El relato del estado de alarma contado en primera persona
Seis protagonistas cántabros cuentan las incertidumbres vividas, los miedos al futuro y cómo consiguieron sacar alguna lectura positiva de una «situación límite»
La pandemia desatada por el coronavirus no ha discriminado a ningún gremio. El estado de alarma obligó a unos trabajadores a confinarse en casa y ... cerrar sus negocios y a otros a trabajar más que nunca. Seis protagonistas cuentan las incertidumbres vividas, los miedos al futuro y cómo consiguieron sacar alguna lectura positiva de una «situación límite» hasta ahora desconocida en el mundo.
Óscar López-Alonso Agosti | Comerciante
«Si me hubiera cogido en diciembre, habría sido un caos económico»
Óscar López-Alonso Agosti regenta un negocio con solera en Santander. Lleva diecisiete años instalado en la calle Camilo Alonso Vega, donde vende material de esquí y de montaña. Su padre fue un pionero al abrir la primera de este tipo en el año 1963 en la calle Rualasal de la capital. A Agosti, como todos conocen a Óscar, el estado de alarma le pilló en un mal momento, pero podría haber sido peor. «Si hubiera sido en diciembre o enero, habría sido aún más grave, un caos económico, porque tendría el comercio lleno de material de esquí sin vender», reconoce.
«Habré desaprovechado en torno a un 25% o un 30 % de la campaña invernal. El problema añadido es que lo que no he vendido lo he tenido que pagar, aunque los proveedores me han dado facilidades, y ahora no tiene salida porque, como en Cantabria ya no se esquía, no se vende», apunta. Además, no ha sido un buen año de nieve en la región. «Para nosotros son importantes las nevadas tempranas de noviembre y diciembre, sobre todo las del puente de la Inmaculada y la Constitución. Es ahí cuando la gente invierte dinero en material nuevo», explica. Y eso no ha sucedido porque comercios como el suyo ya llegaron al mes de marzo con menos ventas de las esperadas.
El fin del estado de alarma y la entrada en la 'nueva normalidad' tampoco parece que tendrá el efecto esperado. «La primera semana la gente tenía ganas de salir a comprar, pero duró diez días», afirma. «Ahora está más flojo que cualquier otro año a estas alturas», apostilla. Y el futuro no es halagüeño. «Una parte importante del negocio la tengo en las carreras de montaña y, de momento, están siendo todas suspendidas, hasta las que se iban a celebrar en agosto», comenta con disgusto.
Agosti ha aprovechado el confinamiento «para estar más con la familia y hacer esas chapuzas que siempre aplazas». También para hacer deporte, una vez que se pudo salir. «Al principio por Santander, en bicicleta. Era maravilloso, toda la ciudad iba en bici. Después, cuando pude desplazarme a otros municipios, he subido a Picos de Europa para hacer esquí de montaña», relata quien tiene en su haber, entre otras, las hazañas de haber descendido sobre un par de esquíes las caras norte de Peña Prieta y Castro Valnera.
Almudena Cobo Fuente | Cajera
«Vivía en un estado de nervios permanente, fue un auténtico infierno»
Lo ha pasado muy mal, reconoce. Para Almudena Cobo, que trabaja de cajera en el supermercado Lupa de Requejada, el estado de alarma fue «un infierno porque vivía en un estado de nervios permanente». Ahora lo lleva un poco mejor, aunque aún le cuesta. A ella, como al resto de compañeros de gremio, le tocó seguir en su puesto pese al confinamiento decretado, puesto que su sector, el de la alimentación, fue declarado de primera necesidad. «Nos dio mucha impotencia porque estuvimos al pie del cañón con un riesgo similar al de los sanitarios pero sin sus medidas de protección», cuenta. «Lo peor fue al principio cuando se produjo la avalancha de compradores», recalca.
«Soy muy tímida y correcta con los clientes pero con uno, he de reconocer, perdí los papeles. Era de los que venían tres o cuatro veces por la mañana y por la tarde», cuenta. La ansiedad le fue en aumento y comenzó a tener síntomas que le obligaron a cogerse una baja laboral y someterse a una cuarentena de quince días. «En lugar de pasarla con mi madre, que también se tuvo aislar, me marché a un piso que acababa de comprar pero en el que no tenía dada de alta ni el agua. Lo hice porque pensaba que el virus podía transmitírselo yo a ella», explica.
Después le tocó regresar a la caja, lo que le produjo «mucho miedo». «Pensé que a la vuelta, ya con todas las medidas de seguridad, me sentiría mejor. Creí que la sociedad iba a estar más concienciada, más empática y que seríamos mejores personas, pero fue un espejismo», relata. «Ni los jóvenes ni los mayores aún lo entienden. Estoy cansada de repetir cada dos por tres las normas que deberíamos tener ya interiorizadas», recalca.
La «pesadilla» no terminaba para Almudena cuando acababa su turno. «Lo mío era horrible, me quitaba la ropa en la entrada de casa, lo metía en una bolsa y pedía a los míos que ni se me acercaran. Me afectó al comportamiento con ellos. Llegaba tan estresada que no quería que me tocaran, ni siquiera que me rozaran, hasta que no me duchaba», afirma.
Como sólo podía salir para trabajar, desconectaba a través de la lectura. «Lo intentaba, pero no me concentraba del todo. Para mí el espectáculo diario, a lo que esperaba cada jornada, era salir al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir», cuenta. Aunque ahora está mucho más tranquila, reconoce, «aún trabajando en un supermercado, donde estoy habituada a tratar con tanta gente, me da miedo salir por ejemplo a una cafetería a tomar algo».
«Como ya nos dejan salir a la calle, todo el mundo piensa que todo ha terminado, pero el virus aún está entre nosotros y la gente me parece que lo está olvidando muy rápido», advierte.
Alejandra Martínez Cuesta | Enfermera UCI
«Lo más triste han sido las muertes y la soledad de los pacientes»
Su colectivo ha sido uno de los que más de cerca ha vivido los devastadores efectos del coronavirus. Alejandra Martínez Cuesta tiene 29 años y lleva cinco de enfermera en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de Valdecilla. Como el resto de sus compañeros, ni los más veteranos, nunca se había enfrentado a una pandemia de esta magnitud. «Lo peor y más triste de todo han sido las muertes y la soledad a la que se han tenido que enfrentar los pacientes», afirma sin dudar.
La aprobación del estado de alarma «puso patas arriba» el hospital. También la manera en que sus profesionales tuvieron que encajar el reto. «El sentimiento principal era de miedo a lo desconocido. No sabíamos a lo que nos enfrentábamos, si nos íbamos a contagiar nosotros o al llegar a casa nuestras familias», explica. «Después nos fuimos habituando y nos ha servido para trabajar más aún en equipo», añade. Reconoce que lo peor viene ahora: «Nos ha salido la fatiga emocional y psicológica que teníamos dentro. Al principio nos comíamos el mundo, pero en cuanto las muertes desaparecieron y los casos se redujeron hemos empezado a ver nuestras debilidades y el trabajo ha comenzado a pesar».
Alejandra no considera que los sanitarios sean héroes. Ese papel se lo deja a los enfermos. «Ellos sí que han luchado», admite. Por eso, cuando a las ocho la población aplaudía, «al principio –confiesa– fue emocionante», pero después, cuando la gente pudo salir y vio el panorama, «ya no me hacía tanta gracia». «Hay mucha relajación y lo que peor llevo es cuando paseo y veo que se saludan con dos besos. No puedo con ello», admite.
