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Antonio Buero, en octubre de 1949.
Un dibujante de la palabra

Un dibujante de la palabra

Buero dejó constancia de su afición a la pintura en sus retratos pero también en el carácter visual de sus obras de teatro, para las que hizo verdaderos bocetos

iñaki ezquerra

Sábado, 22 de octubre 2016, 15:26

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La faceta de dibujante del dramaturgo Antonio Buero Vallejo ha sido muy poco difundida y, si ha tenido noticia el lector medio español de ella ha sido gracias al célebre retrato que le hizo a Miguel Hernández en enero de 1940, cuando coincidieron ambos en la prisión de Toreno. En ese emblemático dibujo a lápiz ya está presente su estética dolorida, su rayado humanizador, su profundización óptica y ética en las huellas físicas que ha dejado en un rostro el sufrimiento de la guerra y de la cárcel; esa dramática angulosidad de las facciones que quizá limó el compañero de fatigas Buero porque al fin y al cabo se trataba de un recuerdo que el poeta de Orihuela quería enviar a su pequeño hijo para que no se olvidara de cómo era su padre. Sin embargo, ese retrato es sólo una muestra del talento pictórico de nuestro hombre, que merecía mucha más atención porque no sólo fue un buen dibujante sino eso que se le pide a un artista para ser considerado tal: que sea capaz de verter en el trazo sobre el papel su personalidad, un mundo propio y una interpretación particular de la realidad, de la existencia o del hecho estético. La exposición que se inauguró el pasado 9 de septiembre en la Biblioteca Nacional con motivo del centenario del escritor, y que permanecerá abierta hasta el 6 de noviembre, le hace cierta justicia porque se detiene en ese aspecto de su creatividad que fue fundamental hasta en su manera de concebir el arte dramático, al que se acabaría dedicando el resto de su vida.

Buero Vallejo no sólo escribía teatro sino que lo dibujaba, lo visualizaba al escribirlo; representaba las escenas, la distribución de los muebles y de los personajes en una infinidad de bocetos. El carácter visual de sus obras llega al punto de que forma parte del propio argumento, genera éste y lo modela en muchos casos. En Historia de una escalera, los descansillos, las ventanas, las barandas, los escalones, la luz y la sombra que se derraman sobre esos interiores de una casa de vecinos no es que sean parte de la trama sino que son la trama. En El concierto de San Ovidio es fundamental la escena del apagón en la que el empresario sin escrúpulos, que se aprovechaba de los ciegos de un hospicio, queda de pronto indefenso ante uno de ellos que se mueve como pez en el agua en medio de la oscuridad y que lo persigue hasta matarlo a garrotazos. El mismo tema de la obra es la ausencia de visión de la que participa, comprometido, el espectador cuando desaparece la luz del escenario. En La Fundación, el espacio en que se mueven sus cinco protagonistas muda de un modo tan plástico como simbólico. La grata estancia con excelentes vistas del centro de investigación, en el que supuestamente trabajan, es una ilusión de uno de ellos que de pronto se revela como una sórdida celda en la que esperan su ejecución. Y la alusión a la pintura se hace aún más explícita en el Goya o El Greco presentes, respectivamente, en El sueño de la razón y Misión al pueblo desierto o en el Velázquez de Las meninas y del Diálogo secreto, que es literalmente un homenaje al conocido cuadro de Las hilanderas.

La exposición de la Biblioteca Nacional lleva el título Del dibujo a la palabra, pero podría haberse titulado también De la palabra al dibujo porque la obra de Buero Vallejo es un dilatado diálogo entre las dos artes y ambas forman en su legado un todo complejo y compacto. Buero Vallejo fue en realidad un dibujante de la palabra. La descripción que nos brindó de él su amigo Francisco García Pavón alude especialmente a lo gráfico de su escritura: «Aferrado a su pluma lentísima, a su letra ratonera, a sus obras difíciles y espaciadas» Y alude también a sus manos: «Su tabaco de siempre, sus trajes aburridísimos, su gesto de doloroso sentir, su apurar razones moviendo las manos como si amasase el ámbito» ¡Amasar el ámbito! ¿Qué mejor definición para las manos de un artista?

