
Emil Cioran, libre en un desierto
El autor de 'En las cimas de la desesperación', filósofo y escritor, sembró de lúcidos aforismos su convulsa relación con el mundo. Hoy se cumplen 30 años de su fallecimiento en París. El hechizo de la tristeza y el elogio de la podredumbre atraviesan el 'inconveniente de haber nacido' del pensador.
El hechizo de la tristeza, el elogio de la podredumbre, ese «todo es, nada es» cruzan el inconveniente de haber nacido de E. M. Cioran (Rășinari, 1911-París, 1995). «Libre en un desierto», como reza un fragmento de uno de sus aforismos, el pensador de origen rumano zarandea la filosofía a través de una poética del pensamiento cuya hondura resulta tan reveladora como lacerante. El autor de 'La tentación de existir' convierte la escritura en un flujo que discurre entre la desesperanza y el fracaso. Pero entre ambas asoman con lucidez sus palabras que parecen diseccionar el último espacio de la desgarradura. La muerte, expresó siempre, es la única opción. «No haber nacido, de solo pensarlo: ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Escribió sin cesar, entre la exploración y la huida hacia adelante en una edificación compulsa de un territorio intransferible sobre su visión del mundo. Solo el alzheimer truncó esa creación. Hoy, día 20, se cumplen tres décadas de su muerte en 1995 en París. 'Silogismos de la amargura', 'En las cumbres de la desesperación,' Breviario de podredumbre' son algunos de los libros del legado de ese pesimismo radical, quien precisamente se despidió con sus 'Itinerarios de una vida'. En sus reflexiones cercanas a la muerte Cioran confiesa «haber tenido el destino que he deseado. Durante toda mi vida he estado obsesionado por la libertad y la independencia y las he conseguido. Hoy considero que mi destino se ha cumplido. Hace un año tomé la decisión de no escribir más». La inutilidad y la muerte, el suicidio y la desesperación atraviesan la esencia y la identidad de la mano de una veintena de sus libros. En vísperas de su adiós, Emil Cioran reconocía que era una obsesión. «Si no he hecho más que escribir siempre el mismo libro, siempre sobre las mismas obsesiones, es porque constaté que de alguna manera me liberaba de ellas. La verdad es que he escrito por necesidad. La literatura, la filosofía, y no sé qué otras cosas, fueron para mí solo un pretexto. El acto de escribir como terapia fue lo esencial».
Pero frente a lo racional, el fundamento existencial y la justificación de una de las escrituras más importantes del siglo XX, el propio pensador alude a otro factor que es el que llega al lector: «Lo que cuenta es la intensidad de una emoción, de un sentimiento».
Y en sus reflexiones muy cerca de la muerte declara que en su trayectoria se ha nutrido «de la extraordinaria presunción de ser el hombre más lúcido que he conocido. Una incontestable forma de megalomanía». Y una hermosa sentencia: «Una obra existe solo si ha sido preparada en la sombra, con la atención y el cuidado del asesino que planea un golpe».
Cinco libros

'Del inconveniente de haber nacido'
Uno de los textos clave. Aforismos escritos en su etapa de madurez. Clave para las paradojas y la ironía. Hablan del tiempo, de Dios, de la religión, del silencio.

'Silogismos de la amargura'
Duda y desengaño. La civilización en entredicho. La historia, el vacío, el arte, la ciencia...

'Breviario de podredumbre'
Uno de los textos más representativos. Entre la resignación y la rabia, es un libro cien por cien Cioran y obra de culto.

'En las cumbres de la desesperación'
Ópera prima del autor, publicada en 1934, es ya una invitación al drama fundacional y al desastre.

