Tenemos un poco de lío con la memoria, sobre todo con los términos que usamos para referirnos a lo que nos precede. Cada 3 de ... noviembre, un acto conmemora en Calderón de la Barca la tragedia del Cabo Machichaco, el barco que explotó en el muelle en 1893 y grabó la leyenda de la ciudad a base de brasas y fuego. Ayer, la Banda Municipal entonó su música en la plaza que ahora lleva el nombre del vapor, hubo una ofrenda en honor al medio millar de víctimas de la explosión, hubo fotos con las autoridades posando. Cada 3 de noviembre, algo retumba en las tripas de la ciudad y es nuestra memoria ejerciendo presión contra el olvido. Y es hermoso, me digo, si no fuera porque luego tenemos un despiste de pez de acuario para otros legados que se nos escurren.
Las obras de rehabilitación de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, catalogada como Bien de Interés Cultural, llevan más de dos años paradas; las palmeras centenarias de la capital y de medio Cantabria siguen muriéndose por el picudo sin tratar, y la rehabilitación del Hotel París, en El Sardinero, amenaza con ser una reforma de la que solo quede el nombre del histórico edificio, según ha alertado el Grupo Alceda en una tribuna en este periódico. Claro que el estado del hotel requiere una intervención profunda y que la inversión traerá no solo actividad turística sino algo más importante: la garantía de que el edificio siga en pie, dado su estado. Pero, ¿a qué precio? ¿Todo vale con tal de abrir de nuevo el negocio?
Cuando escucho la música de la Banda Municipal sacando a flote los restos de nuestro pasado, pienso en esa dubitativa manera que tenemos de conservar nuestro legado como a dos velocidades, lo que perdemos cuando dejamos de escuchar y mirar el paisaje que nos contiene. Porque recordar no es sinónimo de conservar, aunque rimen. Y ahí está el lío: todos recordamos el Teatro Pereda de Santander. Y ya ven.
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