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Los libros y el alma
Plazuela de Pombo

Los libros y el alma

De la misma manera que no se puede sin radical infidelidad, volver a contemplar el mismo paisaje, tampoco se puede, sin trampa, volver a efectuar la misma lectura

Álvaro Pombo

Santander

Viernes, 27 de junio 2025, 07:37

Ala hora de elegir un título para este artículo he vacilado entre 'Las lecturas y el alma' y 'Los libros y el alma'. Sólo 'el alma' permanecía inmutable en ambas versiones. Entre 'mente', 'conciencia', 'espíritu', 'corazón', 'memoria', etc., por un lado, y 'alma', por otro, no me cabía la menor duda: 'Alma' es la palabra del alma. Entre 'libros' y 'lecturas', en cambio, hay grandes diferencias, precisamente en la medida en que ambos términos pueden usarse como sinónimos para designar la misma cosa: el lado objetivo de la experiencia de leer. Yo no soy hombre de libros. El libro, en cuento objeto, me fascina muy poco y me agobia muy pronto. Jamás he tenido el deseo de irme haciendo en casa lo que se llama «una buena biblioteca». Mi vida, sin embargo, mi alma, ese aliento singular e intransferible en torno al cual la intensidad del mundo y la identidad de las cosas cobra color y calor análogos a mí, es una vida de lector, una animación leedora. Las lecturas son parte esencial de mi manera de ser en este mundo. Soy, con los libros, en cambio, un ingrato: hablo genéricamente de ellos. Así en un poema mío de hace muchos años, perteneciente a un libro titulado 'Variaciones', decía:


No nunca fuimos viajeros mortales o inmortalesLeímos librosy yo supongo que entonces leí lo que recuerdo ahoray yo supongo que estuve donde estuve y que hice un viajeaunque no hablé con nadie y viajé solo


La palabra 'libros' se utiliza aquí genéricamente; ningún amante de los libros hablaría de los libros con semejante desapego. Y es que quien ama 'los libros' no sólo desea leerlos, sino también tenerlos, contemplarlos, tocarlos, hojearlos, olerlos, rodearse de ellos, alinearlos en pulcras estanterías abiertas o en umbríos armarios encristalados. A quien ama los libros le interesan sus ediciones, la proporción entre sus cajas y sus márgenes, sus erratas incluso, todo lo que hace de un libro un objeto único en el espacio y en el tiempo. A mí, en cambio, me interesa relativamente poco todo eso; lo que me interesa son 'las lecturas' que, como un vampiro, a lo largo de los años he ido robando a esa delicada criatura material que llamamos 'libro'. De aquí que este artículo hubiera debido titularse 'Las lecturas y el alma'. Si no lo titulé así, fue en última instancia, por vergüenza.

He vivido rodeado de lecturas como quien vive rodeado de fantasmas. Y uno se avergüenza –o debe avergonzarse– de sus fantasmas. Y es que las lecturas son experiencias esencialmente incompletas; experiencias que, como los paisajes de los viajeros, quedan siempre pendientes de un hipotético regreso capaz de completarlas. Pero el regreso es la infidelidad más profunda. De la misma manera que no se puede sin radical infidelidad, volver a contemplar el mismo paisaje, tampoco se puede, sin trampa, volver a efectuar la misma lectura. He aquí que estoy a punto de falsear las cosas, prolongando indebidamente una analogía: estaba a punto de decir que los libros son a las lecturas lo que las fotos del turista son a los paisajes: algo no-vital que se guarda para que haga las veces de lo vital que se deshace. E iba a añadir, más pecaminosamente aún, que la razón por la que fotos y libros se conservan es que, a diferencia de lecturas y paisajes, son objetos completos que dan la impresión de contener experiencias completas. Es evidente que no tengo razón y que, si bien la distinción entre 'libro' y 'lectura' es válida en principio, mis conclusiones son tendenciosas, arbitrarias.

Diré para justificarme que hay un aspecto existencial de la 'lectura' que conviene subrayar, frente al libro, en nuestros días: su relación dialéctica con ese sumidero de la vida de cada cual que es el alma. Poseer libros es relativamente fácil. Es mucho más barato y casi tan decorativo como tener caballos o esmeraldas. Es, dicen, un status-symbol. Incluso el lector profesional acumula con frecuencia muchísimos más libros de los que puede llegar a leer seriamente en una vida. Lo hace porque ama el libro en cuento objeto, pero también muchas veces porque ama el prestigioso halo de sabiduría de que se hace objeto quien posee libros. Subrayar el carácter vital de la lectura frente al relativamente inane del libro, tiene esta finalidad. Pero añadiré otra finalidad ahora, relacionada con lo que llamaba pomposamente más arriba la dialéctica de las lecturas y el alma.

Sucede que las lecturas, como experiencias incompletas que son, se transforman velocísimamente en recuerdos. Y, como los recuerdos, velocísimamente se olvidan. Porque es que no sólo es parte esencial de la estructura del recuerdo el que se olvide, sino que es preciso que se olvide. Ya lo decía Rilke, que no basta con tener recuerdos, sino que es preciso olvidarlos cuando son muchos ya para que emerja la primera palabra de un verso. Se me dirá que acabo de dar con una brillante fórmula para suspender oposiciones. Y contestaré que así es, en efecto. Entre las lecturas y el alma hay la misma relación de fertilidad olvidadiza que entre el mal opositor y sus temas. ¡Y se equivoca usted, don Álvaro! ¡Miente usted con todos los dientes! Así es, amigo mío de la Plazuela, así es, por fortuna.

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