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La piel de Sandra Morante es regular, tersa y tostada. Tiene 33 años. Aparenta menos. «Será el aire de allá arriba». Se refiere al aire de Belmonte, el pueblo del valle de Polaciones a mil metros de altitud donde vive con su marido,Raúl Pedraja, y sus hijos, Enzo y Mía, de cinco y tres años. Allí el viento gélido raspa hasta los músculos del cuerpo. «Estamos a menos cuatro grados». Hielo para el cutis. Sandra nació en esta localidad de nueve vecinos «de la que los jóvenes salen como cabras desbocadas». Ella igual. Con 19 años se marchó a estudiar a Guarnizo y conoció a Raúl a través de una red de citas. Se fueron a vivir juntos hasta que ella se quedó embarazada y decidieron volver y echar raíces en Belmonte. Siete años más tarde y con dos hijos, hay aspectos de su cotidianidad que suenan a otro tiempo. Lo primero que dan es cierta envidia porque parecen no necesitar nada. Al menos nada más. «Tenemos todo lo que queremos». Silencio, más pistas que carreteras, el susurro frío de la montaña en invierno, la casa más cercana a tres kilómetros, el bar a cinco y los sueños que imaginan cuando ven cómo se mueve el fuego de la chimenea. Viven a una especie de distancia física y mental del resto de seres humanos.
Sandra debía soñar con algo parecido a esto. «Cuando vivíamos en Requejada no podíamos hacer nada porque molestábamos al vecino y me agobiaba el ajetreo de la gente». Ahora, dice, «estamos arreglando el cuarto de la lavadora y si das un golpe a las doce de la noche no pasa nada». El ruido de los martillazos se lo traga el grosor de la pared. «Vivir aquí es solitario pero te da una libertad que no encuentras en otra parte». Tienen una casa «como las de antes» que Sandrá heredó de sus abuelos, también purriegos, «con 'cuartucos' de seis metros cuadrados». «Así que imagínate, los niños solo suben a dormir en la ». El resto de la vida se hace abajo, protegidos por un cielo que allí parece estar más cerca de la tierra . Llevan desde que se trasladaron rehabilitando el inmueble. «Lo siguiente será el tejado, de manera que nosotros podamos irnos a la parte de arriba y los niños tengan una habitación para cada uno».
Enzo y Mía van al colegio de Puente Pumar en autobús escolar. Es un edificio de dos plantas con el vallado azul y amarillo que colorea el paisaje. En la escuela hay nueve niños. Con menos de seis alumnos cerrarían el colegio. Los pequeños estudiantes comen todos los días en Casa Enrique, el restaurante más cercano. Después, nada de . No hay.
En estos pueblos las casas de comidas son sobre todo eso, casas. Tanto que Sandra, que trabaja como farmacéutica en Tudanca, va dejando los medicamentos por los tres bares del valle con el nombre de cada destinatario escrito en el envoltorio. «A la viene muy poca gente, porque la mayoría son personas mayores que no salen de sus pueblos», así que el bar es el centro de recepción.Una especie de oficina de correos, espacio social, comedor escolar o lugar de reunión que calienta el corazón y ahuyenta soledades. La farmacia es parecida.
«Hacemos una labor más social». También preparan los pastilleros a las personas que viven solas o llaman al médico si se caduca la receta electrónica. «Todo el mundo se conoce y nos fiamos unos de otros, como una ». ¿Y los handicaps? «que tienes que coger el coche porque no tenemos servicios».Para hacer la compra, bajan a Torrelavega –les queda a unos cuarenta y cinco minutos– dos veces al mes, no hay consultorio médico antes de Puentenansa y en ocasiones se estropea la línea telefónica, tienen . Raúl cree que los pueblos no van a desaparecer. Sandra en cambio dice que sí, «porque no hay relevo generacional y la gente joven no tiene nada que hacer aquí». En cambio a esta familia lo único que le falta es «un supermercado». «Entonces sí que no saldría de Belmonte».
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
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