De los días de confinamiento, en lo laboral, recuerda «cada alta de un paciente como una victoria. Era la gasolina que necesitábamos para seguir». También los encuentros de los familiares con los pacientes ingresados, aunque fuera a través de una plataforma que creó junto con otra compañera para que pudieran recibir correos electrónicos y posteriormente videollamadas.
Alejandra aprovechó el tiempo que tenía libre para intentar desconectar a través de hobbies que había olvidado «como el piano, que no lo tocaba desde hacía quince años, o la pintura». Eso fue cuando pudo regresar a su domicilio, porque antes compartió piso con dos compañeras de trabajo. «Eso me ayudó mucho porque la ansiedad y los miedos y las experiencias son más fáciles de entender con gente que trabaja en lo tuyo. Nos sirvió para canalizar todo lo que estábamos viviendo», subraya.
De aquellos días no olvida lo «horrible» de tener que utilizar el equipo de protección. «Lo del EPI era y es matador, pero entonces aún más. Mascarilla, pantalla facial, guantes dobles, calzas, buzo, gorro... Además yo uso gafas, y la mascarilla la tenía que fijar con esparadrapo para que no se me empañasen. Con la situación de estrés y las carreras que nos pegábamos, acabábamos con la cara como los buceadores cuando salen del agua», relata.
Carlos Teja | Jefe de Urgencias del Hospital de Laredo
«Me he enfrentado a situaciones difíciles, pero ninguna como esta»
Acostumbrado a trabajar en una de las áreas más delicadas de los servicios sanitarios, Carlos Teja, médico jefe de Urgencias del Hospital Comarcal de Laredo, reconoce que nunca imaginó una crisis como la provocada por el coronavirus. «Me he enfrentado a situaciones difíciles en mi carrera, pero ninguna como esta», sentencia. Lo hace mientras diseña el calendario laboral de su departamento, que poco a poco va recobrando la normalidad.
Los profesionales de la salud sí vieron antes que el resto la que se venía encima. «La primera semana de febrero –un mes antes de que se decretara el estado de alarma– ya celebramos una reunión para diseñar cómo afrontaríamos la pandemia. Cambiamos completamente la estructura del hospital», explica. Todo se orientó con el fin de contar con el mayor número posible de recursos humanos y materiales para luchar contra el covid-19. «El problema es que casi se llegó al colapso. El 80% de los pacientes ingresados entre marzo y abril lo fueron por esa enfermedad. Y las urgencias, que es donde habitualmente estoy centrado, se redujeron a la mitad», añade. «No había traumas por caídas ni accidentes deportivos ni de tráfico, también se redujo notablemente la asistencia de niños. Ahora ya estamos en torno a un 80% de nuestro ritmo habitual y con la apertura de tránsito con el País Vasco aumentará, porque el 55% de la gente que acude aquí en verano es de allí», ahonda.
Como responsable de Urgencias, está acostumbrado a vivir situaciones delicadas pero, reconoce, «ha habido momentos muy duros porque muchos eran mayores e ingresaban solos». También ha visto cómo los trabajadores han tenido que enfrentarse a lo desconocido. «Algunos han pasado miedo por un posible contagio o por si se lo transmitían a sus familias al llegar a casa. Muchos se duchaban concienzudamente en el hospital y después en sus domicilios», relata.
«Lo mejor de todo, puestos a sacar una lectura positiva, ha sido que en estas situaciones de alerta máxima, que es cuando más se exige a los profesionales, más y mejor han rendido. Y quiero hacer un reconocimiento especial, se lo he transmitido personalmente, al colectivo de la limpieza. Han sido básicos, sin ellos hubiera sido imposible nuestro trabajo», subraya.
