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Loquillo hizo las delicias de sus incondicionales en Cantabria.
El jefe de la banda

El jefe de la banda

Loquillo ofreció ayer un concierto de dos horas en Escenario Santander, donde sonaron tanto sus temás clásicos como muchos de su nuevo disco

Javier Menéndez Llamazares

Domingo, 7 de mayo 2017, 19:41

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Arrancó a las 10 en punto de la noche, pero los conciertos de Loquillo tienen un inicio distinto para cada espectador. Sólo uno sabe cuándo le traspasó aquella canción de la radio, cuándo lo descubrió en televisión, o el momento mágico de tener entre las manos un single suyo por primera vez. Sus actuaciones son en realidad parte de una obra general en marcha, que comenzó a principios de los ochenta y que se renueva con la periodicidad más frecuente posible.

Abrió fuego con Salud y rock and roll», y la escena poco tenía que ver con su videoclip; en lugar de los rockers del garito, en la marabunta de las Llamas varias generaciones compartían el mismo entusiasmo. Muchas más calvas que tupés algunos niños entre la concurrencia, y hasta un ministro de incógnito.

«Tuve muchos nombres, me vieron con otras caras, pero siempre fui yo», cantó en Línea clara. Desde luego que el Loco de anoche no era el mismo que movió multitudes hacia Sarón hace una década. Tampoco aquel tipo demasiado rocker para los punks y demasiado punk para los rockers. Aunque siga igual de lenguaraz. Y a pesar de su figura más rotunda, sigue devorando el escenario. Un simple juego de equilibrista con el pie de micro bastó para que rugiera el público.

En una época en que se regalan cajitas de experiencias, Loquillo ofrece todo un resort, convirtiendo Escenario Santander en una caja mágica de hormigón y pentagramas en la que condensar no una sino múltiples vivencias. Porque tras cuatro décadas, dispone de todo un catálogo de versiones de sí mismo: el rocker de barrio, la estrella consagrada, el crooner Pero comenzó con la que parece gustarle más, la de cantautor/cantante comprometido: con El mundo necesita hombres objeto, Territorios libres o A tono bravo desgrana su filosofía vital, una suerte de resistencia activa. Cuando llega a El mundo que conocimos «¿Dónde fue la Europa que ganamos? ¿Dónde fue la España que perdimos?» de nuevo vibra la sala. Declama, gesticula, por momentos recuerda a los mejores actores. Más que cantar, se diría que nos arenga: «salud y rock and roll que nos distingue de los rebaños mustios del poder», cantaba el Loco, sin que inquietara demasiado al ministro de Fomento.

Algo cansado tras un concierto intenso la noche anterior se debía a su ciudad de adopción, San Sebastián, el cantante busca las tablas para ceder protagonismo a la banda. Pero incluso en la sombra lo controla todo, chasqueando los dedos, ensayando sonrisas condescendientes. Fuma cuando le apetece. Es el jefe de la banda y quiere que todo el mundo lo sepa. Una banda que funciona como un engranaje.

Diez canciones más tarde, dice «Hola». En la doce, muchos entran por fin en el concierto. El rompeolas podría ser un déjà vu, pero la chica a la que canta «búscate un marido con miedo a volar» sigue ahí, en la sala, y se ha traído al maromo. Y hasta a los críos. Esta noche tiene dos horas de vacaciones de su «vida de hogar».

Es la hora de los himnos. Y parece increíble cuántos guarda en su repertorio. Cada uno agita más al público que el anterior, que corea Carne para Linda o Ritmo de garaje como si les fuera la vida en ello, mientras el Loco se da un baño de multitudes bajando a estrechar manos y besar a las chicas de primera fila. Pero la apoteosis llega con lo más inesperado: cuando honorables padres y madres de familia cantan en trance «¡uh, por favor! ¡uh, sólo quiero matarla!», salta por los aires toda la corrección política con la que nos autocensuramos desde hace una década.

En lo más alto llega el consabido amago de final, y con los bises vuelve el rocker: Quiero un camión, Esto no es Hawai, Feo, fuerte y formal, y corona con Rock and roll star, aunque sin cantar el estribillo. Quizás porque no hace falta o puede que porque sabe lo que espera su público y se lo da, pero siempre manteniendo la dignidad de quien ha rebasado el medio siglo y se puede permitir hasta la autoparodia, presentándose como ejemplo del triunfo de la evolución. Sí, todavía es aquel Loquillo. Pero es mucho más. En Cadillac solitario ofrece una interpretación perfecta, demasiado perfecta. Los mismos aullidos durante treinta años, y el mismo delirio en la sala.

Y podría pasarse toda la noche encadenando himnos, pero justo a las dos horas de espectáculo, Loquillo deja a los chicos con los punteos de Barcelona Ciudad y discretamente sale de escena. Entre bambalinas le espera el avituallamiento, y los asistentes le preguntan si va a volver a salir. Pesa mucho el esfuerzo de San Sebastián, y como atruenan las guitarras, el Loco les dice por señas que se acabó, con el gesto radiofónico de cortarse el cuello. Se seca con unas toallas y enfila hacia a los camerinos.

Sobre el escenario, cuando el gato no está los ratones juegan a ser los Who. Lanzan las guitarras, las arrastran por el suelo, las patean. Todo con mucho cuidado, eso sí, que valen miles de euros. Mientras sus compañeros se marchan con indignación impostada, Igor Paskual es poseído por el espíritu de su paisano Jorge Ilegal y deja su guitarra sobre el amplificador. Sólo queda ya el pitido del acoplamiento, dulcificado desde la mesa de sonido. Todo convenientemente preparado. Unos podrán llamarlo Rock and Roll actitud y otros pose de artista. Igual da: ha arrasado, de nuevo. Salud y rock and roll.

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