Lección ética, poética y visual de Ángel González
«Pocos manejaron la ironía como él, pocos llenaron el lenguaje de tanta insinuación, de tantos dobles fondos, de tanta resonancia, de tanta ambigüedad» | El sábado 6 de septiembre se cumplen cien años del nacimiento del autor de 'Áspero mundo'
Conocí a Ángel González en unos encuentros que se montaron a principios de los noventa en el Teatro Campoamor de Oviedo en torno a la generación del medio siglo. Yo estudiaba Filología Hispánica por entonces y ya tenía claro que las dos generaciones que más habían influido en el devenir de la poesía española eran la del 27 y la del 50. Así que para un estudiante de literatura suponía todo un acontecimiento de primer orden tener justo enfrente, y durante varios días, a poetas como Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Caballero Bonald, Carlos Barral o al propio Ángel González. Falló José Ángel Valente, que era otro santo de mi devoción. Pero la fiesta en verdad resultó memorable y he de decir que si algo aprendí de aquellos encuentros fue que hay que poner bajo sospecha las generalizaciones de manual. Casi todos los poetas allí reunidos, al ser preguntados por la influencia de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez resaltaron lo crucial que había sido en su formación (como lo fue en José Hierro) la lección juanramoniana.
Esto se aprecia muy bien en el primer libro de Ángel González, en 'Áspero mundo', donde hay un claro paladeo de los matices perceptivos. Y de la mano del moguereño, se cuela la atmósfera del grupo del 27. Tanto es así, que cuando sale el libro en 1956 el propio José Hierro (que luego reconocería su error) calibró mal la altura poética del conjunto: «A toro pasado, no es arriesgado afirmar que en su libro primero se entrevía al gran poeta que ha llegado a ser. Confieso avergonzado que no fui tan sagaz, lo que originó una serie interminable de discusiones con Vicente Aleixandre y Carlos Bousoño, más sensibles y clarividentes: ellos vieron al futuro poeta que yo no supe ver. Tal vez porque eran los años en que la poesía social era la referencia inexorable».
Ese arranque vacunó al poeta asturiano contra la poesía que no sopesa, tensa, calibra «palabra sobre palabra» (qué lección de poética ese título para su poesía reunida), y le alejó de la tentación de tomar atajos hacia una «palabra en el tiempo» demasiado circunstancial, demasiado marcada por las gangas de lo panfletario y del mensaje masticadito, simplificado, de corto alcance.
A partir de su segundo libro, 'Sin esperanza, con convencimiento' (publicado en la mítica colección Colliure), Ángel González se convierte en una de las más intensas voces críticas de la realidad política, poética y social de la posguerra. Pocos manejaron la ironía como él, pocos llenaron el lenguaje de tanta insinuación, de tantos dobles fondos, de tanta resonancia, de tanta ambigüedad. La expresividad que en él alcanza el registro coloquial, sin perder un ápice de explosividad poética, la han alcanzado pocos.
Pero también podemos aprender mucho de cómo justifica a finales de la década de los sesenta una crisis ideológica y personal que influyó en su escritura y en su visión del mundo. La extensión en el tiempo de la dictadura, la muerte de su madre y los sucesos de la Primavera de Praga le llevaron al gusto por lo paródico, hacia una suerte de antipoesía en cuyas raíces, como diría él mismo «está cierto rencor frente a las palabras inútiles».
Ángel González no fue, como Gil de Biedma, un 'señorito' con mala conciencia de clase, sino que pagó (junto con su familia) una factura importante a la dictadura, algo que sin duda influye en que su acento crítico tenga un temblor y una verdad muy emotivos. Eso le hace grande y le hace aún más grande que esa herida nunca acallase en él la temática amorosa, pues estamos ante uno de los más celebrados poetas de amor.
En sus tres últimos libros esa temática se funde con el tono elegíaco y existencial. De modo que puede afirmarse que es un poeta coherente en su diversidad, en relación con sus maestros, con su tiempo histórico y con su propia vida.