El jefe de Urgencias de Laredo asegura que no lo ha llevado tan mal. «Lo peor –cuenta– era cuando iba a casa de mi madre y me quedaba la duda de si no estaría llevando el covid-19», explica. Como al resto, le ha costado desconectar. «Una vez en tu domicilio, fuera del trabajo, era imposible no pensar en los pacientes que habías dejado en el hospital. Yo estoy más en áreas de coordinación, pero mis compañeros han tenido además que aguantar lo duro que es llevar los equipos de protección (EPI) tanto tiempo», apunta. Para aislarse, se refugiaba en uno de sus hobbies. «Lo que más me evade es escuchar música clásica y en estos meses lo he podido hacer mucho, sobre todo en el trayecto en coche que hay entre Santander, donde resido, y Laredo», concluye.
Hermi Gómez | Encargada en una residencia
«La mayor angustia fue no poder hacer más por nuestros chicos»
El coronavirus se ha cebado especialmente con las residencias. En la de Cadmasa, en Las Caldas de Besaya, trabaja Hermi Gómez, que es la encargada. Allí atiende a chicos con discapacidad intelectual que no se han librado de la cara más negra de la pandemia: dos de ellos muy queridos en el centro, Aitor y Javier, fallecieron. «La mayor angustia ha sido no poder hacer más de lo que nos decían las autoridades sanitarias», explica. «Aquí tenemos personas con muchas patologías y era muy complicado», subraya. «Lo peor, por desgracia, nos tocó desde el primer minuto. No conocíamos la enfermedad, llamábamos al 112 y nos remitían al teléfono del covid-19 y en este de nuevo al 112», relata.
La pandemia trastocó la organización interna del centro y la de sus trabajadores. Algunos comenzaron a desarrollar los síntomas de la enfermedad. Cuantos más se quedaban de baja, más aumentaba la carga de trabajo y estrés para el resto. «Hemos echado muchas horas. En algunos momentos, doce o catorce tranquilamente. Yo no quería librar, era al revés del mundo, porque en casa no paraba de darme vueltas la cabeza. Prefería estar en el centro para ayudar. Hasta que todo no se normalizó un poco, lo de librar no lo veía», admite.
Como medida de precaución, tanto ella como el resto de sus compañeros, decidieron confinarse juntos para, en caso de que hubiera algún positivo, no contagiar a sus familiares. Primero lo hicieron en el pabellón de deportes de Los Corrales, después de que los locales hoteleros del municipio se negasen a acogerles. Después, el Ayuntamiento de San Felices de Buelna les ofreció un convento con más comodidades para que se instalasen. «Fue duro, eso es verdad. Pero también vi cosas buenas. Hicimos piña entre todos y aumentó el compañerismo. Además notamos el cariño de fuera, porque la gente nos escribía dándonos ánimos», reconoce.
A las residencias les toca ahora recomponerse y poco a poco retomar el ritmo habitual, aunque de reojo siguen mirando al futuro. «Me da un poco de miedo, he de reconocer. No me quiero ni imaginar que por cualquier motivo esto vuelva y regresemos a la situación que ya hemos conocido», explica preocupada. «Estoy de acuerdo con que hay que recuperar la normalidad, pero hay cosas que se ven a diario y no son ni medio normales. Sé que no podemos hacer nada por cambiarlas», añade. «La gente tiene que ser consciente de que la enfermedad sigue estando ahí fuera», recalca.
Uno de los mayores temores de Hermi es lo que les puede suceder a sus chicos al desaparecer el estado de alarma. «Ya pueden salir libremente, pero si uno de ellos lo coge pues ya tenemos todos un problema», reconoce. Para que esto no suceda han trabajado mucho la comunicación, para que sean conscientes de las medidas de precaución que deben tomar cuando no estén en el centro. «Lo complicado será cuando ya salgan solos, porque no sabremos si respetarán las normas. Les hemos insistido muchísimo en que deben llevar siempre la mascarilla y lavarse las manos frecuentemente», señala. En su opinión, «debería haber un protocolo distinto» adaptado a personas con discapacidades intelectuales.
