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Álvaro Machín
Viernes, 6 de marzo 2015, 16:37
La isla de Neptuno Niño fue, en ese Santander de siempre, la Peña del Lobo. Allí estaba la caseta de la radiotelegrafía. Más que caseta, en realidad. Aquello tenía cierta altura y una antena que se veía desde bien lejos. Además, había una pasarela de hormigón que conectaba el islote con lo que es el aparcamiento de la playa del Camello. En la de Santa Marina (Ribamontán al Mar) sitúan el primer monasterio jerónimo que hubo en la región. Es, según algunos, la más grande que hay en el Cantábrico (21,78 hectáreas). Sí y no. Tiene truco. «Morfológicamente es una isla, aunque no lo parezca», apunta el profesor Díaz de Terán Mira sobre la isla de Santoña-El Buciero. No lo parece porque está unida al continente por el tómbolo arenoso de Berria. O sea, que esas 715 hectáreas estarían en la lista de los científicos. Más grande, por tanto. Como aquello del inglés que subió una colina pero bajó una montaña... La geografía o la geología, en este caso tiene juegos maravillosos. Por cierto, El Camello también es una peña rodeada de agua, pero, atendiendo al número de jorobas de la roca, debería llamarse dromedario. Otro juego. Son cosas de islas...
Entre unas y otras islas, islotes, tómbolos, peñas o farallones, el profesor de Geología de la Universidad de Cantabria cataloga unas treinta en la costa regional. Cada una tiene una denominación distinta. Lo de isla o islote es una cuestión de escala y de variedad. Las más grandes son una cosa y las más pequeñas, la otra. Pero pasa que donde no hay ninguna, a una roca de dimensiones reducidas le pueden dar el título de isla. Es hasta un asunto cultural. Una peña, por su parte, tendría un tamaño reducido, pero con altura. Una identificación más vertical (La Horadada, en Santander, por ejemplo). Para definir el resto se requiere propiedad. Según el glosario de Geología de la Real Academia de Ciencias Exactas, tómbolo es la «barra de arena que une una isla con el continente, como resultado de la deriva litoral». Aquí, el de la isla del Castro (en Covachos) o el de la de Amío (Val de San Vicente). Y queda el farallón o «peñasco de gran altura, con una cara vista y tajada, que sobresale sobre la superficie de las aguas, y generalmente en las proximidades de la costa». Los famosos urros palabra local, de andar por casa de Liencres encajan en esta definición.
Todo eso hay en el catálogo cántabro elaborado para este periódico por José Ramón Díaz de Terán. Podrían incluirse más si uno echa un vistazo a la cartografía del Gobierno de Cantabria (actualizada hasta el año pasado). Hay más manchas rodeadas de agua, pero, en la mayor parte de los casos, se trata de «bajíos, zonas que emergen con la bajamar y se sumergen cuando sube la marea». Por eso se quedan fuera del listado.
El origen
¿Y cómo se formaron? Otra historia curiosa. Hablamos de una «costa en retroceso». «El mar va erosionando la línea de costa, que va retrocediendo», explica la profesora de la UC Viola Bruschi. En «líneas generales» la experta en geología deja claro que la explicación científica es más compleja, el fenómeno de formación de estas islas obedece a dos motivos. El tipo de estructura geológica, el cómo están dispuestos los materiales, les enfrenta directamente al efecto del oleaje y la erosión. Su posición. La segunda causa es el tipo mismo de materiales. En esa lenta retirada ante el empuje del Cantábrico, los menos resistentes (areniscas, margas...) ceden y solo permanecen los más duros (calizas, por ejemplo). Eso que queda en pie, esos islotes, «indican dónde estaba la línea hace millones de años». De hecho, están alineados entre ellos y son «los vestigios de la evolución de la costa».
Una huella perfecta que se hace muy evidente en la zona comprendida entre Covachos y Portio de hecho, en abril tienen previsto celebrar un curso de patrimonio geológico relativo a este punto. «No menos de una treintena de islas, islotes y peñas, todos ellos restos de primitivos acantilados pertenecientes a antiguas líneas de costa, se pueden identificar a lo largo del actual litoral cántabro. Ellos mismos están sometidos a la acción destructiva de las aguas del mar y su destino es desaparecer en un futuro más o menos dilatado (como le ocurrió a la Peña La Horadada, en la bahía de Santander, hace pocos años)», concluía un artículo de Díaz de Terán publicado en El Diario en 2008.
