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Lucía, de espaldas, estudiante de 3º de ESO, atiende a su profesora de Lengua, María Sánchez, que acude a su casa dos veces por semana, de 12 a 14 horas para la clase María Gil Lastra

Un pupitre en la mesa del comedor

Más de 70 menores de Cantabria han recibido desde 2016 apoyo docente en casa por una convalecencia

Marta San Miguel

Santander

Lunes, 10 de diciembre 2018, 07:16

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Lucía mira la pantalla de la tablet y se concentra para encontrar el complemento circunstancial de la frase que analiza. A veces no es fácil identificar ese complemento, o el predicado; a veces, sencillamente, las frases no tienen sentido. Sobre todo aquellas con las palabras niño y enfermedad. Son conceptos que distorsionan la realidad al leerse juntos, como nieve caliente, como agua seca. Figura retórica. Oxímoron. Lucía lo aprenderá –si es que no lo sabe ya– en clase de Lengua, pero hoy se enfrenta al análisis sintáctico y también a su propia recuperación, como cada día desde la operación que la mantiene convaleciente en casa. La clase se celebra en su salón, una estancia diáfana, con ventanales por los que entra toda la luz de estos días de diciembre: el mes de los exámenes, las notas, la entrega de trabajos para los estudiantes; el mes de los exámenes, las notas y los trabajos también para Lucía, a pesar de que sus exámenes sean en la mesa de comedor como pupitre.

Ella es uno de los 17 casos que atiende este curso el programa de Atención Educativa Domiciliaria, un servicio que presta la Consejería de Educación para los menores que por motivos de salud –procesos oncológicos, transplantes, una pierna rota, una operación– no pueden acudir a sus centros escolares. No se trata de una escolarización en casa. Tampoco son clases particulares. Es simplemente un gigantesco puente entre la vida que dejó atrás el menor y el paréntesis que impone la enfermedad a su rutina.

«Fíjate aquí», le dice María Sánchez Espeso a Lucía (nombre ficticio que la familia pide utilizar). Es la profesora encargada del área sociolingüística. Le habla despacio. Muy bajo. Con una intimidad que transmite confianza y fe. Le indica dónde está la complejidad de una estructura gramatical que nada tiene que ver con su situación personal sino con el currículo académico de una alumna de 3º de ESO. Lucía no va a clase, pero aprende. No va a clase, pero hace tareas. Se examina. «Y por fortuna no perderá el primer trimestre del curso», dice su madre: «Eso sí que sería un fracaso para ella», y habla de «alivio» porque no va a perder el curso sino que lo retomará a la par que sus compañeros.

La Atención Educativa Domiciliaria asiste este curso 17 casos con trece profesores que cambian su aula por un salón, diez horas cada semana, para que la enfermedad no frene el aprendizaje de los menores de Cantabria

En este servicio participan en la actualidad 13 profesores (8 de Secundaria y 5 de Primaria) repartidos por cinco zonas de la región (Santander, Torrelavega, Pesués-San Vicente, Laredo y Camargo). Un año llegaron a un pueblo de Liébana. Y lo volverían a hacer, porque en su peregrinar por portales y ascensores que acaban sintiendo propios, hay algo más que vocación por la enseñanza: «Nuestra tarea consiste en normalizar los hábitos que han tenido los niños durante años, y es algo muy importante porque dejan de pensar y preocuparse sólo por su enfermedad y empiezan a hacerlo por lo que están preocupados sus compañeros, es decir, los estudios». Reyes Miguélez, profesora del IES Pereda y miembro del equipo de zona de Santander desde hace seis años junto con María Sánchez, es quien menciona la palabra puente. María también. «Son niños o adolescentes que se enfrentan a la palabra cáncer y saben que no sólo hay pinchazos o dolor sino también la posibilidad de morir», dice la profesora María Sánchez: «Nuestra presencia está por encima de la sintaxis, la geografía y el verbo 'to be'». Y añade: «Somos el hilo conductor de la normalidad. Una persona enferma quiere normalidad, y muchas veces quieren seguir trabajando, aunque se encuentren mal. Es admirable esa demanda».

A la par que sus compañeros

«Lo bueno que tiene este programa es que no es una clase particular sino que estamos en constante colaboración con los centros», dice María, que compagina su labor en Atención Domiciliaria con la de profesora de Lengua y Literatura en el IES Peñacastillo. De hecho, todos los profesores que participan en este programa lo compaginan con sus puestos en centros, acogiéndose a una comisión de servicio. De su jornada semanal se reducen diez horas que dan en los domicilios de los niños que lo necesitan para que se mantengan «a la par que sus compañeros», para que sientan el eco de la normalidad a través de las tareas, de las carpetas de trabajos, su letra manuscrita, el tacto de un bolígrafo sobre un cuaderno, tan habitual y de repente, sustituido por medicinas, vías o reposo total. Las nuevas tecnologías también ayudan a mantener el contacto, los correos electrónicos, los mensajes, sin embargo, el vínculo emocional con la vida que dejaron atrás sigue ahí, latente en fotocopias y libros con forro transparente que van y vienen de su casa a la clase que dejaron, donde amigos y profesores envían notas, saludos, la página con el ejercicio.

Lo estratégico del proyecto es facilitar la vuelta al colegio después de la convalecencia, y como si ellos lo supieran, hacen lo imposible por mantener el ritmo, a pesar de que la realidad que atraviesan se lo ponga en ocasiones difícil. Lucía, por ejemplo, no perderá el trimestre: «Es trabajadora y responsable», dice su madre. Los momentos en los que se encontraba mal, en vez de hacer deberes o estudiar en la mesa, como ahora ya hace, recibía clase tumbada en el sofá, y su profesora María le leía. «Es admirable la fuerza que tienen estos alumnos», subraya Reyes: «Buscan soluciones para seguir aprendiendo», y recuerda un niño que por la medicación no podía agarrar el lápiz y se las ingenió con un teclado para evitar el temblor de sus manos. De ahí también la tablet de Lucía, más fácil para escribir cuando tenía que recibir las clases tumbada.

77 casos de menores han sido atendidos en su casa desde 2016 por la Consejería de Educación

Reyes y María han atendido ya más de una veintena de casos en Santander. Los recuerda a todos, y habla de dos niñas de Primaria que atravesaron un proceso oncológico y que hoy ambas han superado: «Las dos están ahora mismo en Bachillerato», dice. Ninguna perdió el curso.

Es la prueba de fe que tienen puesta en esas dos horas al día que dedican a atender la diversidad: «Ese es el motivo de este curso, evitar la desigualdad que sufren estos niños por estar enfermos cuando bastante desigualdad padecer. Tenemos que lograr que el desequilibrio de la enfermedad no provoque un desequilibrio académica». De ahí la adecuación de las tareas que enfrentan, es decir, no asumen el volumen de trabajo que los compañeros sino que hay una «adaptación curricular» para que estudien los conocimientos necesarios para que, cuando se reincorporen, «puedan seguir el desarrollo de las clases sin sentirse perdidos, ni tampoco frenar el ritmo normal de la clase». Se vuelven a sentar en su sitio, frente a la pizarra y otros niños, con lo que han aprendido. Y con lo que saben: «Les ha pasado algo grave y ellos creen que van a estar estigmatizados, así que intentamos suavizar esa inseguridad», dice Reyes Miguélez, cuya tarea culmina ahí; en facilitar el regreso. Y ahí las palabras son las únicas herramientas. Ahí hay que pensar en las figuras retóricas simplemente como materia de estudio. Para que las frases tomen sentido, para que ellos las usen, aunque sea conjugadas con el pretérito imperfecto que les ha tocado vivir.

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