Familia López Cobo | Taberna Kino's (Miengo)
«Lo peor ha sido no poder trabajar y tener que hacer frente a los pagos»
La declaración del estado de alarma cogió a la familia López Cobo trabajando en el bar que tienen en Miengo, aunque Joaquín López 'Kino' , su mujer Encarna Cobo y su hijo Joaquín ya habían decidido previamente que cerrarían. «A la media hora de escuchar a Pedro Sánchez, trancamos la puerta. No esperamos ni al día siguiente», cuenta Encarna mientras atiende la barra. «A Inés, nuestra otra hija, ya la habíamos hecho venir de Madrid porque le mandaron teletrabajar en la revista Hola donde es diseñadora gráfica», añade. «Lo hicimos por miedo, porque nosotros ya somos mayores, en un bar entra mucha gente y aquí cuando más afluencia hay es el fin de semana que vienen los que tienen en el pueblo su segunda residencia», puntualiza.
Lo que no se imaginaban era que iban a estar tanto tiempo en casa. «Lo peor ha sido no poder abrir durante estos meses y tener que hacer frente a los pagos», explica Kino. «Nosotros somos tres en el negocio y nos vinieron encima, habiendo trabajado sólo medio mes de marzo, la cuota de autónomos, la luz y el agua, el IVA... Y menos mal que el local es nuestro y no tenemos que pagar renta», relata. Para poder hacer frente a la situación se acogieron a las diferentes ayudas, que «paliaron en parte» la merma de ingresos, y tiraron de los ahorros. «También Inés, que era la única que podía seguir trabajando, nos echó una mano», subraya Encarna.
Esa fue la cara amarga pero hubo otras más dulce, porque a lo que no estaban acostumbrados tras catorce años de actividad era a coincidir los cuatro tanto tiempo juntos. «Ha sido lo mejor, sin duda», explica Inés. «Ella suele venir de Madrid una vez al mes y siempre en fin de semana, que es cuando más atareados estamos. Muchas veces el único rato que compartimos es cuando comemos en el bar, pero es difícil porque si entra algún cliente hay que levantarse lógicamente para atender», añade Encarna. «Hemos hecho familia y nosotros hemos disfrutado de ellos, que ya vamos para mayores», sentencia el matrimonio. Kino, por su parte, se ha ocupado de «poner la casa y el bar patas arriba y hacer esas cosas que se dejan de año en año y que nunca te da tiempo a hacer».
«Pues yo lo he llevado genial: películas, videojuegos, los perrucos y estar con mi hermana», exclama Joaquín hijo, que lamenta en cambio «no haber podido jugar al fútbol americano –compite con los Cantabria Bisons–, que es el único vicio que tengo».
La familia López Cobo reabrió las puertas de la Taberna Kino's el 11 de mayo. «Esperamos porque al principio sólo podían los que tenían terraza. Nosotros disponemos de una, pero al descubierto y esa semana hizo malo», relata Encarna. Con el fin del estado de alarma ya pueden regresar a la rutina, aunque reconocen que no auguran una pronta recuperación. «El ritmo ha dado un bajón terrible. Esto es un pueblo donde la gente tiene mucho miedo, hay muchas personas mayores», asegura. «El negocio está al lado del ayuntamiento, de una clínica veterinaria y de una peluquería. Vivíamos también de las colas, de la gente que venía a hacer gestiones y tenía que esperar y se tomaba algo. Pero como ahora la burocracia se ha vuelto más eficiente, ya no tienen la necesidad de parar para hacer tiempo», explica Joaquín hijo.
Las esperanzas de la familia pasan porque sea «un verano bueno» en lo climatológico «porque se trabaja más». También miran de reojo «la respuesta de los que vienen de la Meseta a la casa o el piso de vacaciones, que hay muchos en el municipio».
«Y también es muy importante que no les falle el trabajo a los del pueblo, porque, claro, si las economías empiezan a resentirse y los ERTE acaban en despidos, ¿quién va a gastar dinero en los bares?», se preguntan los tres.
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