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Las monjas Sor Amada, sor Myryam, sor Adriana y sor María Paz con algunas de sus elaboraciones.

Dulces tentaciones

Las trufas que preparan las monjas clarisas en su clausura de Belorado se cuelan en locales delicatessen y seducen a golosos de medio mundo

julián méndez

Lunes, 15 de agosto 2016, 09:43

A las 11.00, sor Getsemaní, la veterana monja encargada del torno en el monasterio de clausura de Santa Clara de Belorado (Burgos), nos entrega el manojo de llaves que nos permitirá llegar hasta el locutorio pequeño. Al visitante, que posee escasa experiencia en visitar estos lugares de retiro y ha pasado cuatro meses gestionando el encuentro, le sacude un cierto nerviosismo alborozado, lastrada su memoria por tantas lecturas donde las celdas monásticas adquieren a menudo un aire fantástico.

Trae el forastero frescas en el recuerdo algunas imágenes de estas mismas monjas acogidas como estrellas de cine en un reciente certamen gastronómico, lo que le lleva a pensar sobre la creciente necesidad de fábulas y quimeras en la cocina.

Todo esto se le agolpa en la mente mientras abre un par de puertas e ingresa en el ámbito luminoso y fresco de este monasterio dedicado desde 1384 a Nuestra Señora de Bretonera, en pleno Camino de Santiago. Las ensoñaciones del reportero desaparecen como por ensalmo cuando es traspasado por el intenso aroma a cacao que procede del cercano obrador.

Al poco rato acuden a su encuentro las cuatro monjas empleadas en el taller, autoras de dulces tentaciones y exquisiteces de chocolate y cacao que se venden en tiendas delicatessen y han logrado fascinar a unos cuantos chefs con estrella Michelin. Sor Amada, sor Myriam de Nazaret, sor Adriana y sor María Paz nos saludan desde el otro lado de la reja, desde donde realizaremos la entrevista.

A sus espaldas se sitúa un enorme lienzo tutelar de San Francisco de Asís recibiendo los estigmas de Cristo crucificado y, a su derecha, junto a una talla de la Virgen, una figurita estilo Lladró de Karol Wojtila con hábito papal y en ademán de bendecir completa la escena.

Las cuatro hermanas se asoman al locutorio con sus batas claras de escolares, el velo, la toca y unos mandiles de trabajo grises y azulones que anudan al cuello con un cordón. Son jóvenes, de ademanes muy resueltos, verbo decidido y risa fácil. Uno diría que hasta un punto impetuosas. Ante el patente desconcierto del visitante, responden a coro: «¡Es que somos de este mundo!»

Manos que oran y laboran

  • - Dulcey y cava. En el surtido de bombones asoman el de dulcey (cobertura blanca, nata, azúcar invertido, cobertura negra y licor de crema) y el de cava.

  • - Cerillas del sacristán. Uno de los must del convento junto a los palitos de naranja y limón (pieles confitadas bañadas en cacao). Las cerillas, con una puntita de choco blanco, remedan unos mixtos.

  • - Las rocas. Una de las nuevas creaciones del convento interior crujiente y cubierta blanca o negra, de dulcey, leche o barquillo.

  • - Trufas. Una de las joyas dulces del convento; se nota, como en todas las elaboraciones, que han sido formadas a mano. Las hay crujientes, de café, leche, naranja, cacao...

  • - En la web En Artesanía monacal-el obrador del convento aparecen productos y precios. Venden por internet a todo el mundo.

Cuando, tras conversar largamente, las monjas abran desde dentro la cancela metálica que nos separa, Sor Amada (42 años) nos recordará que las mujeres, y no sólo los hombres, podemos traspasar esta clausura. Siempre que haya una causa justificada, claro. «Si se necesita una enfermera, una médico... claro que pueden visitar nuestras celdas», nos reconviene esta mujer de carácter que, antes de profesar los votos perpetuos, fue consultora en una multinacional en Madrid tras estudiar Empresariales.

