La saga Enríquez celebra los 60 años del famoso puesto de aceitunas de Santander
Laura y Marta representan la tercera generación al frente del negocio por el que cada día se forman colas en los exteriores del Mercado de la Esperanza
Pasar la jornada laboral en un espacio reducido de tres por dos no debe de ser fácil. Las dimensiones son minúsculas. En invierno la camiseta térmica no es suficiente y en verano falta el aire, pero lo que resulta perenne, sea la estación del año que sea, es la sonrisa de las hermanas Elío Enríquez, ahora al frente de J. Enríquez, el negocio que fundó su abuelo materno hace 60 años en la calle del Mercado de Santander.
«Dame una gilda, que me la llevo puesta», dice un hombre entrado en años mientras posa el dinero justo sobre el mostrador de cristal que protege las miles de aceitunas -negras, rellenas de cebolleta, con ajo, con pepinillo...- que, ante tal estímulo visual, provocan una inevitable hipersalivación. «Esto es lo más rico que hay. ¡El mejor negocio de toda la ciudad y en el lugar más pequeño!», añade el septuagenario mientras saborea la brutal conjugación de anchoa, aceituna y piparra. Café, periódico y gilda. «Así todos los días desde que era joven», dice.
Este pequeño puesto de aceitunas, ubicado desde hace seis décadas en el emplazamiento actual, en el exterior del Mercado de la Esperanza, es a Santander como las colas de sus clientes a su negocio.
«He disfrutado muchísimo con mi negocio, por eso hemos durado 60 años»
María José Enríquez
Segunda generación al frente del puesto
Un día de los que Marta y Laura consideran flojo, pueden vender alrededor de 200 gildas. Eso en jornada laboral. Un martes. Los sábados por la mañana se aproximan a las 600 y el 24 de diciembre, por ejemplo, despachan más de 3.000, entre encargos y venta directa en el puesto. «¡Y eso que no es el bonito en escabeche (el producto estrella!)», señala su madre, Josefa Enríquez. Aunque sigue mandando en la sombra, y mucho, María José, que es así como la conoce todo el mundo y como prefiere que la llamen, se jubiló hace siete años. Junto a su marido, Fernando Elío, fallecido en 2015, sostuvo el legado de su padre trabajando a sol y sombra. «Nuestra meta era exigirnos más cada día. He disfrutado muchísimo con mi negocio, por eso hemos durado 60 años», asegura a este periódico.
Codo con codo
Su puesto y el del afilador, ubicado en la otra diagonal, frente a la iglesia de San Francisco, son los dos últimos supervivientes. Llegaron a compartir el perímetro del Mercado de la Esperanza con otros negocios, como el de las flores (Flores Paqui) o el de las especias (La Antigua Ermita), pero fueron cerrando por falta de relevo generacional. El Ayuntamiento de Santander, dentro de los trabajos para la recuperación del espacio comercial y la protección del edificio histórico, retiró ambos quioscos: uno en enero de este mismo año y otro en 2022. Sin embargo, la familia Enríquez tiene aceitunas para rato.
Como si fueran marionetas, Marta y Laura suben y bajan los codos para rellenar y pesar tarrinas. Cada una en su posición, sin estorbarse, y con una coordinación digna de una máquina, despachan mañana y tarde los productos -comprados sin intermediarios y para todo el año- que demandan sus miles de consumidores.
Un malagueño enamorado de Santander
Los orígenes de la empresa J. Enríquez se remontan al año 1965, aunque el escritor santanderino César Pombo, publicó en su libro 'A las siete en Correos' una fotografía antigua, datada dos años antes, en la que se aprecia ya el quiosco. «Ese puesto no solo se mantiene sino que ha crecido gracias al ímpetu, el empeño y la energía desbordante de María José, que además se ha hecho cargo también de un buque insignia dentro del Mercado, La Asturiana, relanzándolo y manteniendo a las trabajadoras, tanto o más valiosas que el negocio», cuenta a El Diario Montañés el propio Pombo.
Año arriba, año abajo, lo que está claro, según relata María José, es que sus padres, él malagueño y ella gallega, vinieron a Santander a visitar a unos familiares y se enamoraron de esta tierra. El flechazo fue tan directo al corazón que «mi padre, que era lo que hoy se conoce como un emprendedor, liquidó el negocio de pieles que tenía con veinte empleados en Málaga y montó la empresa de encurtidos en Cantabria. Fue de los primeros en hacer publicidad a través de las emisoras de radios de la ciudad de los turrones que vendía en Navidad, ¡porque también vendía turrón!». El primer puesto se instaló en el Mercado del Este. De ahí se abrieron dos almacenes, uno en Reinosa y otro en la calle Vía Cornelia, en Santander. Después, se instaló el quiosco en los exteriores del Mercado de la Esperanza. «Era de formica», recuerda María José.
Cuando se trata de hacer balance, por un lado pesa ligeramente lo malo, lo que se citaba al comienzo de este reportaje. «El frío, el calor, las horas que pasamos de pie, las cargas y descargas en el almacén...». Pero lo que realmente suma, sobre todo en lo sentimental, «es el trato con el público»: «Es emocionante que vengan clientes y te digan que ya compraban en el puesto cuando estaba nuestro abuelo», dicen Marta y Laura Elío, a quienes no les cuesta reconocer que son las niñas mimadas de los clientes «por ser la generación más joven».
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