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Hay platos que llegan solos, como dictados por el calendario, a veces, sin darte cuenta, acabas cocinando lo que toca. No porque alguien te lo ... imponga, sino porque lo llevas dentro, porque es tradición. Eso me pasó el otro día, abrí la despensa y tenía garbanzos; en la nevera, un lomo de bacalao desalado esperando su momento; y en la cocina, cebollas rojas de las ricas, así que no hizo falta pensarlo mucho. Me salió un plato de Semana Santa casi sin proponérmelo unos magníficos garbanzos encebollados con bacalao.
Es un plato de esos que te reconcilian con la cocina de siempre, la que no necesita justificaciones ni florituras. Esos garbanzos me recuerdan a los que hacia mi abuela con los que sobraban del cocido, que con mucha cebolla, únicamente salteaba y para mi eran una auténtica delicia y es que siempre hay algo que nos empuja hacia los sabores de toda la vida. No sé si es el recuerdo de las casas familiares, de las abuelas cocinando sin prisa, o simplemente ese deseo de comer algo con alma.
La tradición de comer bacalao en Semana Santa viene de lejos ya que durante siglos, la Iglesia católica prohibía el consumo de carne durante la Cuaresma, especialmente los viernes y, por supuesto, el Viernes Santo. Así que, en ausencia de carne, el bacalao se convirtió en el rey de la cocina de vigilia porque era un pescado fácil de conservar en salazón, accesible en casi cualquier rincón del país, y lo suficientemente versátil como para encajar en cientos de recetas distintas.
Así, entre prohibiciones y escasez, surgieron algunos de los platos más sabrosos de nuestra gastronomía, potajes, tortillas, croquetas, pimientos rellenos, buñuelos… y, por supuesto, los garbanzos con bacalao y espinacas, una receta clásica donde las haya, pero casi siempre con el bacalao como protagonista. En mi caso, esta vez me apetecía una versión más simple, más directa, con menos elementos pero igual de sabrosa. Y salió redonda.
El bacalao es un pescado humilde que sabe a cocina lenta, a recetas que se pasan de generación en generación sin cambiar apenas, y simplemente con unos garbanzos bien hechos y una cebolla dulce; el resultado es pura armonía, así que tomad nota.
Ponemos los garbanzos en remojo la noche anterior, como mandan los cánones, para, al día siguiente, cocerlos con una hoja de laurel, un diente de ajo y un trozo de puerro, hasta que estén tiernos, siempre os digo que si vais con prisa, no pasa nada por tirar de garbanzos cocidos, nadie en su sano juicio te lo debería reprochar si haces bien el resto, y hay conservas que son estupendas.
Mientras en una sartén ponemos a pochar dos buenas cebollas bien picadas, con aceite de oliva y un poco de sal, a fuego suave, sin prisas, que la cebolla baile y cuando empiece a dorarse, añadimos el bacalao desmigado, evidentemente ya desalado, y dejamos que se mezcle bien con el dulzor de la cebolla. A mí me gusta añadir un toque de pimentón dulce, pero si eres valiente puedes mezclar con picante, como siempre depende de las tolerancias de los comensales, pero el picante no le va nada mal a este plato y un chorrito de vino blanco. Dejamos que reduzca, y entonces incorporamos los garbanzos escurridos, lo movemos todo muy bien para que se impregnen bien los sabores.
Lo dejamos reposar unos minutos antes de servir y lo tenemos. Si queréis cocer unos huevos para acompañarlo son más que admitidos.
Este es un plato de vigilia con fundamento, no necesitamos más adornos, de los que huelen a casa y saben a memoria.
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