Un dibujante trágico

Donde se revela Buero Vallejo como un consumado dibujante y un inspirado ilustrador es en plena Guerra Civil, en los dibujos que realizó entre 1937 y 1938 para dos publicaciones militares: La Voz de la sanidad de la XV División y La Voz de la Sanidad del ejército de Levante. Es en esa dos revistas en las que vierte todo lo que había aprendido durante los años inmediatamente anteriores en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en la que había ingresado en 1934, cuando contaba 18 años. En esos pliegos impresos está un Buero anterior al retrato de Hernández que sirve con entusiasmo juvenil a la causa republicana. Se conservan 55 dibujos de su colaboración en los panfletos bélicos, entre los que hay gráficos, croquis, planos esquemáticos sobre movimientos de tropas, viñetas de divulgación sanitaria, lo que podemos llamar una obra menor pero de gran significado testimonial. Entre esos trabajos se echa de menos las falsificaciones de documentos oficiales, que, al parecer y según palabras de su viuda, «se le daban muy bien».

Pero todo ese material no eclipsa al artista que irrumpe en una aguada como la de El Jardín de los Molinos y que juega con el tópico de la melancolía romántica, pero muestra a la vez una radical desolación en la fuente solitaria y machadiana que le sirve de motivo central así como un inquietante enrarecimiento en las hojas que penden sobre ella y que nos remiten al modernismo menos complaciente. En otros trabajos de esa época ya comparece un Buero directamente sombrío, existencialista e incluso expresionista, como el de las ilustraciones que acompañan a unos poemas del escritor judío húngaro Ludwig Detsinyi o a un romance de resonancias lorquianas firmado por Miguel Alonso Calvo, que es como se llamaba y apellidaba el poeta que luego firmaría como Ramón Garciasol, gran amigo de Buero desde su infancia en Guadalajara y al que aludiría emotivamente en la célebre entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en 1976. El hecho de que Calvo usara un seudónimo después de la guerra responde a la necesidad que tuvo de ocultar su pasado republicano para evitar la tardías represalias de la paz.

Sí. En muchos de los dibujos que hizo Buero Vallejo en aquella época de la contienda a lápiz, a pluma o a carboncillo se advierte una línea corta y segura, casi puntillista, y un desasosiego vanguardista en el que la crítica ha visto un precursor del cómic underground, del que el norteamericano Robert Crumb sería el máximo exponente. Pero Buero tiene referencias más lejanas y cercanas, bien en la fantasmagoría gótica y decimonónica de Gustavo Doré, de quien, por cierto, hizo un retrato; bien en l tenebrosidad expresionista de los carteles cinematográficos que se diseñaban ya en la década de los veinte. El mismo retrato en contrapicado que hizo de un Santiago Ramón y Cajal ataviado de negro desde el cuello a los zapatos guarda un desasosegante parentesco estético con la cartelería del Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau o de El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, que a su vez son trasuntos del célebre Grito de Edvard Munch. ¿Quería Buero Vallejo, con esa imagen fantasmagórica del Nobel de Medicina español sugerir el grito dramático del humanismo derrotado por la guerra?

Pero, más lejos de ese carácter vanguardista y pionero, hay en todos los trabajos de Buero y de manera muy especial en los retratos que haría durante la guerra o los años inmediatamente posteriores de paso por diferentes cárceles de España, una «voluntad camusiana de rehumanización del hombre en medio de un tiempo de barbarie». Buero Vallejo es un dibujante trágico. Y es un pariente ético de Albert Camus. Lo sería más tarde y quizá de una manera consciente en su teatro, pero lo fue asimismo durante aquellos años en los que Camus no era ni conocido. Y lo fue por coincidencia, por compartir ambos una visión hondamente dolorida del ser humano que busca su dignificación en una mirada, en un gesto, en un acto de generosidad con los otros.

De los retratos que Buero Vallejo hizo de sus compañeros de contienda y después de prisión, lo que tienen todos en común es la inmensa dignidad que destilan. Es el caso del que le hizo al médico húngaro Óscar Goryan, a cuyas órdenes trabajó como sanitario en el frente del Jarama. Y es también el caso del que le hizo al comandante del ejército republicano Narciso Julián, compañero suyo en El Dueso; el que realizó del cabo ametrallador de aviación Rafael Navarro, a su paso por la cárcel madrileña de Yeserías; el archiconocido de un Miguel Hernández condenado a muerte...

