En estos tiempos donde ya podemos hablar del derecho a la muerte gracias a la permisión de la eutanasia, no llevaré la contraria a Millán ... Astray o a Fidel Castro con sus famosas y respectivas exclamaciones, ya saben, las aguerridas de «¡Viva la muerte!» y «¡Patria o muerte!» para fomentar la valentía extrema y celebrar la antítesis de la vida por una buena causa, que siempre hay alguna.
La fiesta y la muerte están hermanadas en muchas culturas. Me viene al pensamiento el colorido esquelético de los festejos mexicanos con su festival de calaveras, o las calabazas yanquis de Halloway en el Día de los Difuntos repartiendo caramelos. No sé si es que las risas ayudan a espantar tanta fatalidad, pero el caso es que a mí me cuesta reír y festejar la muerte y no sólo por la pesadumbre que produce. Quizás también porque siendo niño viví la solemnidad y congoja con que transcurría la Semana Santa, con programaciones de radio y televisión donde se ponía música clásica o películas como 'Los diez mandamientos', 'Barrabás' o 'La historia más grande jamás contada'. Naturalmente, las discotecas estaban cerradas y en la vía pública una carcajada se consideraba una acción irreverente.
Sin embargo, el ambiente festivo ante la muerte se impone. Si en la fiesta de los toros la plaza se inunda con música y vítores de olés, esa 'Vaca gigante' que cada cierto tiempo amenaza el oleaje de la pandemia, también invita a algunos a festejarlo, y no precisamente con tablas de surf. Las fiestas clandestinas de jóvenes y no tan jóvenes en plenas restricciones es otro de los síntomas de que nuestra sociedad está perdiendo el respeto a la vida ajena y a la propia, como una especie de reclamación festiva del derecho a la eutanasia colectiva. Grotesca y deshonrosa manera de exclamar ¡Viva la muerte!
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