
La maldición de Ubiarco
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Se dice que Santillana del Mar es el pueblo de las tres mentiras, porque ni es santa, ni llana ni tiene mar, pero es solo un chascarrillo. Lo de Santillana es una evolución de Santa Juliana, la colegiata que da nombre a un pueblo que, por cierto y a título de anécdota, tampoco es que tenga pendientes tan pronunciadas. Y sí que tiene mar y hasta playa, en concreto en el barrio de Ubiarco, que pertenece a su Ayuntamiento.
Aparte de desmentir el dicho, Ubiarco es conocido por su playa y la curiosa ermita que incrustada en una cueva vigila una zona muy llamativa de la costa cántabra, escenario de un crimen y de una maldición muy prosaica, y a pocos kilómetros del Puerto de Calderón, donde se escondían, repostaban y se aprovisionaban o lo que fiera, según otro mito contemporáneo, los submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero lo que le hizo tristemente famoso al pueblo fue el asesinato el 25 de marzo de 1953 de Adolfo García a manos de su joven empleada doméstica: Josefa Velasco, que después desmembró el cuerpo con un hacha y lanzó los restos al mar. El caso se convirtió en un fenómeno mediático y a partir de aquel momento el crimen acompañó al nombre del barrio. Se llegó a decir que en la casa pasaban cosas, que había algún tipo de presencia o que la víctima se había quedado en cierto modo atrapada para siempre entre sus muros y sillares. Esa es la leyenda, alimentada por el crimen.
Quien quiera andar por esos terrenos que lo haga, pero yo he venido a hablarles de lo que ocurrió en realidad. Porque el problema fue genuinamente terrenal. Fruto de la leyenda urbana, del mito o del recuerdo de un crimen que fue extremadamente comentado, todo el complejo, tanto la vivienda como la pensión anexa quedaron para siempre asociadas al crimen, y se hizo popular que eran imposibles de vender por su mala fama; por lo que allí había pasado. Por el temor de la gente.
El recuerdo de aquel truculento suceso quedó pasa siempre en la memoria y la pensión permaneció décadas deteriorándose sin que nadie se interesara por él o, al menos, sin que nadie lo comprara o rehabilitara hasta que se derribó cuando estaba ya en ruinas para devolver el entorno a su aspecto original. Después la vivienda la que corrió la misma suerte, dejando la playa con una imagen más virgen que la de las antiguas fotos, en las que la austera fachada de los dos edificios se asomaba al mar prácticamente a pie de costa.
¿En qué consistió el crimen? Josefa Velasco, de 20 años, era la empleada domestica de Adolfo García, de 62 y cabeza de una adinerada familia de Sarón que tenía una residencia de veraneo en Ubiarco, donde le había prometido instalar una pequeña granja para que pudiera ganarse la vida mientras se ocupaba de la casa. Pero algo pasó; por algún motivo discutieron, Adolfo rompió su promesa y se marchó en autobús a Ubiarco con la intención de recoger algunas cosas de la casa, cerrarla y ponerla a la venta.
No pudo hacerlo. Josefa fue tras él y ya en la casa le mató a hachazos, desmembró su cuerpo y lo lanzó al mar junto a la ermita de Santa Justa. Otra leyenda urbana –o tal vez no– es que se trató de un crimen pasional, pero nada de eso. O al menos no solo eso.
Y ahora, la versión extendida: Josefa era una superviviente. Con antecedentes psiquiátricos, huérfana de padre desde muy joven y de madre alcohólica y maltratadora, había visto morir a dos de sus siete hermanos y empezó a servir a los trece años. A los 18 comenzó a trabajar en Sarón para Alfonso, que se había separado poco antes –el divorcio estaba prohibido– de su mujer. Además de su mínimo sueldo, recibió distintos préstamos o ayudas de su jefe con las más diferentes excusas: formalizar una herencia, una operación o cualquier otra cosa hasta juntar 15.000 pesetas. Consiguió incluso que la dejaran vivir en Ubiarco aunque no estuviera la familia y la promesa de que le instalaran allí una granja avícola.
Pero un día todo cambió. Quizá por las 3.500 pesetas que pidió para comprar una radio; quizá porque el tiempo que pasaban juntos Adolfo y Josefa allí ya no era tal, la familia, incluido el cuñado, Manuel Anuarbe, que también vivía en la casa familiar, decidió enviarla de vuelta a Sarón y olvidar lo de la granja. Lejos de solucionarse la situación, comenzaron a llegar facturas de Ubiarco y Adolfo optó por comprobar en persona qué ocurría. Josefa, al verse descubierta, puso como excusa que tenía que marcharse urgentemente a Torrelavega porque tenía un familiar enfermo, pero en realidad cogió un taxi hacia Ubiarco. Se encontró con su jefe, le dijo que había ido a por sus cosas y algo de ropa que tenía allí y ambos durmieron en la casa.
Por la mañana volvió a preguntar por la granja y recibió otra negativa. Entonces, según la sentencia, «cogió rápidamente un hacha que en la cocina se encontraba, y de improviso, inesperadamente (...) le dio con ella un primer golpe en la frente (...)». Después asestó nuevos golpes «que le causaron la muerte instantánea». No fue hasta la noche cuando cercenó las piernas y arrojó el cadáver al mar. Ella misma lo confesó todo. Lo demás, leyendas urbanas.
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