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De Agustín a Iván: «Vivir en la calle te permite ver lo mejor y lo peor de las personas»
Los rostros de Santander

De Agustín a Iván: «Vivir en la calle te permite ver lo mejor y lo peor de las personas»

El Diario Montañés recorre la arteria principal de Santander, desde Puertochico hasta Cuatro Caminos, para poner nombre y cara a quienes piden limosna a diario: «Lo más duro son los primeros días, te sientes solo y no sabes a quién acudir»

Ana del Castillo

Santander

Domingo, 7 de diciembre 2025, 07:55

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Es martes de surada en Santander, pero el suelo de los soportales del edificio de la ONCE retiene el frío de la noche. Iván Alexis está tapado con una manta de lana de los pies al cuello. «Me la trajo un amigo cuando la temperatura empezó a bajar hace unas semanas», cuenta. Es la persona más joven de las que piden limosna en la arteria principal de la ciudad, la que une Puertochico con Cuatro Caminos. Tiene 31 años, nació en Ibiza y lleva mendigando por las calles de la capital cántabra desde octubre de 2024. No fuma, no bebe alcohol y tampoco se droga. Su cara redonda y lozana llama la atención entre el resto de rostros oscuros y castigados.

Iván, de 31 años y natural de Ibiza, en los soportales del edificio de la Once, en la calle Burgos. DM

Con cierta indulgencia dice que desde que llegó a Santander se ha sentido arropado por la red de servicios sociales, tanto de la Asociación Nueva Vida y la Cocina Económica, de la que habla maravillas -«menciona por favor el trabajo que hacen Álvaro, Rubén y Castor», señala-, como de los cántabros. «Estaba muy mal y me encontré gente maravillosa que me brindó mucho soporte, tanto en psicología como en servicios». En lugar de esperar a ser interpelado con la siguiente pregunta, Iván, que posee el don de los narradores natos, se adelanta y coge las riendas de la conversación: «¿Sabes qué es lo más duro de perderlo todo? Los primeros días. Estás solo. No tienes dónde asearte y tienes que soportar la mirada de aquellos que no saben empatizar porque nunca se han visto ni se verán en esta situación. Eso es lo peor, la discriminación social. Algunos jóvenes se burlan de mí, me tratan mal. En la calle ves lo mejor y lo peor de las personas». Aunque en su historia hay muchos vacíos y detalles que prefiere no verbalizar, cuenta que de un día para otro lo perdió todo: «Vivía en casa de mi abuela. Tenía mi sueldo, mi coche, un hogar y diez años de experiencia en hostelería. Ahora no tengo nada».

Es difícil caminar por la calle San Fernando y no fijarse en los ojos verdes de Agustín. Son tan llamativos como palpable es su aflicción. Natural de Madrid y con 57 años, ha regresado a Santander por el recuerdo de una temporada «muy feliz» que pasó en el centro Reto. En su relato hay un divorcio, un refugio lleno de alcohol, sentimientos complejos por un hijo con el que recupera y pierde la relación, años de experiencia como comercial, incluso con negocios propios, y libros. Muchos libros. Y crucigramas. Le encanta leer y estar informado de las noticias, de lo que pasa en su ciudad natal y en la que ahora le acoge. «Yo no estoy hecho para esto», dice señalando a Florin, un rumano de 65 años que teje trajes de invierno para caniches a tan solo cinco metros de él. También pide limosna, agazapado tras el contenedor que está frente a la cafetería La Viña. «Yo quiero trabajar, en lo que sea, pero salir de la calle», apunta Agustín, que además tiene una pulla guardada para las administraciones: «Únicamente ponen el foco de atención en los jóvenes extranjeros. Son los que más ayudas reciben».

