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CANTABRIA

«No tenemos ganas ni de vivir»

Francisco y Lola compraron la casa con los ahorros de toda la vida. Ahora se la tiran

PPLL

Domingo, 9 de mayo 2010, 10:53

Lola Morgado no cree que los problemas de salud que padecen ella, su marido y su hijo sean fruto de la casualidad. A su juicio, tienen su origen en la vivienda que su familia adquirió hace años en Argoños, en una de las urbanizaciones del Camino del Portillo. Cuando la compraron «todo era legal». Después llegaron las sentencias de derribo. Tiene 67 años, pero «esto es como si me hubieran echado encima otros setenta», afirma. «Estoy saliendo de una depresión muy grande. Me dio un infarto el año pasado. A mi hijo le dio otro. Mi marido... Estamos esperando fecha para una operación muy importante». Rompe a llorar y saca el pañuelo, sentada en el sillón de casa.

Lola acaba de conocer, esa misma mañana, que la suya es una de las 16 viviendas sobre las que el juez ha dictado un nuevo auto. En él establece un plazo de quince días para que el alcalde de Argoños, Juan José Barruetabeña, inicie los trabajos de demolición. En caso contrario, procederá a multarle. La cuenta atrás para los derribos ha comenzado.

Después de años de movilizaciones, llega la hora de la verdad: o se tramita una ley antes del verano o las demoliciones serán inevitables. Todos lo saben. Ella también. Y sabe, además, que el derribo de su urbanización será el primero en ejecutarse, a la vista de las últimas instrucciones dictadas por el juez. Ha perdido la ilusión y la esperanza, y dice: «No tengo ganas ni de vivir».

Su infarto, en enero de 2009; el de su hijo, en marzo; y la enfermedad de su marido -un tumor-; han cambiado su vida por completo. «Yo sé que hay otra gente a la que no le afecta tanto, pero a mí me afecta mucho». Recogió casi mil firmas, en vísperas de su presentación en el Parlamento de Europa; asistió a reuniones y manifestaciones; movilizó a otros vecinos en defensa de sus casas... Para nada. Los médicos le acaban de prohibir que vuelva a poner el pie en su casa de Argoños. Ahora vive en Sestao (Vizcaya), con su marido y una hija. «La última vez que estuve (en Argoños) tuve que venir con la pastilla debajo de la lengua».

Ese es el drama de Lola, pero cada una de las 575 familias afectadas tiene una historia particular. En Cantabria hay viviendas con sentencia de derribo en Argoños, Arnuero, Escalante, Miengo y Piélagos. Después de tantos años de tensión, de angustia, de incertidumbre... las heridas son visibles en muchas de esas familias.

De Badajoz, a Argoños

Sentada en el sillón de casa, con el pañuelo en la mano y acompañada por su marido, Francisco, Lola repasa algunos de los principales episodios de su vida. Nació en un pueblo de la provincia de Cáceres, pero a los tres años fue llevada a vivir a Alburquerque (Badajoz). Allí transcurrió su infancia. Más tarde contrajo matrimonio con Francisco Castaño, el padre de sus tres hijos.

En 1966 la familia se trasladó a Sestao. Él comenzó a trabajar en La Naval. Cotizó durante cuarenta años. «Yo estuve sirviendo durante toda mi vida -añade Lola-, pero cuando aquello nadie cotizaba por nosotras». Cercanos ya a la jubilación, decidieron comprar la casa de Argoños, para pasar en ella los últimos años y «que los hijos y los nietos pudieran venir en verano y los fines de semana». «Lo ví en el periódico y dije: '¡Mira qué bien! No está mal, el sitio es tranquilo, no era grande...'». Un alto porcentaje de los propietarios de Argoños y Arnuero responde a este perfil: familias trabajadoras de núcleos urbanos que, al acercarse a la jubilación, decidieron comprar en busca de un lugar más tranquilo y reposado.

La casa de Lola tiene dos habitaciones, dos baños, un salón y la cocina, un pequeño jardín en la parte delantera y un patio en la zona posterior. Está construida en el Camino del Portillo, un antiguo sendero que comunica los pueblos de Argoños y Meruelo, a través del término municipal de Arnuero. No es gran cosa, pero «es mi casa y la he comprado yo, con el sudor de mi frente y el de mi marido. No la he robado».

Los sentimientos de impotencia y de injusticia empiezan a aflorar. «Pedimos el préstamo, pedimos todo... Dijimos: 'Nos metemos aquí, para que cuando se casen los hijos puedan venir con los nietos'». Antes de acabar la obra, el contratista se marchó con el dinero y fueron ellos mismos, en cooperativa con los otros dieciocho compradores, quienes tuvieron que acabar la obra.

