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Ilustración de la epidemia de cólera. La de 1834 causó en Españaunas 300.000 muertes. DM
Episodios regionales

Los jinetes del Apocalipsis

La epidemia de cólera de 1834 en Cantabria representó un gran acelerador de mentalidad sanitaria, pero en lo inmediato juntó la peste, la guerra, el hambre y la muerte

Viernes, 7 de noviembre 2025, 07:21

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En 1829, la bacteria de cólera morbo asiático, causante de tremendas diarreas que deshidratan al paciente y pueden matarlo, empezó a expandirse desde el Ganges por todo el mundo. Llegó a Rusia y en 1831 el ministro español en San Petersburgo informó a Madrid de la gravedad de la situación. Se temía que el cólera podría alcanzar España, y así lo hizo por Huelva en agosto de 1833. Tardó un año más en invadir Cantabria. Se cumplen ahora cuarenta del documentado libro del doctor Amador Maestre, publicado por Universidad de Salamanca y Ayuntamiento de Santander, sobre este magno episodio. Fernando VII, muy enfermo y que en junio había forzado una jura de adhesión a su hija Isabel como heredera, adoptó medidas draconianas para impedir la difusión del cólera: cordones sanitarios militarizados, salvoconductos para circular, y fusilamiento inmediato para los contagiados desobedientes o contrabandistas contribuyentes a la pestilencia. Sin embargo, además llegaron otros jinetes apocalípticos: la guerra, tras fallecer el rey en octubre y sublevarse su hermano Carlos; el hambre que, contienda más microbio, prospera; y el inevitable corolario, la muerte.

Esta semana se ha conmemorado el 132º aniversario de la explosión del vapor Cabo Machichaco, gran tragedia santanderina. Para comparar la intensidad de la Muerte, digamos en números redondos que en 1893 fallecieron 600 personas de una población de 50.000, es decir, sobre un 1%, pero en 1834 murieron, estimaba Maestre, casi 900 de una población municipal de 14.000, más de un 6% de los habitantes, en solo mes y medio. El cólera resultó mucho más mortal que la dinamita.

Las autoridades conocían ya antes la necesidad de mejorar las condiciones de salud pública. Santander olía fatal por el deficiente sistema de alcantarillado, la mala gestión de las basuras (muchas inmundicias se arrojaban por las ventanas a la calle, o se apilaban en el fondo de callejones sin salida), y su carencia crónica de fuentes y lavaderos con agua en cantidad y de calidad. Si añadimos casas mal ventiladas e iluminadas, hábitos antihigiénicos en el manejo del pescado, o educación cívica muy mejorable (el ayuntamiento impuso multas para evitar que los menores hicieran «aguas mayores» en la vía pública, debía acompañarlos un adulto y recogerlo), la situación no era la mejor para afrontar una pandemia. El tramo actual de Calvo Sotelo entre Correos y la Delegación del Gobierno era, en bajamar, punto de fetidez extrema que la gente eludía. Los nordestes llevaban el hedor hacia el centro urbano. Además, como preludio del apocalipsis, los días 19 y 20 de agosto llovió torrencialmente en toda Cantabria. Como resumiría la Junta de Comercio: «llora nuestra provincia la pérdida de muchos de sus hijos, la de sus rebaños, la de sus tierras, y la de los ricos frutos en que cifraba su subsistencia. La miseria más espantosa amenaza desde entonces a valles y jurisdicciones enteras mientras que el comercio, destruidos los puertos y caminos, vio rotas todas sus comunicaciones».

Fallecieron más santanderinos en el brote de cólera que en la tragedia del Cabo Machichaco de 1893, tanto en absoluto (un 50% más) como en porcentaje sobre la población (un 6% frente a un 1%)

Preocupaban a las autoridades ciertos colectivos como potenciales focos de contagio: los presos comunes, los prisioneros carlistas, los numerosos mendigos. También la aglomeración en ceremonias religiosas (la iglesia del Cristo estuvo clausurada cerca de cuatro meses) o el control de tripulaciones en el Lazareto de Pedrosa (la cuarentena de los buques causaba daños económicos) o el terrestre de Peñacastillo (donde una guardia vigilaba la confluencia de los caminos de Reinosa y del Escudo).

La limitación de movimientos provocó desabastecimientos y penurias alimentarias, y la Reina Gobernadora, María Cristina, tuvo que mostrarse enérgica para que, pasado lo peor, los alcaldes restablecieran la circulación de mercancías (por ejemplo, el de Alfoz de Lloredo fue apercibido). Frenar el comercio por mar y tierra dejaba a muchas personas en el paro.

Pero la pandemia de cólera no solo marcó a fuego la necesidad de equipamientos de salud pública, sino que además provocó la primera gran organización preventiva sanitaria de la historia de Cantabria. Se dividió Santander en tres sectores, cada uno con su hospital, médico líder, administrador, comisión con presidente, farmacia proveedora, centro de reunión e incluso párroco. Tras barajar pros y contras de diversos emplazamientos, se decidieron por el siguiente esquema: el Hospital de la Izquierda, en un inmueble de la calle Santa Lucía y un anexo del que se desalojó a dos fabricantes extranjeros de sombreros, con José María Botín como facultativo; el Hospital del Centro, con el médico Juan Sámano, se instaló en el Cuartel de San Felipe (donde hoy se emplaza el edificio del Banco de España), sobre todo para prisioneros carlistas; y el Hospital de la Derecha, el de San Rafael (actual Parlamento cántabro), con el facultativo Juan Martínez y atendido también por el cirujano de la cárcel (ubicada al norte de la actual Audiencia), José Antonio de Eracacho. Hubo también heroínas, como en el del Centro la directora de enfermeras María Larrea (contagiada, falleció) y Bárbara Gómez, su sucesora.

Brebajes aparte, se trataba a los enfermos con sanguijuelas aplicadas al vientre. Una para los niños, dos para los adultos. Los hospitales consumieron 200 docenas de sanguijuelas. El cementerio de referencia era el de San Fernando en la calle Alta (donde después se alzó la Prisión Provincial y ahora hay párking) y se establecieron rutas alternantes y turnos especiales, tanto para transportar allí los muchos cadáveres, como para inhumarlos con cal. Prohibidos los enterramientos en las iglesias, hubo que acelerar el uso de cementerios externos, como en Cueto. Además, se emprendieron purificaciones del espacio público quemando laurel y hierbas aromáticas en importantes cantidades. El cónsul francés (el cólera se había apoderado de su país en 1832) aconsejó incinerar todo lo que se pudiera. Los gastos locales se elevaron a unos 160.000 reales (1,3 millones de euros actuales). La mitad, para gratificaciones a facultativos y equipos. La segunda mayor partida, a obras en alcantarillado. Después, al Lazareto de Peñacastillo y a los cementerios.

En la región, el análisis de Maestre muestra agudísimos picos de mortalidad entre mediados de septiembre y finales de octubre en localidades como Reinosa, Guarnizo o Cabezón de la Sal. En fallecidos por cada mil habitantes, se observa intensidad en Barreda, Escalante, Polientes, San Martín de Soba, San Martín de Elines o Tudanca. En casi todas partes, la mortalidad de 1834 era muy superior a la de 1833. En Santander, Monte resultó duramente golpeado. Una de cada cinco familias santanderinas registró al menos un fallecido. En España la mortalidad fue del 1%: perecieron 102.000 personas de 10,3 millones. La Provncia de Santander, recién creada en noviembre de 1833, nació, pues, rodeada por los jinetes del Apocalipsis.

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