'Desgarradura'
Sarcasmo, paradoja, aporía y debate. Parece provocación pero no lo es. Todos los recursos expresivos del escrito en plenitud.
Cuando le preguntaban, con cierta lógica que por qué no se suicidaba, argumentaba: «Porque la muerte me disgusta tanto como la vida». En realidad basta hurgar en su obra para encontrar continuas alusiones y referencias al posible significado del suicidio, pero una de las más contundentes reza: «Si no existiese la idea del suicidio, yo ya me habría matado». Lo que caracteriza a Cioran y, quizás por ello, encuentra a veces un lector menos adictivo a la filosofía pura y más cómplice con la poesía y el ensayo literario, es esa mezcla de síntesis, de elogio de la palabra plasmada en aforismos y sentencias donde se aúnan precisión, agudeza, relato subyacente afilado, profundidad y belleza. La ironía hace el resto. Pero sin duda, la seducción de su miscelánea de géneros para construir un territorio nuevo reside en la claridad de su espacio donde confluyen el nihilismo y la desesperanza.
Extrañeza y oscuridad son los columpios de una obra en el fondo más compleja de lo que su palabra designa. Entre contradicciones y silogismos, soledad y tremendismo, rechazo e inmersión en uno mismo, se va desprendiendo, no obstante, un cuaderno de campo de la condición humana. Admirador de Husserl, Dostoievski, su paisano Ionesco, Shakespeare, o Valéry, tres fechas y otras tantos hitos marcan su trayectoria y vínculo social y humano desde su obra. En 1940 comenzó a escribir en francés. Dos años más tarde conoció en un comedor universitario a Simone Boué, con quien comenzaría a vivir en París desde esa década. Y en 1946, renuncia a su nacionalidad y se declara apátrida. Ello conllevó también la renuncia a escribir en su lengua de tal modo que, tras sus primeros siete libros, el resto ya fueron escritos en francés.
El autor de 'Ese maldito yo' tuvo una especial querencia por España en la medida que asociaba factores como tristeza y derrota a la imagen del país. En sus 'Cuadernos', que abarcan de los 50 a los 70, cita a san Ignacio de Loyola y a santa Teresa, a María Zambrano, Picasso y Cervantes.

«Recuerdo que en las navidades del 61 recibí, de Émil Michel Cioran, una postal discretamente enviada bajo sobre –¡reproducía un sarcófago!– que decía: «El sarcófago me parece un objeto de meditación para 1962. E. M. Cioran». Era su modo de felicitar. E inmediatamente me atravesó la memoria uno de sus silogismos. Para mí, el más inquietante: «Quien vive sin memoria no ha salido aún del paraíso». Y me lo había enviado aun sabiendo que siempre he sido un esclavo gobernado por la memoria. Era una más de sus pequeñas 'maldades'». Este es uno de los recuerdos apuntados en su día por el escritor y poeta santanderino Manuel Arce. El pensador y escritor Fernando Savater, gran amigo de Cioran, cuenta en su autobiografía que estuvo a punto de conseguir que Cioran viniese un verano a Santander, a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, para intervenir en un curso sobre Schopenhauer.
A finales de los años cincuenta del pasado siglo, Cioran decidió acudir al balneario de Liérganes desde su apartamento parisino para pasar unas semanas de descanso. En una de aquellas primeras visitas, conoció al farmacéutico Manuel Núñez Morante. Y este vinculó a Cioran con Arce. Según ha contado el poeta Juan Antonio González Fuentes, «Núñez Morán condujo a Cioran hasta la galería y librería Sur. Ese fue el origen de una amistad que se prolongaría por cartas y llamadas. Al parecer Cioran leyó con gusto alguna obra de Arce, e incluso hizo gestiones para ver si podía publicarse esta en París». En alguna ocasión, Arce visitó a Cioran en su minúsculo apartamento parisino. Incluso Cioran envío a Arce un texto para su publicación en España, pero el dinero y la censura lo impidieron».
Singular filósofo, su escritura se mueve en una abstracción poética que invita a seguir el rastro sembrado por interrogantes. Tras la pandemia es más que nunca un autor vivo, clarividente, transparente, como un sherpa que advierte de los peligros de la fragilidad. «Todo es; nada es. Una y otra fórmula aportan igual serenidad. El ansioso, para su desgracia, se queda entre las dos, tembloroso y perplejo, siempre a merced de un matiz, incapaz de establecerse en la seguridad del ser o de la ausencia de ser».

