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Ayer se cumplieron cincuenta años desde el día en que un hombre no pisó la Luna. El ser humano -como concepto- sí dejó su huella en el satélite aquella madrugada, y cuando Neil Armstrong pronunció las palabras que quedarían para la posteridad, se refirió a una Humanidad escrita con hache mayúscula. Aquel día hubo muchos hombres y mujeres que, como cada día de sus vidas pequeñas, no pisaron la Luna; pero entre todos ellos hubo un tipo en concreto que la pisó menos que el resto: Michael Collins, uno de los tres astronautas del Apolo XI, permaneció en el interior de la nave, como el conductor de un autobús escolar en una excursión a Cabárceno, mientras sus dos compañeros pegaban brincos y clavaban banderas en el Mar de la Tranquilidad. Tras años de estudio y de preparación física, y después de un viaje espacial de más de cien horas, ni el meñique sacó por la escotilla: como la vida misma.

Si algo comparten la ficción y el mundo real es que ambos están plagados de personajes secundarios que salvan la misión, de becarios que resuelven el problema, de amigos abnegados cuya voluntad no flaquea cuando el protagonista duda, pero de los que nadie se acuerda después de la resaca que siempre sucede a la hazaña. Michael Collins, el hombre que no pisó la Luna; Samsagaz Gamyi, el hobbit que no destruyó el anillo; Robin, el superhéroe que no liberó Gotham; Rosalind Franklin, la científica que no desentrañó el ADN ni ganó el Nobel. Armstrong y Aldrin son la excepción, los portadores del artículo determinado que nos generaliza y de esa letra capital que nos designa como especie. Todos los demás, por muy bien que lo hagamos, sólo somos 'un hombre', 'una tía', 'un chaval' o 'aquella pringada de las gafas'. Collins convirtió el 21 de julio de 1969 en un lunes cualquiera, en la noche de verano que un hombre no pisó la Luna. Como cada día.

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