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Hay una industria editorial, que no se ocupa solo de publicar literatura, y una multitud de escritores, la mayoría, que quedan al margen, unos voluntariamente, otros a pesar de todos sus esfuerzos para formar parte de ella.
Autor Miguel Sánchez-Ostiz
Selección y prólogo Alfredo Rodríguez
Editorial La Isla de Siltolá. Sevilla, 2025
Precio 20 euros
Alfredo Rodríguez puede considerarse incluido en el primero de esos grupos. Ha publicado libros de poemas, pero lo que le distingue de sus coetáneos es ... la capacidad de admiración. Contra lo que suele ser habitual, dedica la mayor parte de su esfuerzo, no a promocionarse, sino a promocionar a los maestros en su opinión marginados. El primero de todos, José María Álvarez, con el que ha conversado en varios tomos, como si de un nuevo Borges se tratara, y del que ha preparado varias antologías, especialmente interesante las que dedica a sus prosas sobre Venecia. Tras la estela de Álvarez –su devoción mayor– ha seguido con Miguel Ángel Velasco, Julio Martínez Mesanza y Antonio Colinas. Ahora le toca el turno a Miguel Sánchez-Ostiz, nacido como él en Pamplona, del que primero preparó una antología poética, 'Geografía de la ventura', y luego la que ahora comentamos, 'Las naves quemadas', una «antología de prosas de no ficción».
Miguel Sánchez-Ostiz es un escritor todo terreno, uno de los más prolíficos de la literatura actual, que comenzó publicando en pequeñas editoriales y en la prensa regional y que pronto dio el salto a las grandes editoriales y a la prensa nacional. A finales del pasado siglo, era uno de los nombres que no podían faltar en los más exigentes recuentos literarios. Luego, no sabemos muy bien por qué, las cosas se torcieron y él siguió publicando, a veces más de un libro al año, pero en lugares cada vez menos visibles. Su prosa, aunque alguna vez condescendiera a la queja y no desdeñara el improperio, seguía siendo en los mejores momentos inconfundiblemente heridora y cautivadora.
Para preparar esta miscelánea, Alfredo Rodríguez ha tomado como modelo 'Opiniones y paradojas', la selección debida a Sánchez-Ostiz de la obra de no ficción de Pío Baroja. A Baroja, por cierto, le ha dedicado Sánchez-Ostiz una parte considerable de su labor de estudioso y biógrafo. Su 'Pío Baroja a escena', que él subtitula 'una biografía a contrapelo', puede considerarse una obra maestra del género, escrita desde la distancia adecuada, sin los toques hagiográficos habituales y sin la animadversión de algún biógrafo como Gil Bera.
Pero para reivindicar adecuadamente a un escritor, para tratar de sacarlo del ostracismo, no bastan las buenas intenciones ni el entusiasmo, cosas ambas de las que el generoso Alfredo Rodríguez anda más que sobrado.
En 'Opiniones y paradojas', Sánchez-Ostiz indica al final de cada fragmento la fecha y la obra de la que procede; Alfredo Rodríguez prescinde de esas precisiones, sin duda por considerarlas propias de ediciones académicas, no de las destinadas a todos los públicos como las suyas. Pero no es ese el reproche que podemos hacerle a 'Las naves quemadas', sino otro que invalida muchos de los fragmentos. Miguel Sánchez-Ostiz, que organiza su selección en forma de diccionario, coloca al comienzo del párrafo, entre corchetes, el tema al que se refiere Baroja. Copia, por ejemplo, la siguiente frase: «Leerlo me parece ir sobre una mula caprichosa y resabiada que marcha con un trotecito incómodo y hace maniobras amaneradas a estilo de caballo de circo». Al comienzo, añade: «Pereda, José María».
Alfredo Rodríguez no cree necesarias esas precisiones, ya que organiza temáticamente su selección, sin darse cuenta de que, en más de un caso, resulta imprescindible. Uno de los breves fragmentos dice así: «Un escritor, a quien siempre he admirado, además de por muchas páginas, por haber entregado, sin reservas, su vida a la literatura». ¿Y quién es ese escritor al que Sánchez-Ostiz ha admirado? No lo sabemos. Otro ejemplo: «Son una gente espléndida, de una bonhomía rara». ¿Pero quién es esa gente? El aforismo no necesita del contexto para ser entendido; los fragmentos de Sánchez-Ostiz seleccionados, a menudo breves como aforismos, no se entienden sin el contexto del que han sido caprichosamente extraídos. Otro ejemplo: «Tiene una elegancia antigua, una elegancia ya anacrónica». ¿Pero quién, Alfredo, quién tiene esa elegancia antigua?
Al antólogo parece que se le ha ido la mano con las tijeras y ha dejado inservible buena parte de la selección. No toda, afortunadamente. Se salvan perfiles tan precisos como los que se dedican a Carlos Edmundo de Ory o a Ramón Irigoyen, escrito uno con tintes oscuros y el otro desde la admiración. Y los pasajes que refieren paseos por los bosques, pequeños poemas en prosa sin nada del pegajoso lirismo habitual del género.
De buenas intenciones está empedrado el infierno dicen que dijo André Gide. Para criticar a los grandes grupos editoriales, que solo buscan el beneficio económico, André Schiffrin habló de «la edición sin editores». Pero esa falta es todavía más notable en muchas pequeñas editoriales en las que nadie se ocupa de revisar el texto que el autor entrega, como si se tratara de una autoedición.
La escritura literaria suele ser individual, aunque no escaseen las excepciones (sobre todo en el teatro), pero la edición es un trabajo colectivo. Intervienen en ella un buen puñado de profesionales de los que a menudo no sabemos ni el nombre y cuya labor resulta invisible: solo se nota cuando falta o falla. Alguien debería haberle dicho a Alfredo Rodríguez que evitara repeticiones, que no llenara el libro de falsos aforismos, que mostrara los diversos tonos del escritor en sus mejores páginas.
A Miguel Sánchez-Ostiz puede calificársele de desigual y algo atrabiliario, sin duda, pero es uno de los grandes nombres de su generación. Para que los lectores del siglo XXI se den cuenta de ello, sigue necesitando el editor y el crítico adecuados que pongan orden en su inmensa obra, que separen el grano de la paja, la vida convertida en literatura del mero desahogo.
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