ferroviario de Carranza se sintieron maltratadas por FEVE. Desde el mismo momento en que se produjo el siniestro. Lo dijeron durante el juicio, antes incluso en multitud de cartas al director en El Diario Montañés y ahora, 19 años después. Rosa María García, viuda de Esteban Manteca y madre de los cuatro hijos que el maquinista dejó huérfanos aquel 7 de septiembre, recuerda que se enteró por la radio. «Estaba trabajando y sobre las diez escuché la noticia. Esto había pasado 90 minutos antes. Me fui directamente a las oficinas de FEVE en Santander y lo primero que me dijeron es que la culpa había sido de mi marido», lamenta.

«Los vivos pueden dar su versión, los muertos no», resume García, quien asegura que las cajas negras de las máquinas nunca aparecieron y no fue posible determinar quién originó el «problema de comunicación o coordinación» que desencadenó todo. Esa fue la postura que mantuvieron todo el tiempo las familias durante el proceso judicial ante las acusaciones de la empresa y excompañeros de profesión de sus maridos e hijos.

En marzo de 2002 –antes del juicio–, María del Carmen Muñiz, otra de las viudas, se quejaba de que 18 meses después no sabían exactamente qué había pasado: «No vamos a entrar en el tema que la empresa FEVE querría; pagarnos (sí fueron indemnizados), culpar a los muertos, hasta el próximo accidente y caso archivado. No, nosotros seguimos adelante y que determinen los expertos qué pasó, si es que pueden, porque FEVE ya se encarga de ponérselo bastante difícil».

Aquellas Navidades las viudas y los padres del único soltero recibieron en sus casas un televisor con vídeo, los hijos mayores de 18 años una agenda electrónica, los de 15 una videoconsola, los de 12 un reloj y los de 8 un patinete. Ellos querían una llamada con una explicación.

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