Y después de las explicaciones y la ciencia, los relatos. En las islas hay curiosidades y hasta leyendas. Mucha literatura. Intrahistoria regional, cuentos de pueblo y tradición de chimenea. Con ermitas, pasarelas, naufragios, piratas y faros. Mouro se lleva la palma en esto último. Según contaba en un texto Jesús San Sebastián Toca, esa porción de roca áspera estuvo ocupada hasta el año 1921. El último farero. «No hay vez que llegue y no piense en el desafortunado compañero que tuvo que estar aquí, porque a mí me parece un castigo, como un exilio. Este lugar está bien para una visita, pero para vivir es horrible». Eso dice el que ahora, de cuando en cuando, acude a realizar el mantenimiento de la lámpara. Él sabe que uno de sus predecesores tuvo que convivir varios días con un compañero muerto. Allí mismo, en la pequeña caseta junto a la torre. En la isla. El Cantábrico estaba rabioso y, así, allí no va nadie.
La Virgen del Mar
Sin salir de Santander, la Virgen del Mar puede presumir de ser la más visitada. Con su ermita y conectada por un puente está tan llena de historias como de turistas. La talla de la patrona datada entre finales del siglo XIII e inicios del XIV preside esta porción de 7,95 hectáreas. La robaron unos piratas en 1590, pero el mar se cobró la ofensa y les hizo naufragar frente a Catro Urdiales. Su manto, de terciopelo rojo, fue un regalo de la Reina Isabel II tras visitar la ermita en 1861. Sangre azul en una isla cántabra.
Monte Ano
Eso de la sangre azul hila con otra de las grandes curiosidades. La isla de Monte Hano es un antiguo islote rodeado por las marismas de Santoña unido a tierra en la actualidad por un relleno. Con forma piramidal, allí se encuentra el convento de San Sebastian de Hano. Justo ahí, entre sus muros, la tradición señala que descansan los restos de Bárbara de Blomberg, madre de Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos V y héroe de Lepanto (hay quien lo cuestiona, pero no se trata aquí de cargarse la atmósfera del relato).
San Pedruco
También hay ermita en San Pedro (Noja). La de San Pedruco, frente a la playa del Ris, a la vista de los que toman el sol. O Escuela de Deportes Náuticos en la isla de la Torre (en la bahía), que más de uno llama por error de los ratones. A esa han llegado en los días de marea baja generaciones de críos santanderinos aventureros que se tiraban de cabeza cuando no miraban sus padres desde el viejo embarcadero de la playa de La Magdalena, junto al balneario. Sarnosa, de los Conejos (o Conejera), Casilda, de la Oliva, Solita, las de la ensenada de Oriñón... Rastrear en los pueblos el origen de los nombres de las rocas es un ejercicio de antropología sobre el terreno.
Isla de Pedrosa
Con todo, puede que las diez hectáreas rodeadas de agua con más biografía sean las de Pedrosa. Por el lazareto que se instaló allí pasaban las tripulaciones que, según su procedencia, debían pasar por un periodo de cuarentena. El miedo a las fiebres del trópico, a las pestes... Aún sin puente el que ahora tiene, la isla tenía ese halo del aislamiento y del miedo al contagio. Un escenario para el control que, con el tiempo, acabó siendo hospital y emblema contra la tuberculosis (llegó a tener seiscientas camas).
Hasta la reina Victoria Eugenia fue de visita. Aquello acabó en 1989 y su siguiente destino fue el de hogar de tratamiento para drogodependientes. En una parte de sus instalaciones. Porque otra languidece un tanto y fue pasto, incluso, de las leyendas. Sí, en la historia de las islas de Cantabria también hay fantasmas. Contaron en su día que vieron los espíritus de los niños enfermos. Que cada uno piense lo que quiera...
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