Agustín, de 57 años y natural de Madrid, en la calle San Fernando. DM

Flor y Félix

En Jesús de Monasterio, cada uno en una acera, están Félix, madrileño de 38 años, y Flor, santanderina de 65. Ambos piden limosna en la calle acompañados por sus perros, Swan y Enai. «Prefiero quitarme yo de comer que abandonarlo», apunta ella. En su cartel de cartón no caben más 'por favor'. «Trabajé muchísimos años en hostelería, pero ahora con mi edad nadie me contrata y necesito pagar la hipoteca, que he tenido una derrama, y las facturas», señala. Vive de la beneficiencia, sobre todo de la que percibe en la calle, «porque las administraciones ayudan a gente que no lo merece, que desaprovecha las oportunidades por la droga o el alcohol». «Deberíamos tener prioridad quienes más lo necesitamos», apunta.

A la izquierda, Félix, de 38 años y natural de Madrid. A la derecha, los tacones de Flor. Ambos están en Jesús de Monasterio, uno frente a otro. DM

Al otro lado de la calle, Félix valora sobremanera la intimidad que da una puerta cerrada. No entiende que en el Centro de Acogida Princesa Letizia «solo te dejen estar tres o cuatro días». «Te acostumbras a no tener frío, a comer caliente, a estar limpio y después te sueltan a la calle. Es un shock ¿De qué nos sirve?», pregunta el madrileño, que vino hace unos meses a Cantabria para trabajar en la recolecta de arándanos y ahora no le ha quedado otra que mendigar.

Iván lleva trece años en Calvo Sotelo. Tiene 45 años y es de Bulgaria. DM

Dos jubilados pasean por Calvo Sotelo, a pocos centímetros de las rodillas de Iván, el búlgaro que mata las horas apoyado en la pared del edificio de la Dirección Provincial de la Seguridad Social. «Es una institución. Le conocimos con diez kilos más, se le nota que está castigado por la calle», comentan. Este periódico ya contó hace tres años su historia. La de un joven que perdió a su pareja, la madre de su hija Anelia, en un accidente de coche y que acabó ahogado en una profunda depresión de la que no ha sido capaz de salir. Todo sigue igual. No hay nuevos capítulos. «Me quemé el brazo», «perdí el trabajo»...

Está mucho más delgado y eso que «comida no me falta». La única vez que Iván ha levantado la vista de sus manos entrelazadas ha sido para señalar agradecido que «a veces viene una señora a buscarme y me deja asearme en su casa de Somahoz».

Pide que el reportaje destaque una cosa más: «En esta ciudad hay muy buena gente».

Los «pocos» usuarios del Princesa Letizia

El otro Iván, el de Ibiza, tiene la sensación de que el centro Princesa Letizia acoge a muy poca gente teniendo en cuenta la capacidad del edificio. «Tienen muchas plazas, pero allí solo hay 30-40 personas. Cuando no haya mucha demanda podían ampliar la estancia, es un centro muy grande», sugiere. El Ayuntamiento de Santander construyó el edificio con 144 plazas en previsión de que por alguna emergencia o circunstancia especial fuera necesario tener mucha capacidad de acogida y, de hecho, en esas plazas se incluyen las 42 reservadas para familias en casos desahucios o desalojos por tragedias, como ocurrió con el incendio de La Albericia del 26 de octubre de 2024. La realidad es que, desde un punto de vista operativo, por personal, capacidad y presupuesto, el centro está preparado para atender a 50 personas como máximo. «Hemos alcanzado ese número en algunas ocasiones, este último trimestre por ejemplo, y ha coincidido con un flujo especial de personas provenientes de África, solicitantes de asilo, que tienen cita en extranjería en Santander, que hace uso del Centro de Acogida una o dos noches y se van de la ciudad», señalan desde el Consistorio. Por otro lado, no han detectado un aumento relevante de usuarios. «La ocupación, fluctúa cada día; en los dos últimos meses, por ejemplo, nos hemos movido entre los 27 usuarios del 1 de octubre y los 50 usuarios del día 30». Durante el 2024, el servicio de orientación laboral y capacitación de habilidades atendió a un total de 178 personas. De ellas, 42 participaron en 63 actividades de formación.

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