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El personaje de Burt Lancaster traza a nado su periplo tragicómico.

Mar de fondo, azul piscina

'El nadador' lleva adherida en el ADN su condición de película de culto. Una historia entre la metáfora, el cuento existencial y la 'brazada movie' hasta llegar a la orilla de la autodestrucción

Guillermo Balbona

Miércoles, 9 de septiembre 2015, 11:28

"Piscina tras piscina se forma un río hasta nuestra casa", dice Burt Lancaster como un evangelista y visionario que hubiera dado con su Itaca particular. Estamos ante una rareza, una de esas escasas ficciones con destello que merecen el prostituido calificativo de 'culto'. Obra fundamentada en la extrañeza, historia que discurre en la superficie pero que apela siempre a la profundidad de la mirada, 'El nadador' es una amarga travesía que desnuda el sueño americano. El espectador, acompañado por la brazada de un actor excelente, recorre un vía crucis húmedo en el que a veces cubre tanto que apenas puede sacar la cabeza fuera de una angustia existencial creciente. En otras ocasiones, asiste a un chapuzón de hipocresía. 'El nadador' permanece hoy, en esa tierra de nadie entre el olvido y el desconocimiento y, sin embargo, su relato fundacional -un cuento que John Cheever publicó en la revista 'The New Yorker'- y algunas de sus imágenes icónicas poseen una legión de adeptos, a modo de secta de cinéfilos de piscina. Ya saben, ese espacio que muchos asocian a la fugacidad de un estado de vida envasada y con fecha de caducidad. Lo cierto es que la piscina ha sido tanto el punto de partida para que un cadáver nos cuente su historia ('El crepúsculo de los dioses') como el escenario de una fiesta inolvidable ('El guateque').

La verdad es que el desconcierto siempre rodeó a 'El nadador'. Por ejemplo, no suele ser carne de neón el nombre reluciente de su director, Frank Perry, y en menor medida aún que sus diferencias a la hora de plasmar determinados aspectos creativos propiciaran su sustitución por Sydney Pollack. El relato del hombre que reconstruye su geografía más cercana atravesando las piscinas ajenas de sus vecinos, conocidos o no, es un canto desencantado de clase media-alta abofeteada por su condición de vida inmersa en las apariencias y en la superficialidad, y una parábola sobre esa crisis existencial hecha de madurez amarga, cincelada por el sentido del fracaso y bañada por un sentimiento de autodestrucción. La vida es un marco, un territorio acotado, las medidas de una piscina. En ese ecosistema, esta metáfora natatoria, que busca la marca de la denuncia, que ahoga en la emblemática fecha del 68 (aunque el filme se rodó dos años antes) los límites de la privacidad, busca una toalla para cubrir las vergüenzas sociales.

Cartógrafo y explorador, el personaje Ned Merrill, un ejecutivo maduro que cada cincuenta metros de piscina vecina va descubriendo los fracasos y mentiras propias y ajenas, busca en esos mapas de su condado un dibujo vital que nunca se corresponde con la realidad. El relato de Cheever, que arranca con una contundencia brutal: "Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: 'Anoche bebí demasiado'", deja claro que el agua azul turquesa acabará siendo turbia, que esos temores primarios y primigenios, del fracaso a la muerte al paso inevitable del tiempo, asomarán en la cabeza mojada del protagonista. Una historia con mucho cloro y alcohol, instalada en los paraísos artificiales que bien podría, cuarenta años después, haber ilustrado las imágenes de la burbuja inmobiliaria, el esperpento y la caricatura de sus huéspedes y sus invitados. Fábula sesentera, hipnótica y sin tregua, posee cierto halo de filme vanguardista y, desde luego, es una cinta avanzada, que anticipa películas como 'American Beauty' de Mendes. Del brillo inicial a lo sombrío, 'El nadador', a contracorriente del cine de la época, opta por una crítica ácida, y no elude, sino todo lo contrario, que la empatía del personaje y su entorno muten en antipatía y asfixia.

Periplo tragicómico

Ulises atormentado, Orlando como un atleta que se arrastra hasta el fondo de esa piscina vacía que es su vida, el personaje de Burt Lancaster traza a nado su periplo tragicómico en una película que nunca se disfraza de lo que no es. Un viaje melancólico en bañador, cuya atmósfera entre la nostalgia y el morbo, entre la desazón y el desnudo social integral y nocivo, debe en gran parte su efecto, que ni su efectismo, en la actuación magistral de Lancaster quien sus 55 años exhibía cuerpo e inteligencia interpretativa. Pese a su fracaso comercial, esta obra escrita por Eleanor Perry, esposa del director, revela entre elipsis imágenes de una gran libertad formal, una música que también es personaje y un ejercicio narrativo a modo de alucinógeno, demuestra que es uno de los títulos clave del cine de los sesenta. Alegoría y fábula, una especie de Alicia nadadora travesando los espejos azules y los relojes blandos de la opulencia, la falacia y la falsedad oficializada, el filme acaba por bucear en un descenso a los infiernos cotidianos y primitivos.

Como en un aforismo de Cioran, "si no existiese la idea de suicidio yo ya me habría matado", la moral decadente, la moraleja y la marejada azul piscina son la misma cosa: una melancólica tormenta interior y un bucle de trampolín en trampolín que salta sobre bebedores compulsivos, náufragos perdedores, navegantes errantes anclados en su ilusión y espejismo de felicidad hipotecada y amores exentos del mar de fondo de la pasión.

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