Ensayista y poeta

Hay otras dos facetas de Buero Vallejo la de sus ensayos y la de su poesía que quedaron eclipsadas por su prestigio como autor dramático hasta el punto de que hoy no es fácil acceder a ellas porque las publicaciones en las que se fueron vertiendo en su día han quedado agotadas, descatalogadas y pendientes de una reedición. Es el caso de Tentativas poéticas, una amplia colección de versos publicada en 1991 por la editorial malagueña Canente; el de Marginalia, volumen misceláneo que contiene algunas de sus composiciones y que fue editado por el Club Internacional del Libro en 1984, o el de la edición crítica de su Obra completa, realizada por Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco para Espasa Calpe en 1994. En la faceta poética es destacable su buen pulso para el endecasílabo conciso y preciso conceptual y metafóricamente, como lo demuestra el soneto que le dedica a Rafael Alberti en 1972 cuando aún se halla en el exilio y él lo echa de menos en un viaje que hace a su Cádiz natal: «la Capital dormida que te sueña/ esperando que el alba la despierte».

Pese a dedicar numerosos poemas a sus amigos de la generación del 27 (a Alberti, a Aleixandre, a García Lorca, al santanderino Gerardo Diego, a Dámaso Alonso, a Jorge Guillén...), Buero Vallejo sería un poeta que se inscribe en la generación del 36 (la de su amigo Garciasol y la del propio Hernández), en la que ya la vanguardia queda tamizada por un regreso sabiamente contenido e inevitablemente pendular a la tradición. El soneto dedicado a Guillén sintoniza perfectamente con la austeridad formal y anímica de los Sonetos a la piedra de Dionisio Ridruejo: «Afiladas aristas de alegría/ surcaban el metal centelleante,/ los suaves poliedros, la incesante/ congelación donde tu luz ardía.»

La faceta de ensayista se inicia en Buero con un «estudio crítico biográfico» de Gustavo Doré que publicó en 1949 por encargo. A ese texto se añaden las reflexiones de Tres maestros ante el público: Valle-Inclán, Velázquez, Lorca, que publicó Alianza Editorial en 1973 y que dan fe de sus lúcidas obsesiones. De Valle-Inclán le interesaba no sólo la plasticidad y el colorido escénicos sino el esperpento con el que forzaba los límites de lo dramático hacia lo grotesco. De Velázquez, le fascinaba la premeditada planificación espacial e intelectual de sus cuadros. Con Lorca la identificación provenía de su condición de víctima sacrificial de la Guerra Civil, que le igualaba al propio padre de Buero, fusilado, como el poeta, en la confusión y el torbellino de la contienda, así como de su vertiente pictórica, que compartía con Alberti, y de su sentido trágico en relación con la realidad y la irracionalidad ibéricas.

Una de las claves de esos ensayos está en la razón y en la sinrazón como dialéctica recurrente. No es extraño que en su discurso de entrada en la Real Academia, pronunciado en 1972 (sólo un año antes), el tema fuera García Lorca ante el esperpento, un título que remite al mismo círculo de preocupaciones nacionales, intereses intelectuales y autores referenciales. Pese a sus incursiones expresionistas, para Buero Vallejo el dibujo no es una vía de distorsión de la mirada ni de su objetivo sino de «rehumanización» y «racionalización». Como la deformación del espejo que constituye el esperpento era, para Valle-Inclán, el único recurso con el que se podía reflejar de modo fiel una realidad a priori deforme y devolverla a su medida realista, el dibujo y la pintura son, para Buero Vallejo, un camino de reencuentro con lo real, lo racional, lo moral y lo sentimental.

Lo dice mejor que nunca en los dos tercetos encadenados que cierran su soneto a Velázquez y que son toda una poética:

«La razón te defiende y se congela

paleta de apretado silogismo

sobre la infanta, el perro, el rey, la tela.

Alerta siempre ante el hispano abismo

De flema te disfrazas, de cautela.

Pero el amor te salva de ti mismo.

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