Mi mejor juerga de estudiante en Oviedo la viví con José Luis Piquero y Ángel González en un bar muy famoso llamado El paraguas. Como el poeta era ya toda una institución, tuvimos barra libre toda la noche y salimos al alba como a un extraño elemento, como los peces salen del mar, boqueantes. Escribí un poema celebrativo que retrataba a Ángel enfrentándose de forma dialéctica a una chica empeñada en negar los logros de la transición y que titulé 'Whisky del sí'. Jamás olvidaré ese himno al 'sí' repetido en cascada.
Le volví a ver en un curso en El Escorial dedicado a su generación poética. Se recogían ya él y Susana Rivera mientras estábamos un grupo de jóvenes en la puerta de una residencia universitaria. Aunque ambos se iban a dormir, se quedaron horas en conversación animada con nosotros.
Y aún volví a verle en Santander en otra noche de celebración, con Carlos Alcorta y creo que también con Rafael Fombellida.
Cuando me enteré de su muerte, yo trabajaba en Zaragoza. Me pedí día libre, cogí un AVE y fui a despedirle al tanatorio en Madrid. Siempre vi en él a nuestro Walt Whitman de andar por casa, de voz menos grandilocuente que el americano y de aspecto mucho más entrañable. Me asomé tímidamente y quise pensar que, genio y figura, sonreía.
Nunca olvidaré su lección ética, poética y vital, que dejo aquí en esta instantánea de cierre a través de uno de los poemas suyos que mejor lo retratan:
Carlos Alcorta
Poemas auténticos, poesía de resistencia
Ángel González nos espera fumando un cigarrillo. La Universidad Internacional Menéndez Pelayo lo aloja en una casa señorial, muy cerca del Palacio de la Magdalena, en cuyo paraninfo ofrecerá una hora después una lectura poética. Somos un pequeño grupo de jóvenes poetas. Nos recibe cordial, afectuoso, en un luminoso salón con vistas a la bahía de Santander. Fue una visita breve, pero, para prolongar la incipiente camaradería, acordamos comer juntos al día siguiente.
Este es el primer recuerdo de un poeta que, si ya admiraba previamente, a partir de entonces, se convirtió para mí no solo en un referente poético sino también moral. Al día siguiente, último día de agosto de 1985―el poeta, nacido en 1925, tiene, por tanto, sesenta años, durante la comida, se interesó por nuestras vidas, por nuestras familias, quiso saber a qué nos dedicamos, qué escribíamos, cuáles eran nuestros proyectos ―Rafael Fombellida y yo estábamos poniendo en marcha por entonces 'Scriptvm', una modesta colección de cuadernos poéticos que alcanzó más de veinticinco títulos―. Pero nosotros queríamos saber de él y pusimos a prueba su paciencia.
Se mostró sinceramente abrumado cuando le expresamos nuestra devoción por su poesía, haciendo gala de una humildad natural que contrastaba con la afectación de algunos otros poetas que habíamos tenido la oportunidad de conocer anteriormente. Esa fue la primera lección que aprendí de él. En junio de ese mismo año yo había adquirido en una librería de Oviedo su libro 'Muestra corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan' y le pedí que me lo dedicara. Escribió estas palabras: «A los poetas y amigos de 'Scriptvm', colección que empieza bien porque comienza con consonante líquida y un abrazo de Ángel González». Un poema de este libro, 'Oda a los nuevos bardos', se convirtió en emblema contra los poetas novísimos, que desplegaban una influencia casi hegemónica en aquellos años (1977).
A la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1985 siguieron homenajes de todo tipo, y a uno de ellos, celebrado en Oviedo y en la población asturiana de Nava en concreto, si la memoria no me engaña, en el Palacio de la Ferrería―al año siguiente, tuvimos la oportunidad de asistir un reducido grupo de poetas cántabros y de compartir con Ángel González y sus amigos una jornada que se alargó hasta bien entrada la madrugada, en la que abundaron la poesía, el buen humor, la música, la alegría y el alcohol.
