
El Piru
Lo que queda de todo este relato de golosinas y goloseos infantiles es un relato de presencias que son eternas | El Piru, don Rodolfo Díaz o las vendedoras de pescado de Puertochico
Según se sube al colegio de los padres Escolapios por la cuesta que daba al Real Victoria y que ahora da todavía a una cantidad importante de los muros del propio colegio se llegaba a unas casetas o garajes que consistían básicamente en un portón metálico ondulado (corrugated iron) que se abría de arriba abajo y que entre tres y cuatro de la tarde, hora de vuelta al colegio por las tardes, estaba cerrado el portón y abierto la caja de dulces de El Piru, que era una caja con departamentos de madera con revestimientos de hule amarillo para distinguir unos caramelos de otros.
Creo recordar que los caramelos del interior de la caja espejeaban en el interior de la propia tapa para mostrar toda su hermosura y su anisado y su mentolado y su cristalino azúcar cristalizado que destruía las encías pero nunca los ánimos de los chupadores de caramelos. Pero lo que queda de todo este relato de golosinas y goloseos infantiles es un relato de presencias que son eternas. El Piru resultó ser, como don Rodolfo Díaz, como el Padre Manuel Sedano, Apolo, como las vendedoras de pescado de Puertochico, las pescaderas, eternas, eternamente iguales vengan de donde vengan, como los efebos platónicos, quizá también las ninfas griegas, aunque menos militarizadas estas últimas, lo cual es un inconveniente a la hora de la épica. Los caramelos de El Piru se complementaban en el invierno con las lecturas de la novela americana española tanto de vaqueros como del FBI o la CIA. Eran textos pajoleros, muy desencadenados y muy sucios, que se almacenaban en dos cajones grandes del chiscón de la portería de Lope de Vega donde íbamos por las tardes a cambiar las novelas. Se podían devolver de nuevo si por la mañana se leían o entreleían en la cocina. Era lo deshojado de las hojas, las hojas caídas de los dientes irresolutos del día narrativo que no tenían nada que contar y que contaban americanadas. Daba igual lo que se contase porque ya se había ganado a pulso el curso de floración interior. Una bella historia que toda una vida honra.
«Un bell morir tutta la vita onora» («Una bella muerte honra toda la vida»). Hay un Piru por colegio en Santander. O lo había. Eran los dulces y martillos y bolas de anís que se chupaban ávidamente en el estudio de las tres a las cuatro. Dulces de un tiempo que se deshizo rápido porque rápido se deshizo nuestro gusto por el dulce y el dulzón. Al menos yo fui descubriendo que los bocadillos de anchoas eran infinitamente más dulces y más ricos que los dulces del Piru. ¿Fue esto una traición? No fue una traición pero tampoco fue una lealtad. Era imposible a partir de los quince, incluso antes, ser fiel a las piruletas y los martillos de naranja. En cambio era admirable el chocolate terroso de la época que Mones y yo intercambiábamos por chorizo de La Dehesilla y los bocadillos de anchoas, sobre todo estos. La anchoa acabó siendo la reina del Cantábrico, como diría nuestro Revilluca. Aprovecho esta ocasión para celebrar su energía propagandística y su gracia montañesa.
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