«Fue terminarlo y me parece que fue al año cuando recibimos aquella carta. Me decían que me daban tres meses y que tenía que derribarlo yo. Si ese día no me dio el infarto, no sé cómo me ha dado después. Yo decía: '¡Hombre! ¿Pero cómo voy a buscar yo una excavadora? ¿Y para derribar mi casa?'», se pregunta.

Hasta entonces, los propietarios de las viviendas habían ido comprando sin saber que la licencia de obra estaba recurrida. Las casas tenían licencia de obra, de primera ocupación, de habitabilidad... sólo que recurridas antes los tribunales. Los compradores que fueron conociendo lo que pasaba, ni siquiera pudieron personarse en los procedimientos judiciales. Los tribunales entendían que no era 'parte legitimada' para personarse, aunque se tratara de sus casas.

Impacto visual

Ni Lola ni Francisco entienden lo que ha pasado. «Lo tiran por un impacto visual: porque chocan los pájaros con mi casa. Pero ¡Por Dios! Si en mi casa no ha chocado ningún pájaro. Si se toca el tejado con la mano. Chocarían contra un rascacielos».

Ella acierta a ver más razones para defender la continuidad de las viviendas: «No hay marismas ni hay playa ni monte ni nada. Si es terreno urbanizable... Sólo pagan con los pobres. Lo nuestro no está en ningún sitio prohibido. Tenemos todos los permisos. Incluso el señor notario nos engañó al hacer las escrituras». Efectivamente, la mayoría de las sentencias de derribo no han entrado a juzgar ni agresiones ambientales, ni ocupaciones del litoral ni exceso de volumen. Son cuestiones de tipo administrativo relacionadas con la tramitación del plan parcial o el estudio de detalle las que han provocado los pronunciamientos de los tribunales. De hecho, nada diferencia a estas viviendas de otras próximas, salvo las cuestiones de procedimiento.

La propia Lola lo ve: «En el otro lado de la carretera han hecho otras cuarenta y tantas casas ¿Qué tienen las nuestras? En la nuestra se toca el tejado con la mano. No tienen dos plantas. Yo no me explico. A quien se le dice, no se lo cree».

Movilizaciones

Cuando el problema comenzó a afectar a otras urbanizaciones, los propietarios de unas y otras tomaron contacto entre sí. Crearon la Asociación de Maltratados por la Administración (AMA) y, gracias a ella, además de exigir soluciones se apoyaron y arroparon mutuamente.

La familia Castaño Morgado tiene palabras de agradecimiento para su promotor, Antonio Vilela. «Nosotros no podíamos luchar, porque ni mi marido sabía ni yo sabía ni muchos de los que estamos allí. Somos gente obrera». Por eso, los más preparados 'tiraron' del resto.

Respecto a Vilela, presidente de AMA en funciones, tras su reciente dimisión, dice: «Es una maravillosa persona. A ese muchacho lo tendré siempre en el alma».

Desde la semana santa de 2004, hasta el día de hoy, las movilizaciones no han cesado. Sin embargo, la solución no llega. Nadie sabe quiénes llegarán antes, si las soluciones o las palas.

Peseta por peseta

Quizá por eso el sufrimiento de las familias no desaparece, y el de Lola tampoco: «Cuando eres joven, todavía, pero cuando tienes mi edad... has ido ahorrando peseta por peseta, duro por duro, te has metido en un banco, porque no te llega... No lo podemos vender. Es que tenemos cárcel, encima, si nos ponemos a venderlo».

La angustia da lugar a nuevas reflexiones. «Ya no puedo más. Hay veces que me digo: '¡Dios mío! ¿No me estará castigando Dios por algo? He luchado mucho en esta vida para llegar a dónde he llegado, y ya no tengo ganas de nada. Cuando ya le dio el infarto a él y me dio a mí, ya perdí toda la ilusión. Y esperanza, menos. Yo las esperanzas las he ido perdiendo poquito a poco. Me las han ido quitando todas. Es como un árbol que han ido minando y minando y, al final, cae. Estoy como un árbol podrido, que se va hundiendo cada vez más. Nada más que me queda el nombre, porque ya no soy lo que era. Tengo los ojos secos de tanto llorar».

Durante toda la conversación no ha soltado el pañuelo: ahora en la mano, ahora en la cara, ahora en los ojos. «Cada vez que me pongo a hablar de esto, es un poquito más que me voy hundiendo. Es mi casa y es triste que te digan: 'es tu casa y te la van a tirar'».

Lola lo ve inevitable, mientras aprieta la mano de su marido. Le mira. Se suena. Llora ella. Llora él. Y dice: «El día que empiecen a tirarla, yo me voy de aquí, aunque sea al pueblo, con mis hermanas... y mira que tengo todo aquí. Con el sacrificio con que lo hemos ido comprando todo, con la ilusión que teníamos... Iban mis hijos y decía: 'Les voy a comprar los colchones buenos, para que duerman bien'. Todo le he ido pagando. Esto no hay derecho, lo que están haciendo con nosotros».

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