¿El arte es para todos? La política cultural
La polémica suele ser estéril, lo importante es cómo ha llegado a ser considerado como tal
El arte es para todos. ¿Quién podría objetar esta generosa propuesta? Si bien es cierto que no se cumple, muchos la valoran positivamente al considerar que es como el cielo, algo que se alcanza, si acaso, después de muerto. ¿Todos piensan de esa manera general e idealizada? No, los hay que quieren pensar por si mismos y vivir como en el castro neolítico de Peña Amaya, en Burgos: irreductibles al poder de Roma. Nunca ha habido ni habrá arte para todos. Cuando lo artístico tiene un éxito masivo e incuestionable es que suele tratarse de una banalidad al estilo de lo que hoy conocemos como experiencia inmersiva, en la que puedes caminar por dentro de una recreación digital de la habitación de van Gogh en Arles, mientras que en el techo lucen las fantásticas estrellas que pintó para su cielo nocturno.
No es el momento de despotricar sobre esas exhibiciones, aunque, al igual que Pascual Duarte explicaba al juez refiriéndose a su presunta maldad, no faltarían razones para hacerlo. Este artículo tratará sobre las políticas culturales tal y como se suelen plantear en nuestro mundo occidental.
En general, toda acción cultural que emana del poder institucional se debate entre ser populista o ser elitista. Ambas son malas políticas. ¿Qué opciones hay? Creo que, siguiendo a Natalie Heinich, se pueden deducir cuatro posiciones de política cultural.
1. Llamar arte a toda producción con vocación estética.
2. Tratar de establecer un arte que sea comprendido por todas las personas, al margen de su formación, interés y capacidad.
3. Alejarse de la cultura popular y apostar por la 'alta' cultura propia de las clases altamente educadas y adineradas.
4. Centrarse en todo aquello que el rótulo de arte postmoderno o rupturista.
De las cuatro posiciones, en la primera no hay intervención de los poderes públicos: 'Laissez faire'. Todo vale y Dios ya sabrá elegir a los suyos, como dijo la mala bestia que dirigió el exterminio de los cátaros en el siglo XII. El resto son intervencionistas. En ellas los diversos poderes culturales públicos dictaminan qué va a ser considerado arte digno de ser expuesto y financiado.
Una forma de poder
Ninguna de estas posiciones es igualitaria ya que todas suponen algún tipo de exclusión. Se aparta a lo que se considera kitsch, a los que no consiguen contactar con los poderes públicos, a los que son considerados malos artistas, a los que no usan un lenguaje trnasgresor, anticolonial, de género… Finalmente, cada una de ellas generan autoexclusiones: yo no llego a eso que se solicita o que se valora.
Las políticas culturales, a nadie le sorprenderá, no dejan de ser sino una forma de poder. ¿Qué hacer? La ya antigua pregunta de Vladimir Illych Lenin a Francisco Largo Caballero siempre se nos atraganta.
Lo primero que hay que señalar es que no existe el Arte, así, con mayúsculas. Existe arte siempre que esa actividad está enmarcada en un medio sociopolítico al que sirve y que, al tiempo, resulta modificado por la acción artística. El arte crea la sociedad que crea el arte que crea la sociedad que crea… Es, por tanto, un bucle de actividad política en el que siempre hay obstáculos. La propaganda, la publicidad y la moda son unos permanentes y poderosos factores de desconocimiento y alienación que generan un constante baile entre palabras y cosas, por decirlo a la manera de Michel Foucault, en las que el arte ha de vivir. Unas veces se valorarán las palabras y otras las cosas. La epistemología del arte ha sido demasiado radical. No todo se construye socialmente ni todo es objetivo.
La valoración, la enseñanza y la comprensión progresista e igualitaria del fenómeno artístico pasan por hacer traducciones y trasvases desde lo popular a lo cultivado y viceversa. Privilegiando uno u otro polo según las circunstancias. No se puede olvidar ni negar que el arte, siendo una de las características de lo humano, acoge muchas contradicciones como las que se dan entre forma y contenido, belleza y fealdad, pobreza y riqueza o tradición e innovación. Por ello, ineludiblemente, es generador de exclusiones que hay que amortiguar y canalizar hacia formas democráticas. Ello exige adoptar políticas públicas que recorrerán, en diversos momentos, las cuatro posiciones mencionadas por Heinich.
Con el paso del tiempo las obras de arte van adquiriendo una marca de valoración que se traspasa de una generación a otra. Si ese proceso es suficientemente constante, la obra se convierte en objetiva, singular y amada. Patrimonio de su grupo social y, al final, de toda la humanidad.
El arte, siempre con alguna utilidad, algún valor espiritual y alguna capacidad para ser intercambiado, produce una interacción entre lo culto y lo popular en la que se van borrando sus diferencias. En ese proceso la religión y el arte se convierten en producciones asimilables. Eso lleva a Sara Thorton a afirmar que el arte se convierte en un producto religioso con materialidades propias, creyentes, conversos, sacerdotes, ritos, celebraciones, herejes. ¿Han visitado ferias o grandes exposiciones? ¿Acaso no constituyen sectas y grupos de poder? ¿Acaso los cubos blancos de las galerías actuales no son un remedo de las capillas?
El arte posee la capacidad de cambiar nuestra forma de mirar, de pensar y de sentir. Reflejan el mundo tanto como lo crean. Por eso el poder siempre se apropia del arte y los artistas. Eso pasa tanto con las obras maestras de Diego Velázque o de Pablo Picasso, como con las oportunistas de Jeff Koons o Damien Hirst.
Ni culto ni popular
El arte es producto de una sociedad y un momento histórico, pero también es obra de una persona, sepamos o no quién es. La experiencia del arte es colectiva y está mediada por las prescripciones y proscripciones estéticas, políticas y psicológicas de su sistema social. Es en ese marco donde existe la singularidad del trabajo del artista que elabora una obra que ya no será solamente un objeto sino una producción estética, social y utilitaria. Es el caso de los retratos que de encargo, por ejemplo, pintaba Tiziano de Carlos I (o V) que también constituyen una acción única y original de su autor.
Ni culto ni popular, entonces ¿a qué llamamos arte? A objetos que provocan placer estético, no necesariamente por su belleza, que son llamativos, permanentes, comprensibles, con valor material, producidos con trabajo y habilidad. Eso diferencia 'Las meninas', del urinario, 'Fuente', de Duchamp. Aplicándoles las categorías de Heinich se obtendrán diversas formas de usos político-culturales para esas obras que definen la sociedad que las acoge.
La genialidad de la obra de Duchamp, más conceptual que artística, tal vez estribe en que es simple y compleja, elevada y vulgar, inmediatamente accesible y necesitada de explicación. La polémica de si algo es arte o no suele ser estéril. Lo importante es cómo ha llegado a ser considerado como tal. De aquel que hoy está en los museos hay que saber cómo ha jugado en él la subjetividad de las mediaciones culturales y psicológicas de un sistema social para que ese fenómeno objetivo se haya producido. De esa reflexión surgirán las políticas públicas que apoyen el arte de la sociedad en la que se desarrolla.
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