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Los seres humanos, sin excepción, tomamos decisiones y contamos historias. Es algo que cada individuo hace constantemente, como comer, como beber, como dormir, como respirar.
Empecemos por las decisiones. Sea cual sea la circunstancia, por cerrada que esa circunstancia resulte, siempre hay un margen, por ínfimo que sea, para decidir. Decidimos, queramos o no, casi en cada segundo de nuestra existencia. Decisiones grandes y pequeñas, con consecuencias ínfimas o trascendentales. Izquierda o derecha, ir o quedarse, hablar o callar. No hay descanso. Viktor Frankl, que sobrevivió a cuatro campos de concentración, indagó hasta el extremo en esa idea en 'El hombre en busca de sentido', un libro en el que llegó a una conclusión bien conocida: «Al hombre se le puede quitar todo, menos una cosa, la última de las libertades humanas: elegir su actitud en cualquier circunstancia». De la dificultad para tomar decisiones habló Erich Fromm en 'Miedo a la libertad'. Y Bauman ya explicó que no podemos no tener en nuestras manos las riendas de nuestra existencia, para el sociólogo es una responsabilidad irrenunciable agarrarlas porque, queramos o no, decidimos a todas horas y cada vez que lo hacemos damos forma a esa obra de arte que es nuestra vida. Cioran, filósofo de la desesperanza, nos recordó que siempre está en nuestra mano tomar una última y fatal decisión, la de suicidarnos (algo que él, pese al Alzheimer, nunca hizo, porque la idea del suicidio lo salvaba de matarse y lo ayudaba a vivir: si podía elegir morir elegía también, como consecuencia, seguir viviendo, así que la vida se convertía en una elección propia de la que se tenía que hacer responsable y no en una condena por la que debía transitar).
Narrar la propia vida Marcos Díez ofrece este mes en el Centro Botín un taller de creación literaria para jóvenes y adultos.
Agenda Días 22 y 29. De 18.30 a 20.30 horas. Explorar técnicas narrativas para transformar sus vivencias personales en relatos con sentido y fuerza expresiva.
¿Y qué hay de las narraciones? Solo hay que fijarse un poco para caer en la cuenta de que narramos a todas horas, ya sea de viva voz o calladamente. El ser humano narra, o alrededor de una hoguera o en el patio de un colegio o sentados en la mesa o delante de una pantalla. Ni los grandes meditadores son capaces de dejar la mente en blanco: por mucho que lo intenten solo alcanzan a observar sin juicio sus propios pensamientos. Todo el santo día andamos contando cosas a los demás y contándonoslas a nosotros mismos. Y todo el santo día andamos escuchando las cosas que los otros nos cuentan. Cuando conocemos a una persona le contamos con mayor o menor torpeza la historia de nuestra vida y esa persona nos cuenta la suya a nosotros. Cuando llegamos a casa, contamos cómo ha ido en el trabajo o la caña con los amigos, y escuchamos qué es lo que la persona que está a nuestro lado ha hecho desde la mañana a la noche. Y si nos quedamos solos, nos contamos las cosas a nosotros mismos (con esa vocecilla mental que nunca deja de susurrarnos). Somos incluso capaces de crear historias con diálogos en los que intervienen multitud de personajes que hablan con voz propia: el jefe, la expareja, el padre, la madre, el médico, el amante o el amigo con el que tenemos una desavenencia. Es como si tuviéramos un teatro dentro de nuestra cabeza. Para ser un narrador no es necesario escribir. Los analfabetos también narran (y algunos son grandes contadores de historias). Solo hace falta tener lenguaje para narrar. Hasta cuando dormimos narramos. ¿Qué son sino los sueños?
Alrededor de esos dos pilares (decidir y narrar) se va tejiendo la existencia de los individuos. Por un lado, está lo que elegimos hacer (dentro de lo que la circunstancia y el azar nos permiten): por otro, está cómo contamos las cosas que nos van sucediendo. Gabriel García Márquez dijo aquello de que «la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla».
Teniendo en cuenta todo esto, me extraña que, con todas las decisiones que tomamos a diario, no tomemos una: la de intentar narrar bien las cosas que contamos a los demás y que nos contamos a nosotros mismos. Es raro, me parece, que algo tan cotidiano y fundamental como la capacidad narrativa se descuide tanto y tenga tan poco valor y tan escaso prestigio social. De cómo narramos depende la subjetividad que construimos, empezando por la identidad propia o la de una comunidad. Narrar permite poner orden en nuestra biografía, dotarla de sentido, comunicarnos de forma eficaz y seductora, dotar de complejidad y profundidad al pensamiento, compartir e interiorizar lo que se sabe. La idea que tenemos del mundo, de los demás, de nosotros y de nuestras vivencias depende de las narraciones. De las narraciones dependen también nuestras relaciones con los otros. Una buena historia puede salvarnos y una mala puede hundirnos.
De todo esto habla la escritora murciana Lola López Mondéjar, que ganó el año pasado el Premio Anagrama de Ensayo con el libro 'Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad', una reflexión sobre la pérdida de narratividad en la era digital y la dificultad cada vez más agudizada para contarse a sí mismo y elaborar un relato.
Modéjar dice que un individuo incapaz de narrar se va vaciando y recuerda que «el individuo vaciado no habla, no construye una historia para elaborar sus síntomas». La atrofia de la capacidad narrativa da lugar, explica la autora, a una individualidad sin sujeto.
Podemos, en fin, tomar la decisión de cuidar y alimentar nuestra capacidad narrativa, o podemos decidir descuidarla si lo que queremos es convertirnos en seres que balbucean, en voz alta o para sus adentros, cosas incomprensibles y carentes de sentido.
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Mateo Balín y Sara I. Belled (gráficos)
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