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Esther López Calderón con su novela, en la que la autobiografía se mezcla con ficción, algo de ensayo y mucha reflexión. Roberto Ruiz
Novela generacional

Carne de periferia

Esther López Calderón retrata en 'Pipas' cómo era la realidad de los adolescentes nacidos en los años ochenta en los bordes de las ciudades

Viernes, 20 de junio 2025, 07:19

Este libro va sobre muchas cosas, pero especialmente «va sobre el aburrimiento y el deseo. Sobre cómo un tipo concreto de aburrimiento, carne de periferia, ha sido el motor de toda una generación. Cómo miles de adolescentes españoles nacidos en los ochenta en los bordes de las ciudades han ido creando, poniendo en pie, acariciando, derrocando, renovando, amasando las imágenes que, gracias al aburrimiento (y no a su pesar), sus cabezas proyectaban del mundo y de sí mismos mientras comían pipas y más pipas en el banco de un parque». Poco más se podría añadir a esta curiosa auto-reseña que la propia autora desliza en 'Pipas', un acercamiento emocionante a esa realidad que ni entonces ni ahora recibía demasiada atención: los adolescentes de los suburbios obreros, de los barrios populares, la gran masa de eso que tan equivocadamente llamamos 'clase media' y que no es exactamente el cuarto trastero de cualquier ciudad, sino en realidad un semillero de los ciudadanos del futuro.

Aunque lo ignoren, o incluso aunque no les preocupe lo más mínimo. Con cierto toque nostálgico, y trazas de novela confesional –fingida, claro, en la mejor tradición del falso documental–, la voz que nos habla en la novela es la de Mada, una periodista que durante la pandemia mundial se ve obligada a retornar a casa. A la casa de su infancia, claro, aquella que siempre será nuestra casa, aunque fuera la de nuestros padres.

'Pipas'

'Pipas'
  • Autora Esther López Calderón

  • Editorial epitas de Calabaza, 2025

  • Páginas 208

  • Precio 21,50 euros

Años, muchos años después –han pasado más de dos décadas, los lugares son los mismos aunque ya no lo parecen, e incluso las personas son distintas. Así que nuestra periodista rastreará el Maliaño actual pero con los ojos de la memoria, y mientras relata su vida adolescente en aquella ciudad, en realidad irá trazando una radiografía de aquellos años noventa, de esa generación y del gran futuro que tenían apalabrado, pero no veían por ninguna parte.

Las pipas –por cierto, las mejores: Facundo– las comen Chilo, Efrén, el Gallego, Rosa, Jana, Laura… Son estudiantes de instituto, adolescentes en apariencia despreocupados, pero inmersos en un intrincado sistema de códigos e intereses. Y no comen pipas, las devoran, que para algo son jóvenes y hambrientos, sentados en el banco de un parque. En un lugar de la periferia –¿o es el extrarradio?– de Santander donde la vida pasa muy despacio. Maliaño, años noventa. «Una ciudad sin belleza»; «una ciudad sin consuelo»; «una ciudad sin eros». Aunque tal vez eso no sea del todo exacto. A veces, hay que saber buscar, remover la superficie para encontrar la verdadera esencia. Y descubrir, de paso, que en realidad esa ciudad estaba hambrienta de belleza, de consuelo, y de deseo por la vida. Y es que, aunque para hacerlo nos haya trasladado a esa época y ese lugar de motos Typhoon, de forros polares, de kies y cazadoras de Spider, en realidad Esther López Calderón no nos está hablando de todo eso, sino que de la propia vida. De las expectativas y lo que vendría después, o no llegaría nunca. Del aburrimiento y la necesidad de alejarse.

La novela, escrita con prosa sincopada y sugerente, se desarrolla en Maliaño y está protagonizada por un grupo de amigoshambrientos de vida

De la resiliencia, de la capacidad de reinventarse, de la necesidad de construir la propia identidad y, sobre todo, de una generación que trató de llevar a cabo la verdadera revolución que suponía acceder a la modernidad, a la educación, a las oportunidades de progreso real. Porque, como bien explica en la novela, ascender en la escala social también puede ser una ideología en sí misma. Sobre todo, para aquellos que proceden de las capas más desfavorecidas, los que estaban llamados a disfrutar lo conseguido por el esfuerzo, y especialmente los sacrificios, de sus padres y abuelos, en un país que una noche del siglo XX se acostó rural y a la mañana siguiente se despertó urbano. Urbano, desordenado, caótico y desquiciado, pero… el único que tenían.

Ritmo

Lo primero que sorprende de 'Pipas', y lo que más engancha al lector, es la prosa sincopada y sugerente de Calderón. Ritmo, ritmo y ritmo. La longitud de las frases, las pausas, la construcción del discurso, en ocasiones imita al habla y en otras parece una pieza de hip hop, un pedazo de arte urbano transcrito al papel. Hay mucha musicalidad en los capítulos más ensayísticos, y eso confiere al texto un atractivo especial; tanto, que mientras el lector siente estar disfrutando de algo parecido a un poema, la autora desliza reflexiones, análisis y hasta montones de datos concretos, que se integran en su discurso sin la menor resistencia, con un estilo elegante y hasta algo duro en ocasiones, pero muy impactante estéticamente. Además, se complementa justo con lo opuesto: un ultrarrealismo sin concesiones en los diálogos, que caracterizan por completo a los personajes, absolutamente reconocibles para quien viviera la época. Además, su verdadero fuerte estilísticamente es que está disfrazado de lo que podríamos llamar un falso tono menor: nos convence de que su protagonista nos habla al oído, simplemente contando su vida –así era esta ciudad de la periferia industrial santanderina, tal día fuimos al Dragón y a las chicas no nos dejaron pasar, tal otro los de Maliaño nos peleamos con los de Nueva Montaña, esta se lió con el otro…–, cuando en realidad la novela planea mucho más alto de lo que los personajes podrían imaginar.

Y es que pocas veces, pocos libros consiguen reflejar un tiempo y un grupo de personas con tal vivacidad y tal magnetismo. Sólo aquellos que terminamos llamando 'novelas generacionales', y que son un pequeño milagro de la literatura. Y lo ha logrado Esther L. Calderón, que aunque su nota biográfica rece «Santander, 1981», en realidad es porque la centralización hospitalaria impidió que su carnet dijera «Maliaño, 1981». Un Maliaño sobre el que ella misma tiró, seguro, toneladas de cáscaras… de pipa.

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