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Inteligencia sintética

Inteligencia sintética

Icono de la electrónica más exigente y cerebral, Autechre sigue siendo el gran referente de la generación de experimentadores surgida en Reino Unido a principios de la década de los noventa

David López

Martes, 16 de febrero 2016, 18:11

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Los caminos que habían emprendido por separado Rob Brown y Sean Booth se cruzaron en 1987. Entonces poco quedaba de aquel Gran Manchester pútrido y depresivo que propició la irrupción de Joy Division a finales de la década de los setenta, de aquel ruinoso pasado victoriano que encarnaba la vulnerabilidad y la dimensión testamentaria que Ian Curtis imprimió en las letras de sus canciones. En la tierra de los 'cotton mills', de las fábricas decrépitas y los pozos mineros que agonizaban ante la desidia institucional, el incipiente capitalismo perfilaba paisajes de metal y óxido, la semilla de un nuevo urbanismo global que también alentaría las pesadillas posindustriales del realizador japonés Shinya Tsukamoto. En una era en la que el lenguaje se contaminó de eslóganes y acuñaciones tecnológicas, una juventud desaforada, regida por impulsos viscerales, se adhería al hedonismo como si el mañana solo fuese una ficción, la última artimaña de una agencia publicitaria. Algunos no vivieron en primera persona la revolución del éxtasis, pero las estaciones de radio locales, que importaban 'white labels' al otro lado del Atlántico, educaron sus oídos con sonidos duros, agresivos y artificiales que mutaban al propagarse a través de las ondas británicas.

«Me atrae esa sensación futurisya que produce el lectro (Sean Booth)

Dos adolescentes crecieron en Rochdale embriagándose de los destellos que la cultura de club irradiaba desde algún lugar remoto de Estados Unidos. Soñaban con máquinas. Reimaginaban el score del futuro con secuenciadores y cajas de ritmos. Brown y Booth aprendieron a amar los clichés del electro y el hip hop de la vieja escuela mientras coleccionaban vinilos de doce pulgadas que llevaban estampada la firma de Grandmaster Flash, Man Parrish y Knights of the Turntables. Aunque resulte chocante dada su evolución ulterior, Autechre (pronúnciese 'auteker') germinó al compás de las melodías y los ritmos programados de Kraftwerk que emulaban pioneros como Cybotron y Mantronix. O Afrika Bambaataa, cuyo decisivo 'Planet rock' precisamente saqueaba sin miramientos 'Trans Europa Express', tema central del álbum homónimo de la banda alemana. También en casa hallaron la inspiración al descubrir los collages pop de Art of Noise, figuras preeminentes de una vanguardia londinense que les enseñó a apreciar la belleza en la textura del ruido y el potencial ilimitado del sampler. Sólo pequeños apuntes sobre esas influencias primigenias que el dúo no dudaría en honrar y compartir el pasado año en un extenso mix de cuatro horas para un podcast del sello neerlandés Dekmantel.

Como pilares fundamentales del catálogo de Warp, la discográfica donde encontrarían acomodo otros visionarios como Aphex Twin y Boards of Canada, con Autechre la electrónica atravesó un estadio de máxima abstracción y complejidad bajo el imperio del formalismo críptico. Música cerebral y poliédrica, en ocasiones disonante y abrasiva, que obedece a la deconstrucción de tiempos y patrones, que responde a un mecanismo de rigurosidad espartana que filtra y deforma el universo melódico. Brown, que cursó estudios de arquitectura, reconoce que su formación académica contribuyó a la hora de reconfigurar y manipular el espacio sonoro. En ese engranaje las piezas crujen, sufren quiebros abruptos y estallan adoptando formas líquidas en perpetuo estado de transformación. Suficiente osadía para que en los noventa su talento no pase desapercibido y cause admiración en grupos como Radiohead, Stereolab y Tortoise, o en cineastas adictos a las decisiones suicidas como Darren Aronofsky ('Kalpol Intro' palpita en el interior de los fotogramas de 'Pi', su ópera prima). Siempre inquietos, en Gescom, un proyecto paralelo en el que participaron otros totems como Russell Haswell o Rob Hall, concibieron otra vía «para divertirse, sin preocuparse por su notoriedad, retornando a las bases del techno».