Dos años después tuve la fortuna de obtener el Premio de Poesía Ángel González (1987), a cuyos actos de entrega no pudo asistir el poeta por problemas de salud. En septiembre del año anterior había sido intervenido quirúrgicamente de una dolencia cardiaca y aún debía seguir un riguroso régimen de convalecencia, circunstancia que recordamos a menudo en los sucesivos encuentros que mantuvimos, generalmente asociados a su presencia en la UIMP, encuentros siempre presididos por su amabilidad y por su afecto. Conservo con nostalgia el 'stacatto' de su voz narrando cualquier suceso de su vida o leyendo sus poemas, poemas que provienen de una exacerbada conciencia de la realidad en la que vive, tal vez por eso, su poesía tiene la capacidad, además de emocionarnos, de ser vitalmente instructiva. Ángel González escribía sus poemas de forma natural aunque no se prodigó, fue también un excelente crítico―, a partir de la necesidad, sin recurrir a accesos místicos, combinando esquemas líricos, narrativos, meditativos e, incluso, puramente retóricos con los que mantener una distancia emocional protectora, por eso sus poemas nos parecen y―son―tan auténticos. Tratan de seres humanos que reflexionan sobre las experiencias cotidianas, sobre las pasiones, sobre el amor, sobre la historia reciente, todo ello cubierto por un manto de ironía que perfila las líneas de un determinado personaje moral.
Ángel González escribió una poesía de resistencia, de ahí surgen sus fuentes poéticas. Supo, además, entrelazar como nadie los acontecimientos de su tiempo con las personas que le rodearon, a la vez que forjaba una conciencia crítica, su propio sentido del tiempo histórico que le tocó vivir, base y raíz de sus singulares reflexiones poéticas. Obviamente, el germen del poema sigue siendo un misterio, pero, leyendo a Ángel González, sentimos que podemos desvelarlo porque en sus versos leemos una parte de nosotros que había permanecido oculta hasta ese momento. Los buenos poemas son parte de nuestra biografía, reverberan en nuestra memoria mucho después de que su autor nos haya dejado, nos hablan por encima del guirigay y de la algarabía mediática, nos ayudan a tomar conciencia de que somos parte activa de la historia y como tal, debemos asumir nuestras responsabilidades. Ese es el legado insustituible que nos ha dejado.
Marcos Díez
Decir a la vez el sí y el no sobre las cosas
La poesía llegó a la vida de Ángel González de la mano de una tuberculosis pulmonar. Tres años duró la enfermedad y en esos tres años de obligado reposo encontró una vía de escape en los libros, primero, y en la escritura de poemas, después. Solo quien es lector sabe hasta qué punto el mundo pequeño de una habitación puede volverse infinito gracias a la lectura; solo quien escribe sabe cómo puede un poema secuestrarlo a uno por horas o por días, disolviendo el tiempo hasta que el tiempo parece no existir.
De la poesía podríamos decir lo mismo que decía Lope de Vega del amor: quien lo probó lo sabe. La tuberculosis llevó a Ángel González a probar lo poético, lo que confirma que quizás la poesía tenga algo de antídoto contra lo que nos aleja de la vida. Mordida la manzana, no hubo marcha atrás. A sus veinticinco años dejó atrás Oviedo para ir a vivir a Madrid, una mudanza que fue tan decisiva para él como la enfermedad que lo arrojó a los libros. El ambiente literario de la capital fue como la gasolina que se aproxima al fuego.
Entabló relación con Carlos Barral, con Jaime Gil de Biedma, con José Agustín Goytisolo. Aunque la poesía se escriba en solitario, viene bien la compañía. Y las lecturas que alimenten la caldera. A sus veintisiete descubrió a Vallejo, un gran deslumbramiento para un Ángel González que introdujo lo urbano en sus poemas. No es casualidad que uno de sus libros, en el que se incluye su célebre poema 'Canción de invierno y de verano', lo titulara 'Tratado de urbanismo'. La ironía fue una de las señas de identidad de su expresión poética.
El autor asturiano defendía que la vida está llena de contradicciones, que nada es solo una cosa, que todo tiene dos caras y que «la ironía es capaz de expresar en un solo golpe esa ambigüedad, es capaz de decir a la vez el sí y el no acerca de las cosas». Ironía, pero también cierta desilusión o desencantamiento (alejándose así de Celaya y de su afirmación de que la poesía es una herramienta capaz de cambiar el mundo). Ángel González manifestó en algunos momentos su pérdida de fe en el poder de la palabra como posibilitadora de grandes transformaciones, pero no abandonó nunca su intento de comprender al hombre a través de sus poemas.
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