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El enigma de la pasividad y la blancura de Blanca Gutiérrez Morlote el 19 de junio de 2010
Plazuela de Pombo

El enigma de la pasividad y la blancura de Blanca Gutiérrez Morlote el 19 de junio de 2010

Traer a Blanca ahora a esta Plazuela no es un intento de hacer su retrato sino más bien un intento de retener su aura y el tiempo que pasamos juntos

Álvaro Pombo

Santander

Jueves, 17 de abril 2025, 07:47

Juan Antonio González Fuentes me presentó hace años a Blanca Gutiérrez Morlote, que quería conocerme. Me agradó desde un principio Blanca, tan entusiasta, tan intensa, tan ingenua y tan sabia. Blanca tenía la piel blanca y tersa, de las morenas lavadas, que se dice, y un peinado gracioso y discreto de profesora de literatura. Leía mis libros, los coleccionaba en su casa y los explicaba en el Instituto de Enseñanza Secundaria Ría del Carmen, donde montó una biblioteca que llevaba mi nombre, Biblioteca Álvaro Pombo, que ahí sigue en el Valle de Camargo.

Estoy acostumbrado a la publicidad –todos los escritores lo estamos hoy en día, pero no al entusiasmo personal de los lectores. En las Ferias del Libro de Madrid, donde aparezco y desaparezco todo lo deprisa y discontinuamente que puedo, tengo muchas más lectoras que lectores. Me encantó que Blanca se interesara por mis libros y que en el Valle de Camargo empiecen los estudiantes montañeses a jugar al fútbol y a leerme al mismo tiempo –también, supongo, a enamorarse unos de otros–. Le agradecí mucho a Blanca que situara justo ahí mis libros, en las estanterías de la sala de estudios. Y es que una biblioteca escolar, si funciona como debe, acaba siendo un lugar de reunión, un sitio de referencia, como una sala de estar colectiva donde la juventud y la senectud, si se tercia, las generaciones aprenden a mirarse, a reconocerse a sí mismas en un medio cultural y espiritual que, a la vez que nos supera a todos y está al acceso de todos. Di una charla –un tanto insulsa supongo– en ese instituto y convidé a almorzar a Blanca y a Tono y a todo el claustro de profesores en la RAE. Blanca y yo nos comunicábamos casi semanalmente por teléfono.

Traer a Blanca ahora a esta Plazuela no es un intento de hacer su retrato sino más bien un intento de retener su aura, el tiempo que pasamos juntos y, en especial, ese día que menciono en el título.

Fui a su casa a merendar acompañado de Tono. Tenía ya que usar una peluca a causa del tratamiento para el cáncer. Nos reunimos muchos en la espaciosa y elegante sala de la casa. Tuve la impresión de que todos menos la propia Blanca nos sentíamos cohibidos, como si su visible deterioro nos trabara la lengua o la movilidad. No hablamos mucho. Los demás apenas merendaron. Blanca dijo que comería un poco de pan. Yo hice las veces de merendar copiosamente, como acostumbro. Era ambiguo el aire de la habitación, irresoluto, como cuando algo que entre todos se ha decidido no produce ninguna acción correspondiente todavía. Estoy seguro de que Blanca percibió esto más claramente que nadie y no pareció intimidada, sólo delgadísima, transparente, como si los ventanales encortinados, los visillos de las ventanas que daban a la calle San Francisco se hubieran empeñado en adecuar de antemano la luz de un velatorio. Todos, supongo, sentimos que estábamos donde debíamos estar y, a la vez, de más, como figurantes. Yo pensé en Dios en aquel momento. El absoluto que indistintamente es el Santo y el Separado. Como si la inclusión de la santidad inscribiese en el mismo gesto la separación. Era el Dios de la diferencia, un Dios sin el Ser. No contaminado por el Ser. Un enigma. La sensación de hallarme ante un enigma teológico más allá del filosófico en aquella habitación fue muy intensa para mí. Blanca daba la sensación de estar a gusto en aquella atmósfera de su deterioro, sumida en una pasividad más allá de toda pasividad, como despegada o dejada en manos de la voluntad del enigmático Dios que se avecina. Me impresionó la elevación y santidad de su porte, de su talante, que nos impregnaba a todos de compasión y de respeto. Se mostraba Blanca con naturalidad ante una nada más pura que la nada, una nada que sería pronto la ambigüedad de la nada y lo incógnito. Un poderoso signo de interrogación para mí. Justo dos meses después, el 28 de agosto de 2010, falleció Blanca Gutiérrez Morlote.

No pasan en vano para Santander los años. Ni la lluvia, un familiar inescrutable, aunque amansado. Aquí, en Madrid, apenas llueve. El reúma mejora aquí en Madrid, en el secano. De joven, Santander y los santanderinos nos volvíamos paraguas en las calles de atrás. Una ciudad, en suma, más psíquica que física, incluso ahora con el ferry. No ha pasado en vano Blanca Gutiérrez Morlote para mí. Su blanca apertura a la trascendencia ha abierto, como un costurón, mi apertura a la trascendencia de la vida, de la muerte y de Dios.

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