«Brown y Booth construyeron esculturas sonoras horripilantes, pero extrañamente fascinantes: abstrusas y angulares concatenaciones de glifos sónicos, bloques de distorsión y tonos de sampler mutilados, con algún que otro ligero respiro ocasional en forma de preciosos paisajes rítmicos de campanillas de color» (Simon Reynolds, en 'Energy Flash')

En el siglo XXI, lejanos ya los días de la euforia raver y la Roland TR-606, encaran el desafío definitivo frente a su legión de imitadores, el salto al vacío que David Bowman acomete en su viaje más allá de Júpiter. Su monolito es la deriva matemática, la teoría fractal aplicada al trabajo de composición de extraños artefactos que transportan a su destinatario a un mundo cibernético y extraterrestre, siniestro por naturaleza, cuya lógica interna se pliega a formulaciones aleatorias y algoritmos. No dispensan concesión alguna, sólo autismo, introspección y acritud. Ellos mismos se vuelven esquivos: restringen drásticamente sus apariciones públicas y conceden entrevistas con cuentagotas. En su apología del radicalismo no hay marcha atrás posible. Ahora el profeta, el verdadero héroe, es el diseñador de software, el artista de la programación no lineal y el procesamiento digital que, como la joven Lain en el anime de Ryutaro Nakamura, ha localizado a Dios en la red de redes («Autechre representa la más oscura manifestación de la divinidad», como reza un comentario anónimo en YouTube).

Antes de proyectar sesudos laberintos mentales, 'Incunabula' (1993), una compilación de material antiguo, y 'Amber' (1994), la segunda parada del trayecto, aún rendían un culto explícito a sus raíces en la escena electro y se permitían flirtear con el funk en cortes como 'Lowride', toda una rareza por contener un sample de 'The Doo Bop Song', testamento de un Miles Davies que a sus 65 años fantaseaba con apropiarse de las sonoridades de la calle. En perspectiva, son álbumes evocadores y melancólicos, incluso cálidos y luminosos a ratos, donde el peso recae sobre las ambientaciones, las sensaciones físicas y las impresiones orgánicas. Como recuerdos tangibles de la vida en un planeta distante. Sentaron cátedra y en España, por ejemplo, epataron a esas almas sensibles que, como avala el documental 'El giro electrónico' en alusión a Sideral y sus secuaces del Nitsa, concentraron sus esfuerzos en ser diferentes antes que en ser algo. La transición se inicia tras la publicación de 'Tri Repetae' (1995) y su discurso gélido y ensimismado, la primera toma de contacto con sus características estructuras metalizadas. Si 'Confield' (2001) es un rompecabezas caótico, atonal y glacial, 'Draft 7.39' (2003) y 'Untitled' (2005) simbolizan, pues, el triunfo del matematismo, el advenimiento del esplendor geométrico y cubista. Será el mastodóntico 'Exai' (2013) el que ejerza, finalmente, como corolario-resumen de esta ruta natural.

«El mejor álbum de electrónica de todos los tiempos es 'Amber'. Si tuviese que deshacerme de todos mis discos y quedarme con uno solo por el resto de mis días, sería éste. Para mí es imprescindible» (Óscar Mulero, en 'El País')

En 'Cybearts 2000: International Compendium Prix Ars Electronica' (Springer, 2000), Hannes Leopoldseder y Christine Schöpf otorgan a Autechre la paternidad del «orbe de 'glitches' y microsonidos en el que hoy habitamos». De este modo, los autores colocan la obra de Brown y Booth en la misma órbita posmoderna de otros agitadores culturales como Oval. Mark Richardson lo explicaba así en Pitchfork: «Antes de Oval, nadie escuchó el CD. Oíamos la música registrada en el disco compacto, pero los germanos Markus Popp, Frank Metzger y Sebastian Oschatz nos permitieron escuchar por primera vez el formato en sí mismo». El editor ejecutivo de la publicación de Chicago se refiere al 'glitch', al fallo técnico, «una pequeña unidad de sonido sin principio ni fin naturales, la combinación de un clic y un chirrido». Aquella generación de experimentadores recurrió a la filosofía del 'clicks and cuts' para ponderar la estética y la fisicidad del error informático. A su manera, y sin pretenderlo, especulaban sobre los detritos de un porvenir imperfecto. Nuestro presente.