«Quería fundar una familia, pero el hombre de mi vida no aparecía. Llevaba una medalla al cuello y mis compañeros de trabajo me buscaban cuando querían hablar de sus problemas, de que no tenían tiempo suficiente para pasar con sus hijos», recuerda sor Amada, en el siglo Patricia Nieto Sales, religiosa desde los 26.

«Aquí no hay extranjeras, a no ser que Bilbao se considera el extranjero», apuntan. La más anciana, sor Begoña, tiene 93 y la más joven, sor Israel, 23. Nuestras cuatro monjas, mujeres risueñas, tienen todas una historia detrás, una vida a sus espaldas que decidieron dejar para entrar en el convento y que cuentan gustosas.

Sor María Paz, por ejemplo, fue peluquera en Barcelona. «Hacía cabezas, vivía en el mundo de la moda y de la imagen. Hasta que descubrí lo que realmente soy...», dice. Sor Adriana, educada en un ámbito «anticlerical», dejó atrás un novio y un trabajo como gobernanta en una residencia antes de hacer sus votos. «Con 22 años me convertí: conocí al Señor. La primera vez que me confesé le dije al sacerdote que no me sabía la contraseña», se despepita.

Sor Myryam (33), nieta de seguidores del movimiento Neo Catecumenal (los kikos), pasó depresiones, una juventud «bastante rebelde» y otras mil historias hasta que, en un viaje a París para participar en una Jornada Mundial de la Juventud, se sorprendió «de la alegría que me rodeaba, yo, que siempre me estaba quejando de las incomodidades: fui de turista y volví de peregrina».

Pimientos, gallinas y dulces

Las clarisas de Belorado siempre han sido famosas por los pimientos asados de su huerta, por las gallinas, las labores de costura y las flores de tela que vendían en una pura economía de subsistencia.

También trabajaron para una fábrica de calcetines de Pradoluengo, haciendo los remates. Pero el enorme convento, cada vez con menos monjas y cada vez más mayores entre sus paredes, se deterioraba a pasos agigantados.

En 2000 hubo que iniciar las obras de rehabilitación porque el edificio se venía abajo. Las clarisas de Belorado pidieron ayuda a sus hermanas de Lerma. «Empezamos por los tejados. Recuerdo a la abadesa trabajando con pico y pala, mano a mano, con un albañil, y a las hermanas remangándose el hábito. Fue una temeridad», recuerda sor Amada. «Y la madre Pureza, con 60 años, subida a un andamio, tirando piedras. Y debajo, sor Esperanza, la guardiana de la historia del monasterio, ya fallecida, rezando porque no se atrevía a subir...», prosiguen el relato.

«Teníamos que ganarnos la vida», recuerdan. «Pero las jóvenes no conocemos ni la aguja ni la tierra, venimos de la capital y no sabemos ni quitar las malas hierbas. La primera vez que nos mandaron a la huerta ríe sor Adriana arrancamos las tomateras y cortamos un ajo florecido para ponerlo en un jarrón». El ejemplo del convento de Lerma las llevó a montar un obrador artesano.

Al principio todo fue muy doméstico. Manuel Morgades, un pastelero leridano, les pasó, por teléfono y con paciencia infinita, la primera receta de las trufas. «Las hacíamos con un pucherito, un templador y un tenedor. Así, 80 kilos. Era una hecatombe, un sobreesfuerzo», explican.

Su primer cliente estuvo en Villamayor del Río. Marimar, de Casa León, les ecargó unas cajitas de surtidos para Navidad. Luego, Casa Otaegui, de San Sebastián, empezó a vender también sus trufas de chocolate (allí las probó Pedro Subijana, el patrón de Akelarre, que las elogió y las puso en sus petits fours), le siguió el Banco de Caminos... Hoy emplean cuatro toneladas de chocolate y otros rudimentos de Varlhona, una casa de lujo francesa, y exportan a medio mundo. «Somos buenas fabricantes, pero malas vendedoras», aseguran las religiosas. Y uno duda.

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