La pregunta imperfecta
Pasada la etapa de la acosadora curiosidad infantil, la educación nos enseña a aprender las respuestas correctas, aunque pronto descubrimos que lo importante no es ... tanto saber responder como saber preguntar y, sobre todo, qué preguntas vale la pena plantear.
El invento de los buscadores dominados por el imperio Google nos lo confirma. Sabemos que la respuesta está ahí, en ese océano de datos y conocimientos que saturan la Red, pero hay que saber encontrar esa respuesta con la fórmula de las palabras que nos lleven a ella.
El filósofo alemán Oswald Spengler aseguraba que la forma primitiva del lenguaje no era el discurso, sino el diálogo que buscaba un acuerdo por medio de preguntas y respuestas. Así que supongo que nuestra civilización se ha configurado en base a una carrera exponencial de interrogantes donde el conocimiento, lejos de satisfacer nuestra curiosidad, nos ha proporcionado una mayor ignorancia que nos invita a seguir haciendo preguntas básicas sobre lo que nos rodea, ésas que Rudyard Kipling convirtió en poesía: «Seis honrados servidores/ me enseñaron cuanto sé/ sus nombres son cómo, cuándo/ dónde, qué, quién y por qué».
Y en ese impulso sagrado de la búsqueda del saber, los expertos aseguran que no hay preguntas estúpidas, sólo la estupidez de fingir que conocemos la respuesta. ¿Que no hay preguntas estúpidas? Que se lo digan a los amigos de mi grupo de pensadores de WhatsApp: ¿Por qué hay gente que despierta a otros para preguntar si están durmiendo? ¿Por qué las cosas siempre se encuentran en el último lugar donde uno las busca? ¿Por qué los cementerios tienen los muros tan altos, si los que están dentro no pueden salir y los que están fuera no quieren entrar? ¿Por qué 'separado» se escribe todo junto y 'todo junto' se escribe separado? A veces no son los grandes misterios los que vale la pena resolver con una pregunta más o menos perfecta.
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