Brown y Booth nunca han renegado de sus convicciones políticas y su compromiso con la sociedad de la época. 'Anti' (1994), cuyos beneficios destinaron a la causa de los derechos civiles, puede interpretarse como un reproche al Gobierno británico por la puesta en marcha de una legislación que perseguía y prohibía las raves, «fiestas en las que se escucha música con beats repetitivos». En la nota adjunta del EP disparaban con ironía: «Aviso. 'Lost' y 'Djarum' incluyen beats repetitivos. Os aconsejamos no reproducir estos tracks si sale adelante el proyecto de ley de justicia penal () Recomendamos a los DJs que un abogado y un musicólogo estén siempre presentes en sus sesiones para confirmar el carácter no repetitivo de la música en caso de redada policial». En su trayectoria, la pareja ha demostrado que la aridez y la causticidad son perfectamente compatibles, aunque, por supuesto, se trate de un sentido del humor bastante particular. Sólo hace falta atender a los títulos algebraicos que recorren su discografía o al hackeo que realizaron en su perfil de Discogs. «No creo que seamos serios, más bien nuestro público es serio», declaraban en una entrevista para la web F135 a propósito de su mordacidad marciana.

«'Flutter' es el mejor tema de IDM de la historia» (Fact Magazine)

Como consecuencia de su doble aportación a 'Artificial Intelligence' (1992), una compilación «para trayectos largos, noches tranquilas y somnolientos amaneceres de discoteca» que entendía la experiencia auditiva como un ritual solitario e íntimo, la prensa especializada colocó a Autechre en el pelotón del IDM (intelligence dance music), una etiqueta excluyente que todavía les acompaña. Con ella, una 'élite' se posicionaba frente al desenfreno sin neuronas de la electrónica de baile. Algo así como el movimiento inverso al que promovieron los ilustres del surrealismo pop al acogerse a la denominación 'lobrow art' y su ferviente defensa del mal gusto. Brown y Booth confesaban a Andy Beta, de la revista 'Vice', que «el IDM es una invención puramente americana». «Los británicos», continúan, «nunca se autopromocionarían de esa manera, que es un poco obscena para nosotros. Su obsesión consiste en racionalizar las cosas». La música se interpreta, no se conceptualiza.

En sintonía con su estilo «lúcido, estimulante y provocador» (Irvine Welsh), Simon Reynols, en su seminal 'Energy Flash' (Contra, 2014), achaca a Autechre que sus discos carezcan de «corazón y humanidad». El oyente se ve abocado a la frustración si trata de franquear «la superficie impenetrable y gnómica de su sonido». Discrepo de su afirmación. Sue Cummings, en su reseña de 'Tri Repetae' para 'Spin', habla de una moral estética y recuerda que «quien quiera encontrar resonancias emocionales en los LPs de Autechre, las hallará». Y no es una realidad exclusiva de sus primeros trabajos. En una propuesta tan áspera como 'Confield', de la anarquía esquizoide reinante en 'Pen expers' acaba brotando una preciosa cadencia de naturaleza espectral que, en su tenso juego de contrastes, brinda uno de los instantes más intensos y emotivos de la música contemporánea, de una belleza que trasciende lo epidérmico. Sirva como apostilla que, en su guía del IDM melódico, Pitchfork subraya la fuerza expresiva de 'Lost' como una de las cumbres de esta 'inteligencia emocional'.

«No hay nada que me aburra más que asistir a un concierto donde se limitan a lanzar secuencias programadas desde el laptop» (Rob Brown)

«El sentimiento global de estar dentro de la canción en un momento concreto», recalcan en el magazine francés 'D-Side', «es algo esencial de un concierto». Sobre el escenario, Autechre explota todas las contingencias del software y las posibilidades del entorno. La improvisación y la matemática aleatoria son determinantes en estas ceremonias a puerta cerrada, sin efectos lumínicos ni visuales. Sólo penumbra y desorientación. En 2015 recalaron en el Sónar veinte años después de la que hasta la fecha era su única actuación en el festival catalán. Un regalo para todos aquellos que estábamos convencidos de que jamás presenciaríamos uno de sus directos (no pisaban nuestro país desde la edición de 2006 del Primavera Club). La sala SonarHall, con sus holgadas cortinas rojas, tan apropiadas para una ensoñación lynchiana, se antojaba como el lugar idóneo para recibir su visita. Y así fue. Un «desconcertante 'blackout'» (Rockdelux) que enloqueció y dejó boquiabierta a Holly Herndon, la actual diva de la electrónica 2.0, y que este cronista anhelará para los restos revivir en un bucle eterno.

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