El extraño suceso de Porcieda
Leyendas de aquí ·
Una partida de caza de jabalíes terminó en desbandada por lo que allí vieron los vecinos en un pueblo ya abandonadoPorcieda es un pueblo fantasma en plenos Picos de Europa. Sus últimos habitantes fueron muriendo o abandonándolo hasta que el último se quitó la vida a finales del siglo XX. Con él se congeló definitivamente el tiempo en un asentamiento milenario que vio pasar peregrinos camino de Santo Toribio de Liébana, sirvió de refugio para maquis y sirvió de parada para otro camino; el que llevaba a Santiago de Compostela por el norte. Un puñado de casas vacías y heridas por el abandono; sobre unos terrenos propiedad de una familia que los puso en venta sin éxito son ahora los únicos testigos de su historia a falta de vecinos que la custodien. Una historia que pocas décadas antes de que sus calles navegaran el silencio dejó un capítulo para la leyenda y el misterio. Un episodio del que dio fe un notario, el de Potes, que levantó acta de lo que unos cazadores espantados le dijeron haber visto en los años sesenta, cuando su cacería terminó abruptamente de una forma insólita y extraña.
Fue en 1966. Los jabalíes habían invadido el pueblo y causado destrozos en varias fincas, de modo que se organizó una partida para erradicarlos o, al menos, espantarlos. Como corresponde en estos casos, se apostaron de noche en un lugar protegido y con visibilidad a la espera de los suidos, pero lo que no sabían los vecinos es que iban a jugar involuntariamente al juego del cazador cazado. Bien entrada la noche clara, sintieron algo a sus espaldas, y apenas tuvieron tiempo para observar entre el asombro y el terror lo que vieron o al menos creyeron ver. Algo así como una gran rueda de coche coronada por una luz arrastrándose en posición horizontal ladera abajo mientras dejaba un rastro a si paso. En las piedras; en la tierra. En la vegetación.
No esperaron a ver lo que era. Obedecieron al instinto y se fueron de allí. Prisas, confusión y cada cual a su casa con el susto en el cuerpo. Pero también con la certeza de que algo habían visto, de modo que no se lo callaron. La casualidad también quiso tener su papel. Y lo hizo con la amistad que uno de los frustrados cazadores tenía con Manuel Pedrajo, todo un clásico de la ufología y pionero de este tipo de indagaciones en Cantabria.
No tardó en ponerse en marcha y solo dos días después estaba en Liébana para que le mostraran la zona. No fue solo. Además de los testigos le acompañó el notario de Potes, Tomás Ordóñez, para diera fe de lo que pudieran encontrarse allí, si es que encontraban algo. Al parecer, lo que quedaban huellas y evidencias de que algún tipo de objeto, animal o lo que fuera que vieron los cazadores había pasado efectivamente por la ladera. Lo que ya no se puede aclarar es qué fue aquello, porque tampoco se repitió el fenómeno. O, si ocurrió, nadie lo vio o nadie lo dijo.
El notario, eso sí, se limitó a ser un testigo más cuando regresaron la lugar del suceso para intentar averiguar qué había sido aquello. Pudo contar lo que se vio al día siguiente, pero como todos los presentes no pudo encontrar ninguna explicación. Ni cotidiana, ni magufos ni si habían sido víctimas de una broma pesada; sencillamente que ahí había ocurrido algo y que nada ni nadie se había molestado en ocultar el rastro.
Según relata Vicente Juan Ballester Olmos en 'Ovnis: el fenómeno aterrizaje', que cita como fuente al propio Pedrajo, «encontraron dos huellas como de arrastre, paralelas, separadas entre sí un metro y de una profundidad de medio centímetro. Enmarcando ambos rastros había un aplastamiento general de la zona, con plantas de tomillo rotas, y en el centro de aquella arrasada circunferencia, un pequeño cono de polvillo de piedra pulverizada. Además, en un extremo del redondo aplastamiento, descubrieron una perforación, perfectamente cilíndrica, de fondo cóncavo, que medía seis centímetros de profundidad y tres de anchura, cuyas paredes estaban lisas a causa de la presión ejercida en la tierra».
Observaron además «un rectángulo de 100x30 centímetros de base y unos tres de profundidad» en el que «había desaparecido todo vestigio de vegetación y tierra, como su hubiera sido rascado intencionadamente». Hasta aquí lo que según los testigos estaba acreditado. Todo lo demás entra ya en el terreno de la elucubración. En un pueblo fantasma y sin testigos vivos de aquel suceso ya no hay modo de saber lo que ocurrió aquella noche en Porcieda, pero algo debieron encontrarse aquellos cazadores para dejar lo que habían ido a hacer y regresar en desbandada al sus casas. Al menos durante unos días los suidos se salvaron de la batida, pero lo único que está claro es que, viera lo cuadrilla lo que viera, confundida en la oscuridad de la noche, por mucha luna llena que hubiera, aquello no fue cosa de jabalíes.
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