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Sino Sancho Panza

Sino Sancho Panza

La sentencia del 'procés' es un punto y seguido, nadie se ha movido, ni un solo milímetro, de sus posiciones de partida

Víctor del Árbol

Escritor y exmosso d'Esquadra

Domingo, 20 de octubre 2019, 11:27

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Si alguna cosa ha quedado clara tras la sentencia del Tribunal Supremo es que, lejos de ser un punto final, es un punto y seguido. Nadie se ha movido, ni un solo milímetro, de sus posiciones de partida. Casi quinientas páginas para explicar jurídicamente por qué se manda a la cárcel a estos hombres y mujeres que han cometido los delitos de sedición, malversación (no habría que olvidar esto) y desobediencia mientras ejercían sus cargos públicos como miembros electos. Habrá quien piense que son pocos años, quien hubiera deseado que se cumplieran las peticiones de la Fiscalía y de la acusación particular. Imaginen lo que supone estar encerrado trece, doce, once, diez, nueve años; pone los pelos de punta. Nadie, ni siquiera aquellos que entienden que el Estado de Derecho debe prevalecer por encima de cualquier desafío, puede sentirse feliz. Un solo día en prisión de esas personas ya significa un fracaso absoluto de la política. Jamás deberíamos haber llegado a esta situación.

Tampoco podrán sentirse felices aquellos que esperaban la sentencia para lanzarse a la calle. Era previsible, pero la sentencia ha reforzado su compromiso, alimentado además por la poderosa sensación de sentirse luchadores contra la injusticia. En nombre de su idea de la democracia y de la libertad, ellos consideran que es lícito coartar la de los demás. Eso tiene un nombre, pero si alguien trata de ponerles frente a esa contradicción indisoluble la respuesta será siempre la misma: «Un mal menor por un bien mayor». Y seguirán a lo suyo. Así que quien se alegre de una situación semejante es que vive en la irrealidad o simplemente es un apóstol del caos.

Y, a todo esto, la verdad dura y directa es para las personas presas y para sus familias. Ahora empieza otro peregrinaje, duro, largo y penoso. Primero el Tribunal Constitucional y después Estrasburgo –precisamente desde donde escribo estas palabras–. Entretanto habrá que soportar las visitas en los espacios comunes, las llamadas para preguntar cómo sigue todo, los permisos, el esfuerzo para no desconectarse del exterior mientras ellos sigan dentro de esos muros y la micro realidad que se crea en su interior. Imagino que algunos se reafirmarán en sus convicciones y se repetirán a sí mismos con más fuerza que nunca que no hicieron nada punible, que no sometieron a su voluntad al Parlament, que no despreciaron a la mitad de los catalanes que no querían ser parte de su 'poble', y que en lugar de ejercer la didáctica tomaron atajos con las leyes de desconexión. Afirmarán sin pestañear que se votó el 1 de octubre y que no fue una farsa. De corazón creerán que ellos encarnan el martirio y el sacrificio necesario para que la Historia cambie. Y es comprensible que así sea, porque ¿quién entregaría los mejores años de una vida, quién se arriesgaría a acabar en la cárcel por una causa que considerase ilegítima?

Pronto, empujado todo por el ruido y los acontecimientos, se olvidarán las declaraciones de algunos de los hoy condenados afirmando en el juicio que todo fue poco más que una perfomance para contentar a sus seguidores; con el tiempo se acabará negando que, defendiendo su causa, no dudaron en torcer el brazo a quien pensara de otra manera (no he olvidado las afirmaciones de Lluis Llach, los ataques contra Serrat, ni los artículos de Torra). Todos y cada uno de los eufemismos utilizados (exilio por huida, el 'poble' por nosotros o ellos, el fascismo para quien no comparte nuestra visión...) serán algún día parte de la mitología fundacional de esa Dinamarca del Sur que sueñan aquellos que hoy se sacrifican o que fingen hacerlo, gritando y acusando desde una distancia segura. Cada una de las personas en prisión tendrá en este relato del origen heroico su altar, su vigilia y su desfile de antorchas. Algunos creerán que así fue porque no pudo ser de otra manera, pero acaso otros guardarán lo que piensan para sí, mientras siguen con la consigna.

En el campo contrario (porque así de goyesco se ha vuelto el horizonte) también las medias mentiras sembrarán medias verdades. El a por ellos, los golpes de la Policía, los insultos a la diversidad, la altanería y la soberbia de quien convirtió el Tribunal Constitucional en la tijera para recortar una y otra vez cualquier posibilidad de debate político. Esa cerrazón, esa ceguera, tan propiciatoria de buena parte de lo que nos acontece, también encontrará su relato y su justificación para salvar patrias que suenan tan vacías como lo son sin aquellos que las habitan.

Quién sabe si verán su Itaca los que la desean o si España será capaz de encontrar una manera de entenderse a sí misma sin odiarse; si alguna vez podremos decir que por fin dejamos la transición atrás, que fuimos capaces de refundar el Estado, repensarnos como sociedad y, por qué no, plantearnos posibilidades hoy impensables en el marco constitucional actual.

Lo que es seguro es que estas quinientas páginas serán estudiadas durante años en las facultades de Derecho de toda Europa, que cada palabra habrá sido sopesada hasta la saciedad por unos ponentes precavidos de que cada coma será sometida a su vez a un juicio implacable.

Aquí en Estrasburgo sigue lloviendo. Me preguntan los alumnos qué pienso de esta situación. No sé cómo hablarles de la tristeza que siento. Y al final encuentro una frase de Kafka (tan propicio): «La desgracia de don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza». Quien quiera entender que entienda, les digo. Hoy hablamos en clase de los surrealistas.

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