La doctrina Trump
La realidad, a día de hoy, es que el presidente de Estados Unidos lidera un país más fuerte y competitivo, en un orden definido como de competición y rivalidad entre potencias
Para calificar la política exterior de un presidente de Estados Unidos como una doctrina hacen falta dos premisas: que la política sea previsible porque está ... definida previamente y la acción exterior es consecuente con esa concepción; y que perviva, porque tal definición se haya ajustado correctamente a los riesgos y al orden existente y la acción exterior responda a los objetivos establecidos para defender los intereses del país en ese marco. La Doctrina de la Contención, por ejemplo, se concibió en el orden bipolar de la guerra fría y se desarrolló en distintas presidencias. La definió Truman, la continuó Eisenhower y la descalabró Johnson en Vietnam. Sin embargo, la política exterior de Donald Trump, aunque no puede calificarse como previsible, y aún está lejos de pervivir como doctrina, sí parece estar predefinida y consistiría en algo así: el fortalecimiento de Estados Unidos para hacer frente al nuevo orden de competición entre potencias y a la rivalidad con China.
Hasta que las Estrategias de Seguridad Nacional y Defensa Nacional no se publiquen, no puede hablarse con rigor de ninguna doctrina. Pero la intensa actividad exterior del presidente ha ocasionado un aluvión de interpretaciones sobre cuál es el manual que sigue la administración en este primer año de mandato. Para algunos, Trump es un jugador de poker y apuesta, en cada partida, utilizando un manual de transacciones para valorar las cartas y los intereses de cada jugador. En una partida sin aliados ni enemigos en la que el presidente mantiene dos ases en la manga: la amenaza y la negociación.
Para otros, el pragmatismo de Trump esconde una visión realista que busca la consecución de unos objetivos estratégicos a más largo plazo. Y así las presiones arancelarias a los aliados europeos y asiáticos, responderían a una táctica que esconde una estrategia de mucho mayor calado, como es la de implicar a las potencias medias aliadas (atlánticas, asiáticas, arábigas e índicas) en la seguridad global frente a terceros países rivales y enemigos.
Y finalmente, para los antitrumpistas, la política exterior de Estados Unidos es una inexplicable suma de decisiones que no tiene sentido doctrinal alguno, sino que, en su conjunto, buscan enriquecer al magnate, a su familia y a su entorno a costa de ningunear, económica y diplomáticamente, al resto del mundo. Ya sea aliado o rival, porque ni Trump, ni tampoco los no trumpistas, sabrían identificar con claridad a cuál de las dos categorías pertenecen algunos países europeos, la propia España, Canadá, China en algún aspecto o Putin en algún momento.
La política exterior del primer mandato de Donald Trump pudo responder a alguna de las metáforas que lo relacionan con un tahúr, o las interpretaciones que lo definían como un inexperto magnate. Pero la irrelevancia de aquel presidente mediático y disruptivo que hace unos años viajaba a Asia para reunirse con el insignificante dictador norcoreano, se ha transformado ahora en la muy relevante reunión del presidente norteamericano con el emperador del Japón y con la recién elegida primera ministra, Sanae Takaichi, después de asistir a la Cumbre de la ASEAN y sentarse con el presidente brasileño Lula da Silva, poco antes de negociar una tregua comercial de largo recorrido con los dirigentes chinos, y luego de haber rodeado China en su viaje por Camboya y Tailandia, para animar a ambos países a firmar una paz duradera.
Después de ese recorrido diplomático tan relevante y envolvente resulta difícil calificar al presidente de Estados Unidos como un mero jugador de poker. Los aficionados a la cultura china y a su tradicional juego del Go, que consiste en rodear al rival y evitar que éste te envuelva, tal vez interpreten el viaje de Trump como una acción estratégica, y no tanto como una mano de poker abierto con las figuras con bigote, de comodín. Pero todo puede ser. Incluso que el presidente no hubiera viajado por Asia para fortalecer la relación bilateral y multilateral con los países de una región considerada como prioritaria para la política exterior estadounidense, sino para negociar la edificación de la Tokyo Trump Tower con el emperador.
Así pensarán, quizá, algunos rivales antitrumpistas ubicados en los países democráticos aliados, donde determinadas fuerzas progresistas siguen considerando cualquier avance hacia el progreso o la paz como insustancial, si no se produce desde la izquierda ideológica. Aunque se logre un alto el fuego en Gaza o se persiga un final negociado en la guerra de Ucrania. Pero la realidad, a día de hoy, a la espera de una mejor definición de la política exterior norteamericana en la Estrategia de Seguridad Nacional y en los documentos oficiales generados desde el antiguo Pentágono en 2026, es que el presidente de Estados Unidos lidera un país más fuerte y competitivo, en un orden definido como de competición y rivalidad entre potencias.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión