Qué serpiente tan cariñosa
El Paseo del Alta pudo tener su propia película de terror cuando un reptil estuvo apunto de comerse a su dueño
¿Les gustan la serpientes? Pues no se fíen. Después de lo que le sucedió a un tipo de Santander, mejor comprarse un hámster. Y la historia ni siquiera termina tan mal, porque por lo menos puede contarlo. Todo sucedió hacia el cambio de siglo en el paseo del Paseo del Alta. Un chico que vivía con sus padres y había adoptado una cría de boa constrictor como mascota. El animalico era aún muy joven; tanto que apenas abultaba nada en su terrario y, eso sí, con bastante apetito, en especial cuando le daban presas vivas.
A los pocos meses ya tenía un tamaño considerable, y después de dejar pequeño el segundo terrario optó por dejarla libre por casa. Al final, el animal estaba bien alimentado, no representaba peligro y además era extremadamente empático para ser un reptil. Tanto que por las noches se echaba en la cama con su dueño para dormir con él, como lo hacen los perros y los gatos.
Sin embargo, de pronto el animan dejó de comer. Se movía menos, como si estuviera ahorrando energía, y rechazaba las presas que le ofrecían, ya fueran vivas o carroña. Tal vez estuviera enfermo, cansado o quizá ni le apeteciera juerga pero el caso es que el chico se preocupó y decidió consultar a un veterinario. Lo primero fue su sorpresa al escuchar que tenía una serpiente, y mucho más una boa, como animal de compañía. Pero lo que más le llamó la atención fue su costumbre de dormir con ella. Alarmado, contestó al chico:
«Tienes que deshacerte de ese animal de inmediato». «¿Qué le pasa?», preguntó alarmado. La respuesta no fue nada tranquilizadora: «La serpiente no se acuesta a tu lado por empatía. De hecho, los reptiles no tienen ese tipo de sentimientos ni el apego que sienten los mamíferos por sus dueños; no les reconocen como tales ni se relacionan con humanos. Esa serpiente es un animal que todavía está creciendo, y lo que está haciendo es medirte y compararte con su propio tamaño para ver en qué momento tiene capacidad suficiente para comerte». Acto seguido el chico se deshizo del animal. Nunca se supo si lo donó al Zoo de Santillana, llamó a una protectora, lo fileteó para el almuerzo o llamó a la policía de las serpientes.
La bizarrada –permítase el nuevo significado– puede sonar a astracanada, pero es rigurosamente cierta, como lo prueba otro caso similar que ni siquiera ocurrió en Cantabria –o al menos no consta así–, esta vez a una pareja madura.
Le sucedió a un matrimonio algo mayor que –pobrecicos– no había podido tener hijos y decidió buscar compañía con una mascota. Pero nada de convencionalismos de perros y gatos; mejor una serpiente recién nacida que pronto se convirtió en un silencioso miembro más de la familia, aunque familiaridad con la pareja no tuviera en realidad ninguna. Comenzó encerrada en su terrario, pero como el chico de Santander, cuando se le quedó pequeño la dejaron pasear por la casa para que durmiera donde quisiera. Al principio, a los pies de la cama. Después, sobre el colchón, estirándose todo lo que daba de sí y acariciándoles con sus escamas.
Se repetía la misma historia: con el paso de los meses el animal dejó de comer y el matrimonio, preocupado, decidió llevarlo al veterinario. Tras superar la sorpresa inicial, la conversación en la consulta del albéitar resultó corta y directa:
–No se pueden llevar la serpiente a casa. Aparte de que está prohibido tener este tipo de animales, tenemos que avisar a las autoridades y se tiene que quedar aquí hasta que se hagan cargo de ella.
–¿Qué le ocurre? ¿Es contagioso? -preguntaron alarmados los dueños.
–Al contrario; el animal se encuentra perfectamente. Pero han tenido suerte, porque lo que ha estado haciendo todo este tiempo no han sido gestos de cariño, sino medirles para comprobar su tamaño. Cuando hubiera estimado que tenía un tamaño suficiente les habría asfixiado para devorarles. De ahí que no haya comido nada en días. Se estaba preparando para digerir un cuerpo humano.
Por supuesto, todo se trata en realidad de una leyenda urbana que llego a Santander como lo había hecho a un sinfín de lugares más durante décadas, y como se ha seguido extendiendo. Más allá de que en España esté prohibida la importación de ese tipo de especies exóticas para tenerlas como animal de compañía, tampoco las boas –o las pitones, que a veces la historia se cuenta con esta otra especie– tienen la costumbre de medir a sus presas antes de devorarlas. Algo además complicado, porque salvo que se trate de un mito contemporáneo lo más probable es que salgan huyendo.
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