Cuiden a sus médicos
No somos subsidiarios de la admiración de nadie; somos humanos y exigimos unos derechos no sé si arrebatados o que nunca existieron
Carolina Ortiz Revuelta
Domingo, 7 de diciembre 2025, 07:56
Agotado ya el argumento de lo durísimo que resulta elegir la carrera de medicina –guiado uno no se sabe muy bien por qué y en ... la tierna plenitud de la juventud temprana– como camino para labrase un futuro, me permito estas líneas para renovar el escenario y opinar desde la perspectiva de una médico nacida en el año 1976 en una familia trabajadora (siendo esto una circunstancia objetiva y cierta, nunca un acto de heroicidad o un aval a lo acertado de mis palabras).
La medicina, como yo la conocí y continúo concibiendo aún hoy y pesar de todo, es una profesión científica y humanista en una proporción que no sabría definir. Esto es –y escribiré a partir de ahora en primera persona–, elegí 'las ciencias' de entonces en el escenario de un esquema mental –el mío– claramente dirigido hacia los valores que me fueron transmitidos en mi familia, mis escuelas y mi entorno: el de hacer las cosas tan bien como me sea posible, el del respeto a las personas cualesquiera que sean sus ideas, procedencia, etnia, religión, etc y el del esfuerzo. Y ahí, en un puñado escaso de imperativos morales irrenunciables y no exactamente definidos en ninguna parte, coloqué los cimientos de mi carrera científica. A partir de esto y, dando por hecha la premisa de que la salud de las personas no es un bien como cualquier otro, un activo comercial o un objeto para la especulación, comencé mi andadura profesional. Voy a contar aquí, como dato objetivo digno de ser conocido y –confieso– con cierto carácter autorreparador, cuál fue mi primer contrato y –sobran los ejemplos reiterados y machacones–, mi circunstancia de entonces. Era yo una pipiola de 29 años llena de conocimientos y clamorosamente falta de experiencia y de los necesarios y poco enseñados autorreconocimientos y dignidad profesional. Recién fundada mi familia en los últimos tiempos, a mi amparo se criaban (y digo se criaban) dos bebés: una niña de 24 meses y un niño de 2. Me avisaron desde el hospital de mis amores y me ofrecieron un contrato de un mes –diciembre– sin compromiso de continuidad; mi cometido era trabajar como médico de guardia, 24 horas los sábados y festivos y 17 horas los restantes, con un período de descanso entre jornadas de entre 24 y 31 horas. Conservo mi calendario de trabajo bien guardado en mi cabeza: días 1, 3, 5, 7, 9, 12, 14, 16 y 25 de diciembre de 2005. No sólo objetivo sino objetivable. Insisto, contado desde las benditas distancias y enfatizando únicamente el propio calendario, las condiciones laborales, el respeto a los derechos de los trabajadores y sus familias y la dignidad profesional (dignidad personal aparte, allí y entonces). Conciso y aséptico.
Para muestra –al recuerdo de mi madre– un botón.
Observo tiempos revueltos y realidades vertiginosamente cambiantes. Un capitalismo y un utilitarismo desgarradores, crueles y en la peor versión de sí mismos; una deshumanización y un desprecio aberrantes y arrolladores por todo lo que tenga el más mínimo aroma a humanístico a humanitario y a humanamente exigible. Una devaluación del respeto a los demás y del mutuo cuidado responsable, desde la honestidad y el reconocimiento franco. Y en ese deterioro social desolador vamos todos, los médicos también; quiero decir, no tengo ninguna duda de que, a circunstancias necesariamente mantenidas en tiempo y forma, todo irá a peor, incluidos nosotros y el destino de aquello para lo que nos formamos. Fariseos, inmorales y mercenarios aparte –haberlos, haylos–, sospecho que vocaciones de mártir quedan pocas y que el altruismo despiadado pasó de moda.
No persigo el cometido de convencer, ni nací con las habilidades para hacerlo y abandono la primera persona: no somos subsidiarios de la admiración de nadie; somos humanos y exigimos unos derechos no sé si arrebatados o que nunca existieron.
Si se me permite, un humilde y bienintencionado pensamiento en ese modo imperativo que me agrada bastante poco, fundamentalmente porque asumo al lector persona adulta –la ocasión lo merece–: cuiden a sus médicos y, por extensión, a sus maestros y profesores. Ellos deberían ser –aún pueden seguir siéndolo, confío en que estamos a tiempo de salvar la sanidad y la educación públicas–, algunas de las principales figuras garantes de un estado basado en la justicia social y la igualdad de oportunidades, aquél al que los hijos de obreros tuvimos la oportunidad de acogernos, con esfuerzo, dedicación y entrega –los nuestros y los de nuestras familias–, al famoso ascenso social que, en mi opinión, es el baluarte de una sociedad próspera, sana y merecedora de un futuro razonablemente bueno, que es el que deseo para mis hijos.
Obstetra y ginecóloga en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla y en la sanidad privada
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