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Sangre, arena y treponemas

Sangre, arena y treponemas

La gran promesa de la tauromaquia de la Edad de Plata sucumbió ante una infección meses antes de la llegada de la penicilina

Javier Menéndez Llamazares

Lunes, 13 de marzo 2017, 07:16

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Le llamaban Dinamita por lo que se arrimaba al toro, y en sus mejores tiempos Cantabria y Valencia se disputaban su paternidad, aunque Félix Rodríguez Ruiz había nacido en Santander en 1905.

Como él no había otro: guapo como un galán de cine, derrochador de simpatía, estudioso e inteligente, y dotado como nadie para la lidia.

Con diecisiete años salió por primera vez al ruedo, en un año ya era novillero y en cuatro más le dará la alternativa Valencia II, sin saber que le introducía en una saga maldita. 1928 iba a ser su año, con más de cien corridas firmadas; sin embargo, sólo podría presentarse en veinticuatro, víctima de una enfermedad de la que nadie habla. Su gloria se la llevará Chicuelo, que subirá al olimpo de la tauromaquia, mientras a él sus continuas recaídas le irán sumiendo en el peor de los abismos.

«Mejor dotado que ninguno, pero malogrado por su falta de salud», dice de él el Cossío, que luego se explaya en elogios: «el más fiel a la línea de diestro general y de dominio más importante y depurado», «más artístico y con mayores quilates de excelente toreo». Aparte de la memoria, el único testimonio fehaciente que se conserva de su arte son unos escarceos tentando a una becerra en la película Viva Madrid, que es mi pueblo, de 1928.

También fuera del ruedo estaba en su mejor momento: iba a casarse con la espectacular actriz y tonadillera María Antinea, con la que tendría un hijo en 19131.

Después, el joven que lo había tenido todo, el llamado a suceder a Joselito, la gran promesa de la Edad de Plata de la tauromaquia ya no posaba en las fotos con mirada pícara y media sonrisa. Su entrega, su pasión, parecían haberse apagado con la enfermedad.

Como el talento nunca se pierde, aún llegaría a tocar el cielo en México en 1929, cuando consiguió hilvanar veintisiete pases naturales a Cafetero, al que acabaría cortándole el rabo. Aquella temporada sería el tercero en el escalafón, pero el veneno ya estaba en su organismo, y sólo podría torear, con altibajos y un rosario de convalecencias, hasta 1932.

Oficialmente, padecía de las articulaciones, pero las crónicas referían desgana y apatía, y las malas lenguas alimentaban rumores sobre su mala vida. Muchos años después lo explicaría muy bien el banderillero Alpargatero: «elegante, poderoso, artista, tenía cabeza y tenía mucho valor. Era guapo, bien plantao, ese cogía un par de banderillas y se llenaba la plaza de torero. Hasta que pasó lo que pasó». ¿Y qué pasó? «Que en la calle no tuvo cabeza y se perdió».

La paradoja es que la enfermedad que minó al torero ya tenía cura antes de su muerte, pero el remedio aún no se había comercializado en España. Como millares de españoles de la época, lo que Félix sufría era una venérea, la sífilis. Una enfermedad maldita, silenciada y vergonzante, pues se asociaba a la depravación. La peste francesa el putas fever que cantara Manu Chao fue una enfermedad mortal hasta los años cuarenta, que sufrieron Lord Byron, Nietzsche, Rimbaud o James Joyce, pero también millones de ciudadanos anónimos que involuntariamente expandieron una epidemia silenciosa.

Hasta el descubrimiento de Fleming, la infección se trataba con Salvasan 606, un fármaco polaco con más prensa que eficacia, que publicitaban como la bala mágica: «mata al parásito sin dañar al huésped». Sin embargo, el arsénico que contenía causaba más efectos secundarios que beneficios.

Poco a poco, no sólo su cuerpo fue arruinándose, sino también su vida entera: invirtió sus ahorros en una sala de fiestas y en una granja de aves, pero acabó arruinado. Tras divorciarse, su esposa se fue a Argentina con su hijo Félix. Cuando en 1941 el periodista Antonio Bellón descubre que vive en la miseria a las afueras de Madrid, se organiza un festejo benéfico para socorrerle. Serían más de ochenta mil pesetas de la época, pero no pudieron comprarle la salud. Falleció ciego y paralítico a principios de 1943.

Una saga maldita

Con la alternativa, quizá recibiera también una maldición: Granero apadrinó a Valencia II, Valencia a él y él Victoriano de la Serna. El primero murió de una cogida en 1922; el segundo sería fusilado en la 1936; a él le devoró la enfermedad y el último se quitaría la vida años más tarde. Una cadena mortífera digna de una novela negra.

Mucho se ha hablado de la malandanza de Félix Fernández: «era muy listo pa los libros; en la vida, ya lo fue menos», se maliciaba en su entorno. Y es que más allá de las habladurías, y de los habituales devaneos amatorios habituales en la época y el gremio también Belmonte tuvo sífilis, aunque se repuso tras un parón de cuatro años, si bien nunca volvió a ser el mismo, existe algún que otro episodio misterioso en su vida, como el telegrama que recibió una tarde, justo cuando salía al ruedo, anunciando la muerte de su madre. Una noticia absolutamente falsa y que él mismo contaría en una entrevista.

Claro que Félix Rodríguez era una rara avis en la tauromaquia; en un mundo iletrado, era perito mercantil, lo que significaba tres años de estudios en la Escuela de Comercio, previo bachillerato. Y se preocupaba también por la formación de sus tres hermanos, a los que costeaba los estudios con los jesuitas valencianos. Y era, desde luego, un hombre de su tiempo, moderno incluso: en plena confrontación entre taurinos y futboleros, Félix había simultaneado ambas pasiones, disputando algunos partidos como infantil en Valencia, en una época en que los equipiers lucían botines, cordón en la camisola y pañuelo a lo Pichichi en la frente.

La prensa de la época le describe como talludo y fuerte, de ojillos vivos y contagiosa simpatía. Un tipo culto que frecuentaba a artistas a los que dedica sus faenas, como el pintor Ruano Llopis, que sin embargo, para no faltar a las tradiciones castizas, escondía en el dobladillo del traje de luces su relicario con medallas del Cristo del Gran Poder y la Virgen de los Desamparados.

En Santander está inmortalizado demostrando cómo se hace una gaonera, a las puertas de la plaza de toros. Una escultura que sirve, sobre todo, para recibir las iras de los antitaurinos, que periódicamente la cubren de pintadas.

Había nacido un poco más allá, en Marqués de la Hermida, en las casas de los ferroviarios, aunque poco después partiría con su familia hacia Madrid, y luego a Valencia.

En su ciudad natal donde además de grandes triunfos, se llevaría de Cuatro Caminos una cornada de catorce centímetros el día de su debut con picadores le recuerda la peña taurina que lleva su nombre, que además organiza un certamen literario. En Valencia, según lamenta su biógrafo Domingo Delgado, «se han olvidado de él». Aunque la diputación publicase un libro sobre él en 1999, firmado por José Luis Benlloch.

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