Pablo Sánchez
Esperando al escéptico
No es este el siglo de Cioran. El paseante desespera por el exceso de euforia. El personal se sacude el miedo a la muerte, o nunca lo ha tenido. Hay una felicidad moral, íntimamente ligada a la política y al uniforme. La opción del individuo a solas con su sospecha resulta impracticable. Por eso, el paseante se acerca al número 21 de la rue de L'Odeon, en París, y busca algún rastro de aquel otro tipo humano, el de la luz y la renuncia. A continuación, visita los Jardines de Luxemburgo, escenario habitual de sus recreos, y los encuentra inesperadamente encantadores, en absoluto fúnebres, como había esperado.
El paseante no ve a nadie, aunque es evidente que alguien tiene que quedar, en el breve silencio entre jolgorios, o entre dos bombas que se lanzan. Cioran ya no existe. Murió hace hoy treinta años, sumergido en el abismo de su mente, vencido por el Alzhéimer, pero algún rebelde, aún hoy, podría decirnos que la suya es «una valentía dirigida contra mí mismo. He orientado mi vida fuera del sentido que me ha prescrito. He invalidado mi futuro». No pueden ser muchos los que asuman esa verdad sin echarse antes en brazos de la militancia, las criptomonedas o eso que llaman «desarrollo personal». O que, al menos, sepan reconocerlo, pronunciar las palabras justas, que no ensalzan.
Quizás, sea sólo cuestión de tiempo. E.M. Cioran, antes de ser lo que se admira, fue un joven seducido por los totalitarismos de su época. Concretamente, por la fascista Guardia de Hierro, de Codreanu, de la que fue compañero de viaje.
Su escepticismo y su rechazo a todo sistema brotan de ese desencanto temprano: «He buscado mi salvación en la utopía y sólo he encontrado un poco de consuelo en el Apocalipsis», escribe en 1957. Doce años más tarde, en sus cuadernos personales (publicados por Tusquets en 2000), reflexiona, una vez más, sobre aquel error: «Es bueno haber pagado muy cara una locura de juventud; después te evitas más de una decepción».
La vida del autor, desde entonces, se sostiene sobre una idea balsámica: «La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Radica en la puesta en entredicho de la sociedad y de quienes la atacan».
Bello programa, invalidado hoy por comerciantes y políticos. Y por una humanidad teledirigida. Cioran prefiere el camino del pesimismo, pero ¿en qué consiste? En «una libertad total e inutilizable», escribe. Un producto, en definitiva, de escasa demanda, sin recorrido para las exigencias de hoy. Quien no emprende, no sobrevive.
Pero, hemos dejado a nuestro paseante en los Jardines de Luxemburgo, buscando a Cioran, o a su amigo Samuel Beckett, «el único contemporáneo increíblemente noble». Añadía Cioran: «Lo quiero mucho pero más vale que no hablemos». Sus encuentros y las partidas de billar resultan, en efecto, ejemplares en el desprecio a la cháchara.
El paseante no encuentra huellas del dramaturgo, tampoco hay restos del filósofo, sólo de algún figurante moderno, cariacontecido por el cambio climático o el sionismo.
Pero, el paseante reconoce la complejidad del asunto: no puede admitirse esa quietud del rumano, la atracción por la muerte como único tema de enjundia. Pero no sólo por la muerte, sino también –y sobre todo–, por la contundencia del fracaso, el gran pecado sin perdón.
No estaría de más, piensa, algo de humildad en la contemplación del mundo. Como Vladímir y Estragón, del amigo Beckett, el paseante también espera. Pero, en su caso, no aguarda el advenimiento de Godot, sino de algún escéptico con el que conversar. O con el que callar, que viene a ser lo mismo.
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