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Entre cuarto y mitad de ternera para guiso, dos pechugas de pollo en filetes finos y un hueso de jamón, salta la sorpresa en la carnicería: «Esta tarde me voy al cine con una amiga a ver una de acción, que son las que más me gustan», oigo que le dicen a la carnicera. La sorpresa es que esa frase no ha salido de la boca de un tronista hormonado, sino de una señora con pinta de ir a la peluquería con una foto de Lola Herrera para que le copien el corte y el color. Por lo visto a la señora, conservadora en las formas y revolucionaria en el fondo, le van más los tiros y las explosiones que una de esas películas, supuestamente inspiradoras, en las que las mujeres encuentran la felicidad pasados los sesenta poniendo una librería, dando con el secreto del soufflé de queso o inscribiéndose en la Asociación de Amigos del Macramé.

Lo bueno de ser una señora mayor es que ya estás en disposición de quitarte la faja. La del cuerpo y la de la cabeza. Al menos a ratos, los suficientes para confesarte a ti misma que estás muy harta de muchas cosas y muy a favor de otras. Que te va la marcha, y no precisamente la Radetzky, que también. Que después de comer prefieres un asiático cargado de coñac al poleo menta, por mucho que te lo ofrezca el camarero de sonrisa condescendiente. Que lo mismo te pone Erland Josephson volcando su angustia existencial en un soliloquio que Bruce Willis en camiseta repartiendo mandobles. Y que, mientras preparas un sofrito para la paella del domingo, te gusta imaginarte utilizando el cuchillo cebollero para rebanarle el cuello al enemigo. Porque, en el fondo, son unas crías a las que les sigue gustando jugar. Aunque quieran convertirlas en un estereotipo enfajándolas vivas. O enfajándonos.

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