
Anfetas
Las pastillas garantizaban, a mis miopes ojos, y solo en apariencia, el movimiento continuo del alma, la elocuencia
Adrian Leverkuhn es el nombre del protagonista del 'Doktor Faustus' de Thomas Mann. Durante los muchos sabihondos trémulos semi-fecundos años literarios que precedieron a mi viaje a Inglaterra y a mi inmersión cuantitativa y cualitativa en Londres, Adrian Leverkuhn fue mi terco y destemplado héroe. En la versión de Thomas Mann fue un ultramoderno Fausto acompañado, aconsejado por el noble humanista y sereno amigo suyo Serenus Zeitbloom.
Leverkuhn invocó a Satanás para escapar de las repetitivas tradiciones musicales de su época y escribir la gran música, una música verdaderamente moderna que captara el alma tranviaria abarrotada desgarbada y guerrera de la primera mitad del siglo XX: una guerra civil en España –que aún nos endurece la cabeza– y dos guerras mundiales: todo un récord diabólico-musical, quizá dodecafónico o más atrevido aún, más aparentemente desacompasado como nos explicaba Luis de Pablo en las charlas vesperales del colegio Aquinas. Nadie más sereno que Luis de Pablo ni más atrevido musicalmente.
Nadie más ilustrado ni más sugestivo expositor del arte contemporáneo. Naturalmente las lectoras y los lectores del Fausto de Thomas Mann no podíamos escuchar la música de Adrian Leverkuhn: teníamos que conformarnos con las joviales e intrincadas charlas de Luis de Pablos, que eran literalmente adictivas. Las anfetaminas en aquel tiempo podían comprarse en las farmacias casi, como quien dice, por cuartos de kilo, a la vez que, en otras distintas farmacias, se adquirían los barbitúricos, Soñodor por mal nombre, que, ingeridos de cuatro en cuatro, o cinco en cinco, garantizaban seis o siete horas de empedrado sueño.
Ambos medicamentos eran, a la vez, diabólicos y discretísimos. Ninguno pensábamos en aquel tiempo en el opio, en la cocaína, en la heroína o en la nieve. Eran, pues, tan intelectuales y adictivos como el propio Luis de Pablo y sus agudas charlas sobre música y filosofía en el colegio Aquinas. Las anfetas garantizaban, a mis miopes ojos, y sólo en apariencia, el movimiento continuo del alma, la elocuencia. Pero sentirse elocuente puede consistir en sentirse levantado por los aires en vez de anclado en los pupitres. Sin pupitres, sin mesa de pino que decía, creo, Baudelaire, no hay creación literaria: hay ideación sin producción escrita posible, por una curiosa razón que Rafael Alberti trae en uno de sus poemas: «Acelerado aire era mi sueño».
A punto estuve de arder sin dejar rastro como un ninot de mí mismo. Entrar en razón fue para mí, aprender a escribir y a leer sin estimulantes químicos
Ese «acelerado aire» discursivo de las anfetas me arrastraba a mí a paseatas nocturnas hasta la madrugada y unos mínimos resultados literarios. Algo de esos literarios intentos resultó ser válido cuando, por fin, en el 73, conseguí reunir mis primeros 'Protocolos'. Poca cosa para tanta fanfarria especulativa. A diferencia del proceso mental en que consiste la escritura y las lecturas que han de acompañar a la escritura, las anfetas, con su nocturno primo hermano el barbitúrico, tienden a inflamarnos como ninots que duran imaginariamente sólo el tiempo que tardan en arder sin dejar rastro. A punto estuve de arder sin dejar rastro como un ninot de mí mismo.
Entrar en razón fue para mí aprender a escribir y a leer sin estimulantes químicos. Era un sacar fuerzas de flaqueza, que llegó a ser apasionante también. Mi única pasión duradera a lo largo de los años. Como artista adolescente quedo mal, salgo orejudo, con desorbitados ojos en las fotos, en la madurez, en cambio, salgo gordo y fecundo como el cerdo triste, como un Flaubert de perra chica. ¿Y qué parezco ahora ya al final, condecorado por los reyes de España Don Felipe y Doña Letizia, rodeado amabilísimamente por ellos en las fotos, en compañía de mi elegante prima Marieta Pombo Quintana, en compañía de Iñaki Laguna Aparicio que empuja mi silla de ruedas? Empiezo ahora a parecer un verdadero ser humano con la gorra de lana azul tejida por la madre de Mario Crespo hace años. A los ochenta y cinco estoy a punto de alcanzar el medallón rutilante de ser un ser humano.Un último 'Himno final, para Adrian Leverkuhn':
pero ahoraya hacia ningunacierta o incierta
suerte vueltoel rostro decididoel vuelo y la bonanzadel puerto abandonada
y lejos de llenotiento ilustre de sombray aventura
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Ilustración Marc González Sala
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